16 de marzo de 2024

Scholem Aleijem: mientras un ojo llora, el otro ríe

Scholem Aleijem, cuyo verdadero nombre era Sholem Yakov Nojúmovich Rabinóvich (1859-1916) es el más difundido de los escritores israelitas. Nació en el seno de una familia judía de Pereyáslav, una ciudad ucraniana ubicada en el distrito de Boryspil de la provincia de Poltava, que por entonces formaba parte del Imperio Ruso. Con tan sólo quince años de edad, ya ávido lector, se sintió fascinado por “Robinson Crusoe”, la famosa novela que el escritor inglés Daniel Defoe había
publicado en 1719, lo que lo llevó a escribir su propia versión judía de dicha obra. Tras concluir en 1876 su educación en el bachillerato de su ciudad natal, comenzó estudios religiosos y en 1880 ejerció brevemente como rabino designado por el gobierno en la ciudad de Lublín -en la Polonia bajo dominio ruso- en donde trabajó para apoyar a los más pobres. Luego se dedicó al comercio, donde pudo observar numerosas figuras que le sirvieron más tarde para sus obras. Tras abandonar ese oficio, envió sus primeros artículos en hebreo a los diarios “Ha-Tsefirah” de Varsovia y “Ha-Melits” de Odesa, y en idish a “Voskhod” de San Petersburgo, la publicación rusa judía más importante de la época, en los cuales aparecieron sus artículos centrados en temas de la educación judía.
Allí mantuvo una estrecha amistad con el escritor Alekséi Maksímovich Peshkov, mundialmente conocido por su seudónimo Máximo Gorki (1868-1936), el autor, entre muchas otras obras, del drama “Na dnié” (Los bajos fondos) con la que creció como una voz literaria única de los estratos más bajos de la sociedad y como un ferviente defensor de la transformación social, política y cultural de la Rusia zarista. Mientras tanto, en 1883 se casó con Olga Loev (1865-1942), hija de un adinerado comerciante con la que tuvo seis hijos, entre ellos la escritora en yiddish Lyalya Kaufman (1887-1964) y el pintor Norman Raeben (1901-1978). Años más tarde, siguiendo la tradición familiar, su nieta Bel Kaufman (1911-2014) también se dedicó a la literatura, haciéndose conocida en Estados Unidos gracias a su novela “Up the down staircase” (Contra corriente), la cual tuvo un gran éxito de ventas en 1964.
La intención original de Aleijem era convertirse en un escritor en hebreo o ruso, y su recurso al yiddish fue, como él diría, “accidental”. Descubrió un número del semanario “Yudishes folks-blat” de San Petersburgo (el único periódico en yiddish de Rusia en ese momento) y se dio cuenta de que el idioma yiddish y su literatura atraían a la mayoría de las personas debido a su accesibilidad. Según contó en su obra “Las fuentes de Scholem Aleijem” el escritor judío radicado en la Argentina desde su juventud Samuel Rollansky (1902-1995), Aleijem comenzó a escribir en hebreo y escribió también en ruso. Por entonces la mayor parte de los escritores judíos rusos escribían en hebreo, el idioma de la liturgia, pero pasó definitivamente al yiddish en 1883, una lengua oral considerada como jerga por los judíos cultos. Con ese idioma -que carecía de estatus cultural y respetabilidad artística en la literatura- escribió más de cincuenta obras entre novelas, cuentos y obras teatrales hasta convertirse en la principal figura de la literatura yiddish en 1890. Y en “Scholem Aleijem, la sonrisa de la vida judía”, el mismo autor afirmó que entre los clásicos de la literatura que posee esa lengua, era sin duda el más nacional entre la clase media judía.
Tras vivir un tiempo en Odesa desde 1891, la familia se trasladó a Kiev, donde en 1905 todos sufrieron los horrores de tener que soportar la represión generalizada por un pogromo contra los judíos de esa ciudad, y él fue censurado por querer ayudar a las víctimas de estas persecuciones. Por esa razón, en 1906 junto a su familia se trasladó primero a Ginebra, Suiza y después a Nueva York, Estados Unidos. Luego vivió un tiempo en Capri, Italia y, poco antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial, mientras estaba en una gira de lectura en Rusia se desmayó en el tren camino a Baranavichy, Bielorrusia. En el hospital de esa ciudad tuvo que internarse durante dos meses tras haberse enfermado de tuberculosis hemorrágica aguda, una enfermedad que lo condenó a vivir semi-inválido el resto de su vida. Años después escribiría que ese incidente fue como encontrarse cara a cara con su majestad, el ángel de la muerte. Luego fue enviado a Copenhague, Dinamarca, desde donde emigró a los Estados Unidos y se radicó definitivamente en Nueva York.
