12 de agosto de 2007

La leyenda de Tarzán, el hombre mono

La noche del 19 de marzo de 1950, moría en Estados Unidos, Edgar Rice Burroughs, dejando una importante cantidad de dólares, dos hijos, varios caballos, un rancho en Cali­fornia del Sur, una docena de trajes oscuros y un mito en marcha: Tarzán de los monos, el rey de la selva, ese prócer de libros, películas -mudas y sonoras-, historietas, diarios, álbumes, fotonovelas, radio y televisión. Cada uno de esos medios al­bergó a un Tarzán distinto, pero ello sirvió, no obstante, para extender el mito y entronizar al héroe.
Resulta imposible decidir si el auténtico Tarzán es aquel de las novelas (que en la Argentina editaba Editorial Tor); el de los primeros filmes, que mostraban una selva pin­tada al óleo o Lex Barker en technicolor; el de las histo­rietas, encerrado en cuadraditos que no lo contenían; el que tenía la voz de César Llanos y que hace más de cincuenta años dialogaba por las tardes con Juana (Mabel Lando) y Tarzanito (Oscar Rovito), mientras los chicos escuchaban la radio y tomaban "Toddy".
Este Superman de la jungla sintetizó en sí mismo todas las cualidades del héroe moderno. Hércules y Flash Gordon no fueron más valientes que Tar­zán. En rigor, Burroughs creó a este personaje dejándose llevar -él lo decía- por las ensoñaciones que provoca una ciudad enorme: ser libres, hermosos, fuertes y promover la justicia. ¿Dónde? En una verde selva, por ejemplo.
Edgar Rice Burroughs nació el 1° de septiembre de 1875 en Chicago, a escasos metros de la destilería de petróleo con la que su padre ganaba dinero. Concurrió a escuelas privadas y ya de grande, ingresó al Séptimo Regimiento de Caballería de los Estados Unidos. Burroughs padre decidió que no era esa una profesión segura y convenció a su hijo para que abandonase el cuartel. El joven Edgar inició entonces una recorrida por las profesiones más diversas: fue tropero, buscador de oro, policía de rutas y publicista. Un día comenzó a escribir, imaginando historias, creando personajes, pensando que podría venderlos. Su intención era la de recrear el mito de Rómulo y Remo, los niños criados por una loba.


El primer escrito sobre Tarzán fue publicado en octubre de 1912 en una revista llamada "All story". Burroughs cobró 700 dólares con su venta y debió esperar dos años hasta que al­guien aceptara editar la novela. En la actualidad, las his­torias de Tarzán han sido traducidas a cincuenta y seis idiomas (braille y esperanto incluidos), las veintidós novelas que lo tienen como protago­nista vendieron alrededor de 50 millones de ejemplares, el cine mostró más de cuarenta veces sus viajes entre lianas, se publicaron decenas de miles de historietas y hasta se filmaron series para la televisión y películas de dibujos animados.
La historia inventada por Burroughs empezaba con un noble matrimonio de apellido Greystoke embarcándose en Inglaterra rumbo al África, el barco naufragaba y ellos iban a dar con sus huesos a una costa arbolada. Estaban en el África y no tardaron en descubrirlo. La señora Greystoke temía que los su­cesivos percances que sufría perjudicasen su embarazo y tanto se afligió que no tardó en ocurrirle algo tremendo: un gorila, al atacarla, le provocó un parto prematuro y ella muere. Otros monos irrumpen, matan al padre y se llevan al bebé que, a partir de entonces, será criado por los simios. Una mona -muy afectuosa- adopta a la criatura y demora quince años en destetarla hasta que, al fin, le permite vagar y recorrer la jungla.
Tarzán ha recibido una educación extraña, matizada con rugidos; sin embargo, él será un hombre de bien. Cuan­do instala su reinado en la sel­va, consigue la adhesión de la fauna en pleno y convierte a los monos en policías que lo vi­gilan todo y le ayudan a mantener su régimen. Allí, los malvados no son las fieras sino la mayoría de los indios; ellos sí que conocen la crueldad y se obstinan en practicarla. Burroughs se em­peñará en mostrarnos cómo los nativos de la jungla maltratan a Jane -una exploradora que conoció al hombre mono y resolvió convivir con él- cuando Tarzán la deja sola.


El autor no hace otra cosa que respetar un código ins­taurado en el inconsciente literario colectivo de Occiden­te. Condimenta la anécdota con una generosa dosis de incon­venientes, trabas y peligros que, ya se sabe, sólo los "malos" son capaces de proporcionar. De vez en cuan­do hace aparecer exploradores -legítimos representantes de la civilización- y los muestra como seres pérfidos, avarien­tos y pletóricos de bajas ins­tintos quienes toquetean a Jane, le pegan a la mona Chita y pretenden, los incautos, engañar a Tarzán.
Aparentemente Burroughs no pretendió criticar a nadie -y si lo logra se lo debemos a la interpretación minuciosa de algún analista-, sólo pidió que lo dejaran soñar. Y allí, pre­cisamente, en el desenfreno onírico con que armó casi todas las historias de Tarzán, radica la fascinación de ese personaje. Antes de eso, en sus primeros libros, el escritor acababa de crear un escenario y un actor acomodados a sus ansias de evasión y necesitó incorpo­rarles ciertas características comunes a todos los hombres. Así fue como apareció Jane, la esposa, y luego Boy, un niño que ellos salvan de entre los restos de un avión. Claro, no es hijo de la pareja, porque ¿no hubiese sido ir demasiado lejos, en 1915, sugerir las fér­tiles cópulas de un héroe?
Burroughs se permitía re­crear con Tarzán algunas cos­tumbres de Occidente (en­cima de un árbol construye un hogar confortable) pero no todas. Ese detalle, acerca de la vida sexual de Tarzán, fue tan reprimido, que terminó por estallar en algunos párrafos memorables: "un instante después, la silueta de una mujer oscurecía la entrada de la cabaña. Tarzán retrocedió -en silencio- hacia la pared del fondo y su mano buscó el largo cuchillo de caza. La mujer avanzó rápidamente hacia el centro de la cabaña: allí se detuvo pareciendo buscar algo. El objeto que deseaba no es­taba en el lugar acostumbrado pues se puso a examinar el muro cada vez más cerca de donde Tarzán estaba. Ella se acercó tanto que él sintió el calor de su cuerpo desnudo: el cuchillo de caza se levantó... pero la mujer se había apar­tado y un ¡ah! gutural anunció que sus investigaciones habían tenido éxito".


