5 de septiembre de 2007

Julio Verne: socialismo utópico y pesimismo

Alrededor de 1880, aunque señalar una fecha es siempre arbitrario, comenzó en el mundo una nueva era: la era imperialista. El sistema capitalista de producción había alcanzado un grado tal de desarrollo mediante la fusión del capital industrial y el capital financiero que dió origen a una nueva etapa signada por un capitalismo más ambicioso que no se conformaba con operar en los límites de sus propias fronteras, sino que necesitaba expandirse al mundo entero, a todos aquellos pueblos y países donde no existiese un capitalismo propio capaz de hacerle frente.
Surgió entonces, el problema de la competencia entre las diversas potencias industrializadas. Todas codiciaban lo mismo y buscaron fórmulas para repartirse el mundo, como sucedió por ejemplo en el Congreso de Berlín de 1885, en el que se procedió al reparto del continente africano. Las rivalidades se tornaron inevitables y las potencias se prepararon para posibles guerras. Todos los recursos del progreso fueron puestos al servicio de tal posibilidad dando comienzo a la fabricación masiva de armamentos, por lo que surgieron enormes complejos bélico industriales que influirían nefastamente en la política. Aunque la guerra se evitó du­rante decenios y Julio Verne murió sin haberla conocido, cuando llegó, en 1914, sería la más horrorosa que hasta entonces había padecido la humanidad.
En el ámbito socio-económico la nueva era también aparecía sombría: el sistema predominante, cada vez más concen­trado y dependiente de las finanzas, comenzó a padecer severas crisis económicas. El espejismo de la riqueza siem­pre creciente fue roto por las crisis cíclicas en que la miseria volvía, golpeando, naturalmente, a las clases menos fa­vorecidas, cuya reacción cada vez más organizada se convirtió en un serio peligro para los gobiernos centrales. La respuesta fue el surgimiento de regímenes cada vez más represi­vos y más autoritarios. El espíritu democrático consus­tancial a la burguesía fue diluyéndose poco a poco.
Julio Verne había propuesto en 1862 al editor Pierre Hetzel llevar al hombre del siglo XIX de paseo por el planeta. Pero el planeta había comenzado a pervertirse y el escritor que tenía como objetivo de su existencia reflejar la realidad de su tiempo a través de múltiples no­velas de sesgo optimista, decide cambiar radicalmente el sentido de su vida y de­dicarse a mostrarle a sus lectores un mundo distinto, un mundo lleno de con­tradicciones y horrores, el mundo de la era imperialista.
En 1879, apareció la novela que puede considerarse como la primera de la nueva etapa de Verne: "Los qui­nientos millones de la Begum". Su génesis es muy cu­riosa, puesto que no se trató de una historia original de Julio Verne, sino de un arreglo que el escritor tuvo que hacer por mandato de su editor. Este había comprado un manuscrito a Pascal Grousset, exiliado político co­munista y futuro parlamentario del Partido Socialista; Hetzel lo hizo en parte como favor -él también había conocido el exilio por sus ideas progresistas-, y en parte porque sabía dónde había un posible éxito editorial. Respecto a esta posibilidad, Hetzel pensó que el ar­gumento era interesante, pero estaba mal escrito y peor desarrollado. Por eso se lo envió a Verne con el encargo de que lo conviertiera en una auténtica novela.
Es interesante señalar que el libro que marcó el giro en la obra de Verne había sido concebido por otra persona, precisamente por alguien comprometido políticamente con la izquierda y la revolución. En todo caso, aunque haya sido Grousset quien marcó el nuevo camino a Verne, éste supo recorrerlo de forma tan genial como lo había hecho hasta entonces.
La historia de "Los quinientos millones de la Begum" es la de una herencia fabulosa que va a parar a dos científicos, uno francés y otro alemán, de personalidades totalmente distintas. El primero, pone su riqueza al ser­vicio del progreso humano construyendo una ciudad ideal, Franceville, donde la influencia de las utopías de Fourier y Saint-Simon es evidente, una ciudad donde todo es armonía, higiene, bienestar social, trabajo li­bremente asumido y prosperidad para todos. El segundo, por el contrario, levanta una ciudad-fábrica, Stahlstadt (Ciudad del Acero), dedicada a la perversidad, es decir, a la fabricación de terribles armas para alimentar las guerras en todo el mundo. Y la más terrible de todas esas armas debe servir para destruir de un solo golpe a Franceville.
Toda la idea de progreso científico y avance social que había desarrollado Verne en las novelas de su etapa optimista encontraron su negación en esta Ciudad del Acero. La ciencia, hasta entonces un talismán ma­ravilloso para procurar la felicidad del hombre, se con­virtió de pronto en algo amenazante, que podía em­plearse para fines malignos. Así, a los protagonistas científicos, auténticos hé­roes de la mitología progresista, le suceden ahora los científicos antihéroes, perversos, locos, instrumentos ciegos del poder económico, como irán apareciendo más adelante. Y los frutos de la ciencia, esas maravillosas antici­paciones de Julio Verne (el viaje espacial, el submarino, etc.) se convirtieron en anticipaciones igualmente cer­teras, pero temibles. El enorme obús que, disparado desde la Ciudad del Acero, puede destruir totalmente Franceville, no es más que un anuncio de los misiles intercontinentales que hoy apuntan indistintamente a Oriente y Occidente.