Entre sus obras merecen mencionarse las novelas “Natashe” (Natasha), “Sender Blank un zayn gezindl” (Sender Blank y su familia), “Yosele solovey” (Yosele el ruiseñor), “Ven ikh bin Roytshild” (Si yo fuera Rothschild), “Tevye der milkhiker” (Tevye el lechero), “Der mabl” (El diluvio), “Blonzhende shtern” (Estrellas errantes), “Der blutiker shpas” (El sangriento engaño), “Yoysef” (Joseph), “Dray almones” (Tres viudas), “Menahem Mendl” (Las aventuras de Menahem Mendl), “Motl peysi dem khazns” (Mottel, el hijo del cantor), “Der khontid shneyder” (El sastre embrujado), “Der misteyk” (El error) y “Tsvey shteyner” (Dos lápidas). También incursionó en la literatura destina a niños y adolescentes con obras como las novelas “Dos tepl” (La olla), “Funem priziv” (Del borrador), “Gimenazye” (Escuela secundaria), “Finf un zibetsik toyzent” (Setenta y cinco mil), “A nisref” (Se quema) y “An eytse” (Consejos); y los cuentos “Der zeyger” (El reloj), “Di fon” (La pancarta), “Afn fidl” (El violín) y “Der esreg” (El limón).
Además escribió obras teatrales como “Der daktar” (El doctor), “Der get” (El divorcio), “Die asifa (La asamblea), “Tsezeht un tseshpreht” (Dispersos y muy lejos), “Agenten” (Agentes), “Yiedishe tekhter” (Las hijas judías), “Die goldgreber” (El cazafortunas), “Shver tsu zein a yied” (Es difícil ser judío), “Dos groisse gevins” (La gran lotería) y “Tevye der milkhiger” (Tevye el lechero); y ensayos como “Oyf vos badarfn yidn a land” (Por qué los judíos necesitan una tierra para ellos), “Idishe kínder” (Niños judíos) y “Farsheydene” (Misceláneas). Obras todas ellas ampliamente traducidas a numerosos idiomas.
Su humorismo cristalino, natural y sano, su estilo lleno de gracia, su lenguaje salpicado de modismos, los personajes tan característicos que desfilan por su vasta obra, y sobre todo su humor tan original y comunicativo, han hecho de él un ídolo del pueblo judío. Junto con Shalom Abramovitch -con el seudónimo de Méndele Móijer Sfórim- (1836-1917) e Itzjak Leibush Péretz (1852-1915) contribuyó a la formación de una nueva literatura creando lo que denominó “la novela judía”, con textos que se desarrollaron en el ámbito de la sociedad judía contemporánea. Abramovitch escribió su primera novela llamada “Fishke der krumer” (Fishke el aburrido) en hebreo, pero en sus siguientes obras utilizó el yiddish. En tanto Péretz, a pesar de haber recibido una educación judía tradicional en hebreo basada en textos rabínicos, escribió su primera obra, el poemario “Di balade fun ​​Monish” (La balada de Monish), en yiddish.
Admirador de Ivan Turgenev (1818-1883), el narrador y dramaturgo considerado el más occidental de los maestros del realismo ruso y autor de, entre otras obras, la novela “Ottsý i deti” (Padres e hijos) y de los relatos breves recopilados en “Zapiski ohotnika” (Memorias de un cazador), Aleijem creía fuertemente en el realismo literario como recurso esencial para alcanzar la madurez artística empleando un lenguaje preciso, objetivo y descriptivo para construir un retrato fiel de la sociedad de la época. También creía que el género novelístico era el más propicio para la evolución de esa corriente estética surgida como una reacción a la decadencia del romanticismo, el movimiento literario surgido entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX en Alemania e Inglaterra que se distinguía por el abordaje de temas del imaginario nacional y popular como fábulas, mitos y leyendas.
Para la crítica literaria en general, Scholem Aleijem  supo pintar con colores conmovedores las particularidades del mundo judío que lo rodeaba. Describió con un singular matiz risueño la vida en los villorrios judíos de Rusia, con su ambiente y sus modalidades peculiares, sobre los que flotaban una sonrisa burlesca y una alegría dolorosa. Mantuvo siempre un enérgico compromiso con sus congéneres necesitados de apoyo y ayuda.
Nunca renegó de su origen humilde y logró transmitir las situaciones más dolorosas con humorismo, una manera inusitada de describir la miseria, el malestar, la tristeza, la desolación, la pesadumbre a través de situaciones jocosas, burlescas o absurdas. Desde adentro, con un afectuoso humor y una tierna complicidad, describió la dramática existencia del pobrerío judío de la Europa Oriental de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Ante los sinsabores vividos por sus paisanos optó siempre por la chacota como la mejor medicina para enmendarlos. Se dice que enseñó al pueblo judío a reírse de sus propios infortunios, que lo embrujaba con su lengua y lo ponía por un momento fuera de sí mismo para reírse de sus propias desgracias como si fuesen ajenas. De allí el adagio “mientras un ojo llora, el otro ríe”. Al respecto pueden mencionarse los cuentos “Der autsr” (El tesoro), “Shand” (Vergüenza) y “Nerv” (Descaro).