Más tarde, Burroughs com­prendió que una esposa y un hijo entorpecían las funciones del personaje y los fue rele­gando a un plano secundario para olvidarlos luego. Así fue como empezó la mejor época de Tarzán y sucedieron sus más increíbles aventuras. A partir de entonces el autor centró su creación en situa­ciones inusitadas, lo inundó todo con una imaginación copiosa y un grado de delirio pocas veces visto en la literatura fantástica. Los títulos de algunas novelas alcanzan para confirmarlo: "Tarzán y las joyas de Opar" (1918), "Tarzán y el león de oro" (1923), "Tarzán y el imperio perdido" (1929), "Tarzán y la ciudad prohibida" (1938), entre otros. La obra de Burroughs tuvo un destino triple: las novelas (donde se mezclan todos los géneros y tiempos), las historietas (donde el personaje se vuelve más triunfante que nunca) y el cine (que lo convierte en un naturista que practica camping con su mujer y su hijo).
Los mejores dibujantes de Tarzán fueron Haroldo (Hal) Foster y Burne Hogarth. Ambos centraron sus trabajos en la acción pura y se diferenciaron por lo majestuoso el primero y por el movimiento constante de las criaturas el segundo.
El cine, quizás, fue quien más hizo por la promoción del héroe de la selva y quien más lo acercó al ridículo. Luego de los ocho Tarzanes del cine mudo y de la estupenda pareja que for­maron más tarde Johnny Weismuller y Maureen O'Sullivan, todo lo demás hecho en el cine con la azarosa vida de este per­sonaje fue sinceramente lamentable. Los guionistas llegaron a ser tan malos que provocaron la ira del mismísimo Edgar Rice Burroughs. Este se vengó de ellos escribiendo una novela satírica: "Tarzán y el hombre león", en la que contaba las andanzas de un equipo de cineastas que recorren el África para filmar la historia de un joven salvaje blanco que habían criado los leones. El primer actor se preocupa por tener las axilas depiladas, el taparrabos en orden y se queja porque los insectos lo pican. Es incapaz de andar descalzo y hay que izarlo con sogas cada vez que una escena le exige aparecer encima de un árbol. La primera actriz, por su par­te, es mucho peor que su partenaire: ella no cesa de sentir miedo y le reprocha al pro­ductor que la haya llevado a un lugar como ése. Un día aparecen indios y animales feroces y nadie tiene fuerzas para defenderse. Muchos mueren y el resto es salvado por el au­téntico Tarzán que se descuel­ga de una liana y les enseña el camino del regreso.


Para agradecerle, los so­brevivientes lo invitan a Hollywood y Tarzán rehúsa pero, un año después, vestido con traje y sombrero, viaja de in­cógnito para presenciar el es­treno del filme. Un productor lo ve y le propone interpretar a Tarzán: "No es usted ciertamente el Tarzán ideal, pero puede desenvolverse", le dice. De pronto aparece un grácil bailarín que arma un escán­dalo porque a él le habían ofrecido antes el papel protagónico. Tarzán, siempre de incógnito, se ve relegado entre los extras y comienza la fil­mación. En la achaparrada selva de los estudios, un león amaestrado se pone nervioso y asusta a la primera actriz, Tarzán no puede con su genio y mata al animal, le pone un pie encima y lanza el grito de triunfo. Entonces lo despiden y vuelve al África; ya conoce Hollywood y está decepcio­nado.
En la brillante sátira de Burroughs hay varios puntos de contacto con la realidad. Uno de ellos se burla del hábito de reproducir junglas en los estudios de cine (la Metro fabricó una selva compuesta de aloes, ricinas, orquídeas gigantes, guayabas, bambúes y melones).
Pero fue esa la única vez que Burroughs pudo salir a defen­der su creación. La muerte del autor coincidió con una co­rriente internacional ansiosa por cuestionar los mitos y per­sonajes de historietas. Tarzán estuvo incluido en la lista y se lo vinculó con la homosexualidad, la zoofilia, la impotencia, la misoginia, el imperialismo y la CIA.
Las acusaciones, absurdas, se atenuaron cuando de algún modo se comprobó que era imposible quitarle al Pato Donald o a Tarzán el lugar que ya tienen asignado por la historia. Burroughs, recién entonces, pudo descansar en paz.