“El tesoro”: “Al otro lado de la montaña, detrás de la sinagoga, hay un tesoro oculto. Así se decía en nuestra aldea. Más no es tan fácil llegar hasta él. Sólo cuando todos los habitantes del pueblecillo vivan en paz y se pongan todos a buscarlo, darán con el tesoro. Así se decía en nuestra aldea. Y cuando todos vivan satisfechos, cuando no haya entre ellos envidia, ni odio, guerra, maledicencia ni calumnia y todos se empeñen, hallarán el tesoro. De lo contrario, se va a hundir profundamente en la tierra. Así se decía en nuestra aldea.
Y comenzaron a discutir y a porfiar, a disputar y a debatir, a insultarse y a altercarse cada vez con mayor brío, y todo por el tesoro. Uno decía: ‘Debe de estar aquí’. Otro: ‘Allí’. Y no cesaban de discutir y de porfiar, de disputar y de debatir, de insultarse y altercarse cada vez con mayor brío, y todo por el tesoro; y mientras tanto, el tesoro se hundía más y más en la tierra”.


“Vergüenza”: “Yo tenía un compañero. Estudiábamos en una misma escuela. Juntos vivíamos. Cometíamos juntos bribonadas y entre ambos habíamos compartido el placer y el dolor. La ciega, que llaman Fortuna, le sonrió a mi compañero, tuvo suerte, le fue cada vez mejor y se elevó a considerable altura. Y yo me quedé atrás...
Durante mucho tiempo no nos vimos, no nos encontramos, íbamos por caminos diferentes, vivíamos en ciudades distintas. Un día, llegué a la ciudad donde mi amigo residía, pasé delante de la magnífica casa de mi compañero y me detuve. ¿Entrar o no? Y entré. Y figúrense ustedes: ¡él me reconoció!
- ¿Qué tal, hermano? ¿Cómo te va?
Largo rato permanecimos en el vestíbulo sin que me invitara a pasar. Comprendiendo que esto me sorprendía, me dijo, mirando mi indumentaria:
- Perdóname, hermano, no me guardes rencor, yo te pido que me disculpes; no puedo, ¡me da vergüenza!
- ¿Tienes vergüenza? ¿Sientes vergüenza de verme?
- ¡Oh, no, de ninguna manera, no me refiero a eso, no quise decir eso! He dicho que me avergüenzo con... mi magnífica casa... ante ti, mi antiguo compañero, ante... ante... Dime, ¿dónde vives? ¿dónde paras? ¡Yo vendré, iré a verte, iré a verte!
Arrojó una mirada a mis botas retorcidas y rotas, y se puso encarnado de vergüenza... Yo lo comprendí y le perdoné de todo corazón, ¡de todo corazón!”.


“Descaro”: “Estaba sentado en el suelo, frente a la puerta de la sinagoga, contando los céntimos, las monedas que hiciera, que recolectara durante el día. Dos veces por semana, los lunes y los jueves, va mendigando por las casas. Monedas recoge el pordiosero pobre entre los pordioseros más ricos. Esos dos días le corresponden.
¡Cómo brilla el sol, cuan tiernos son sus rayos! El mendigo tiene una mano metida en el seno, y en la otra guarda las monedas. Las arroja y suena con ellas: las cuenta y recuenta.
De pronto... ¿Quién es el que va en ese coche tirado por seis caballos? ¡Es el conde, el señor de la aldea! Los caballos vuelan con el coche, y el polvo, cual dos columnas, le sigue a los lados. Al mendigo, el polvo le llenó los ojos y la boca, y cubrió ante él, por dos minutos, la luz del sol esplendente.
- ¡Vaya un descaro, el descaro de un conde! -rezongó el pordiosero, y volvió a su tarea: sacar la cuenta de los céntimos, a contar las monedas...”.


En 1915 Aleijem escribió en Nueva York “Funem yarid” (Regreso de la feria), una novela autobiográfica. Un año después falleció a los cincuenta y siete años de edad y fue enterrado en el cementerio de Brooklyn. Tanta fue la trascendencia que había alcanzado que, además de haber tenido uno de los funerales más grandes de la historia de esa ciudad (se calcula que a la ceremonia acudieron cerca de cien mil personas), en 1997 fue homenajeado con un monumento en Kiev, y años más tarde con otros edificados en Moscú, en Buenos Aires, en Netanya y en Tokio. Pese a ser un escritor que falleció hace más de cien años, no ha perdido su vigencia y siempre vuelve a seducir a sus lectores con su maestría y humor.

2 de marzo de 2024

Liliana Heker: “Los libros, el arte y la ciencia nos ayudan a ser libres. Por algo, en las propuestas del actual gobierno, hay un empeño evidente en borrarlos de la realidad”.

La narradora y ensayista argentina Liliana Heker (1943) se inició tempranamente en la literatura. En 1959 comenzó a colaborar en la revista literaria “El grillo de papel”, dirigida por el escritor Abelardo Castillo (1935-2017). Después de que el gobierno de Arturo Frondizi (1908-1995) prohibiera su publicación, en 1961 fundó y dirigió junto a Castillo la revista “El escarabajo de oro”, donde se desempeñó como Secretaria de Redacción primero, y como Subdirectora hasta su último número en 1974. Luego, en 1976, hizo lo propio con la revista “El ornitorrinco”, esta vez con Castillo y Sylvia Iparraguirre (1947), la cual se publicó hasta 1985 funcionando como uno de los espacios emblemáticos de resistencia cultural durante la dictadura militar que gobernó durante aquellos años. 
Su prolífica obra incluye los libros de cuentos “Los que vieron la zarza”, “Acuario”, “Un resplandor que se apagó en el mundo”, “Las peras del mal”, “Los bordes de lo real”, “La crueldad de la vida” y “La muerte de Dios”; las novelas “Zona de clivaje” y “El fin de la historia”; y los ensayos “Las hermanas de Shakespeare”, “Diálogos sobre la vida y la muerte” y “Siluetas de papel”. También participó en las antologías “Represión y reconstrucción de una cultura. El caso argentino” y “La trastienda de la escritura”. Muchos de sus cuentos fueron traducidos al alemán, francés, hebreo, inglés, neerlandés, ruso, serbio y turco.


Fue coordinadora de talleres literarios en los que se formaron muchos escritores argentinos reconocidos en la actualidad. Su última actividad pública fue el 20 de enero pasado cuando, ante cientos de escritores, poetas, artistas y una numerosa cantidad de personas que asistieron en señal de apoyo, dio una clase abierta en la Plaza del Congreso contra la arremetida hacia el arte y la cultura emprendida por el gobierno “libertario” neo-liberal de ultraderecha que, desde el comienzo de su gestión, acometió contra cuestiones básicas de cualquier sociedad como la educación y la salud pública, la alimentación, la vivienda, el trabajo y las obras públicas. Lo que sigue son extractos compaginados de las entrevistas que le hicieron Fernando Manzini y Tomás Méndez para el nº 8 de la revista “Gambito de Papel” de diciembre de 2017, Verónica Abdala para el diario “Infobae” del 9 de febrero de 2023, e Inés Hayes para el suplemento “Las12” del diario “Página/12” del 2 de febrero de 2024.
 
¿Cómo nace un escritor?
 
Primero está la lectura, y después, a veces, esa necesidad de expresarse por escrito.
 
¿En tu caso cómo se manifestó la vocación?
 
Yo de chica pensaba mucho, mucho; era muy inquieta: me recuerdo pensando cosas demasiado complejas, que no sabía expresar. Era muy arrebatada, entonces sentía que las ideas se agolpaban en mi cabeza. Ahí es cuando empiezo a imaginar historias, dando vueltas en el patio, y a corregirlas mentalmente, yo creo que allí nació la escritora. Más tarde, reconozco la necesidad de escribir en cuarto año: tenía una profesora con la que tuve diferencias y ante la que sostuve una argumentación leyendo algo que había escrito: discutí con ella escribiendo. Me di cuenta también en ese momento de que me expresaba mejor por escrito que oralmente. Eso, con los años, se convirtió en una necesidad existencial.
 
Casi todos los escritores de las revistas literarias en las cuales participaste llegaron a ser voces notables dentro de la literatura nacional y lograron publicar sus obras en las editoriales más prestigiosas. ¿Cómo te explicas este hecho? ¿Pensás que el trabajo interno en estas revistas tuvo algo que ver con ese logro?
 
En principio, no creo que sea azar el hecho de que varios que empezamos escribiendo en esas revistas después siguiéramos escribiendo y existamos todavía en la literatura. Creo que eso de algún modo ya estaba planteado desde el primer número de la primera revista, en el editorial. Decíamos que la literatura para nosotros no era un medio de vida sino un modo de la vida. Nos posicionábamos como revista de izquierda, pero al mismo tiempo decíamos que la literatura ya era un modo de cambiar el mundo. Vale decir que aquellos que elegimos la revista ya coincidíamos en algo esencial, que es ese doble compromiso: el compromiso con la realidad y el compromiso con la escritura. De todos modos, fueron muchos los escritores que empezaron publicando con nosotros pero no todos siguieron escribiendo.
 
Recién hablaste del compromiso intelectual de los escritores de tu generación. Da la sensación de que ese compromiso, en la actualidad, está un poco debilitado…
 
Yo creo que el peso de los intelectuales en la época actual es absolutamente menor que el que tenían en los años ‘60, cuando el compromiso intelectual no sólo con la realidad nacional sino también con la internacional era un mandato. Siempre hay excepciones, obviamente, pero como característica generacional, eso no existe. En los ‘60 y a principios de los ‘70 el compromiso ideológico era realmente muy fuerte. La revolución cubana había sucedido hacía muy poco y eso pesó sobre nosotros. Después se fueron dando múltiples movimientos revolucionarios en América Latina y en el Tercer Mundo en general, y eso hizo que nos sintiéramos en un mundo en transformación ante el cual necesitábamos imperativamente tomar partido. Este mundo actual en el que estamos viviendo por supuesto merece y necesita ser pensado, pero todavía ese pensamiento es muy caótico.
 
Esa falta de compromiso actual: ¿tendrá que ver quizá con el hecho de que las ideas, las opciones y los enemigos están menos claros que antes?
 
Hay varias cosas. Por un lado, hay un sólo bloque que es el capitalismo, que está más desembozado que nunca. Estamos ante un poder cada vez más concentrado y reaccionario. Supongo que, con el tiempo, se irán generando anticuerpos. Estamos ante una situación particularmente crítica, difícil de entender y de aceptar.
 
¿Dirías que los intelectuales tenían en los ‘60 un peso del que, quizás, hoy carecen?
 
Totalmente, teníamos un compromiso social muy marcado y nos sentíamos responsables de nuestras ideas. También, de dar testimonio de lo que pasaba. Durante la dictadura, con Abelardo y Sylvia Iparraguirre fundamos la revista “El Ornitorrinco”, pero mucho antes ya teníamos una existencia, y los jóvenes autores teníamos peso. Existíamos, en relación también a ese compromiso que asumimos: con la política, con la literatura, con la vida.
 
¿Eso cambió?
 
Hoy el contexto es muy distinto, los intelectuales actualmente no tienen peso. No tienen el poder que tenían hace medio siglo, eso es un hecho. Hoy el poder tampoco lo tienen los políticos, sino los poderes económicos. Por todo eso hoy las ideas no tienen peso en la sociedad, todo eso cambió muchísimo.
 
¿Y el lugar de la literatura cambió? ¿Qué lugar, dirías, le cabe en nuestro tiempo?
 
No sé qué lugar ocupa, pero sí que ocupa un lugar: sigue habiendo escritores excelentes. La creación, la necesidad de escribir una obra, nunca se extingue. Y la lectura también se mantiene vigente, aunque leer y escribir siempre fueron prácticas de una minoría. La literatura actúa de una manera laberíntica: no es explosiva, pero existe, perdura. La literatura no hace la revolución, pero le cambia la cabeza a un lector, y de esa manera puede cambiar mucho.
 
Uno de los temas que recorren frecuentemente tus libros es el tratamiento del concepto de familia como entidad aplastante de los individuos que la integran. ¿Considerás esto como una preocupación importante dentro de tu literatura?
 
Me interesa la familia como mundo. Eso que en apariencia es considerado muy normal, pero que en su interioridad muestra fisuras y a veces se desliza hacia la locura, hacia el horror o hacia el desorden total. Me interesa el mundo familiar porque, aunque pequeño, me permite mostrar grietas, contradicciones, que están en la base del orden burgués.
 
Alguna vez dijiste que la literatura crea sentidos allí donde no los hay.
 
Por supuesto, nos permite tomar conciencia de ciertas zonas del individuo que no aparecen en la superficie: la literatura nos permite profundizar en capas subterráneas del ser humano, de la condición humana. Y encontrar sentidos allí donde quizás no los haya: ese sentido lo construye el autor, y esa veta es absolutamente personal. Yo digo que el que lee nunca está solo. La literatura sigue siendo poderosa y necesaria. Necesitamos de las historias: eso es algo que nos constituye, y se hace evidente desde la infancia. Pero no pretendo dar ninguna receta, en realidad no la tengo tampoco para mí.
 
¿Cuál es tu perspectiva de la situación actual desde tu lugar como autora, escritora, artista, trabajadora de la cultura?
 
En tanto autora de ficciones, es difícil que, mientras disponga de las condiciones básicas para vivir, una situación exterior modifique de manera significativa mi actividad. Incluso durante la dictadura militar, dentro del pequeño ámbito de libertad que era mi pieza, pude escribir; cuando lo conseguía, ese acto privado y libre me rescataba de la pesadilla en que estábamos viviendo. Ahora también sucede. Contra la angustia, escribo. Pero un cuento o una novela es un trabajo a largo plazo. Lo que nos está pasando como sociedad ocurre ahora y aquí. Es el momento en que nuestra herramienta, las palabras, tiene que actuar de manera inmediata. Hacerse oír ahora. Es una posibilidad que tenemos los escritores, que tienen los artistas en general. Tenemos voz, y esa voz tiene que encontrar la forma de ser escuchada, de volverse acción.
 
¿Qué sentiste el día de la charla, qué respuestas tuviste?
 
El día de la charla en la Plaza del Congreso experimenté una emoción muy especial. En primer lugar, estaba en la calle y para mí la calle implica la voz de los que no tienen voz, de los que no cuentan con otro medio para hacer oír sus reclamos. Me supe unida a todos los que me rodeaban; me hicieron sentir que mis palabras podían acompañar y tal vez ayudar. Había gente querida: muchos de mis amados tallerines, amigos de toda la vida, colegas que hacía tiempo no veía; me abracé con la gran Liliana Herrero, cuya voz única suele hacerme compañía mientras trabajo; nos saludamos a la distancia con Cristina Paravano, esa grande del teatro comunitario. Pero, sobre todo, había mucha gente a la que no conocía pero a la que sentí muy cerca. Ese cariño multitudinario me acompañó y me sigue acompañando.
 
Ese día dijiste que si uno escribe, las palabras tienen que ser mejores que el silencio, ¿podrías explicarlo?
 
Me refería en particular a lo que una destina a ser publicado. Yo me puedo levantar un día y escribir: hoy me duele la cabeza. Está bien, es mi libertad. Pero esa frase a secas ¿tiene algún sentido para otros? La literatura es un modo de la comunicación; compleja, no explícita, pero comunicación al fin. ¿Por qué tuve el deseo de contar determinada situación?  Tal vez porque algo en ella me pareció absurdo, o injusto, o temible, o porque la sentí atravesada por una casi imperceptible ráfaga de belleza o de monstruosidad. Bueno, eso que, muchas veces de manera difusa, una quiere comunicar no siempre se percibe de entrada en lo que escribimos. Hay que buscarlo hasta que ese resplandor o ese espanto o esa comicidad o esa tensión, eso que le da sentido a nuestra historia, aparezca en lo escrito. ¿Contar por contar? ¿Anotar “hoy me duele la cabeza” y chantárselo a los otros? Me parece una actitud un poco egocéntrica o vanidosa. Mejor tomarse una aspirina.
 
Otra cuestión clave que señalaste es que los y las escritoras son trabajadorxs también, pertenecen a la clase trabajadora, ¿por qué lo señalaste con énfasis ese día?
 
Me importa aclarar esto: no dije que los escritores, en tanto creadores, pertenecemos a la clase trabajadora; no creo que sea así y enseguida voy a explicar por qué. Lo que dije es que casi todos los artistas y escritores que conozco -y me incluyo-, hemos tenido que ganarnos la vida trabajando; en lo que fuera, como cualquier hijo de vecino. Arreglarnos para tener un ingreso que nos permitiera vivir de manera más o menos aceptable y estar en condiciones, mientras tanto, de dedicarnos a nuestro oficio esencial sin morir de desamparo o inanición. Puse énfasis en eso del trabajo porque poco antes había escuchado a una funcionaria de este gobierno mandarnos a los artistas a agarrar la pala. No sé desde qué tarea suya de excavación lo estaría proponiendo pero, ya que parece ignorar (no solo en este campo) el tema del que está hablando, me permito informarle que hay una larguísima lista de oficios que, en todos los tiempos, han desempeñado los artistas de todas las disciplinas para poder sobrevivir. Y acá sí quiero aclarar por qué no considero que un artista, en tanto creador, pertenezca a la clase trabajadora, tal como la entiendo. Es un trabajo, sí, y en muchos casos, aquel en el que ponemos nuestra mayor dedicación. Pero para sobrevivir tenemos que trabajar en otra cosa. Puede ocurrir, claro, que a la larga o a veces a la corta, un premio importante o una buena repercusión internacional le permita a un artista vivir de su trabajo creador, pero es infrecuente y no hay garantías. Voy a poner un solo ejemplo: el de Héctor Alterio, uno de los mayores, si no el mayor, entre los actores argentinos. Durante los muchos años en que trabajó en el teatro independiente ya era un actor extraordinario que nos maravillaba desde el escenario, pero todo el día andaba con su portafolios ganándose la vida fuera del teatro. Así suele ser la cosa entre los artistas. Sin contar con que, para barrer el piso, seguimos valiéndonos del escobillón y de la pala.
 
También contaste que en esa misma plaza luchaste en los ‘50 por la educación pública, ¿qué sentís de tener que seguir defendiendo lo mismo por tanto tiempo?
 
Fue en el ‘58, sí. Yo tenía quince años y estaba en 4º año de la escuela normal. Salíamos a la calle en defensa de la ley 1420, de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. Me recuerdo una mañana en la Plaza Congreso, con guardapolvo blanco, explicándole a un grupo de personas por qué hacíamos huelga. (Y aclaro que, si no fuera por la escuela pública, donde recibí una educación excepcional, no estaría contestando esta entrevista. Mis padres no estaban en condiciones de pagar para que mi hermana y yo recibiéramos una educación de excelencia). Lo que siento con esta vuelta a la Plaza es algo complejo; por un lado, una angustia inevitable cuando pienso que derechos que creíamos indiscutibles corren el riesgo de ser arrasados con una falta de escrúpulos difícil de creer. Por otro lado, siento que, contra unos pocos poderosos a quienes solo les interesa acumular más y más a costa de la miseria de la mayoría y de la degradación del planeta, seguimos en pie, poniendo el cuerpo y nuestras herramientas por lo que consideramos justo. Y entonces depongo toda angustia.
 
¿Cómo creés que aporta el arte y la literatura a la lucha por una vida mejor?
 
No me engaño; en nuestro país, donde ya se viene deteriorando desde hace tiempo la educación pública y donde sobrevivir se hace cada día más difícil, es lógico que, para una mayoría, el cine, el teatro, la literatura, el arte en general, se estén volviendo casi inaccesibles. Lo que fervientemente aspiro para todo argentino y toda argentina es que, además de una salud protegida, de una vivienda, una educación y una alimentación dignos, tenga la posibilidad de descubrir la lectura, de encontrarse con la música, de ir al teatro y al cine y conmoverse con lo que está viendo y leyendo y escuchando. Porque entonces el mundo se le va a poder abrir más allá de los límites que conoce y va a estar en condiciones de elegir libremente su destino, de no ser engañado por discursos falaces y perversos. Va a ser realmente libre. Ya que los libros, el arte y la ciencia nos ayudan a ser libres. A todos. Por algo, en las propuestas del actual gobierno, hay un empeño tan evidente en borrarlos de la realidad.