14 de octubre de 2007

De dietas y termómetros

El "Régimen sanitatis" o "Flos sanitatis" es un poema rítmico en ver­sos leoninos (verso latino usado en la Edad Media) atribuido al alquimista, astrólogo y físico español Arnau de Vilanova(1235-1313), compuesto para la Escuela Medica Salernitana. Esta célebre institución fundada en el siglo IX y situada en la ciudad de Salerno, en la región de Campania, Italia, fue la primera escuela médica medieval y la mayor fuente de conocimiento médico de Europa en su tiempo.
El poema ex­pone las principales reglas de higiene según los conocimientos de aquel tiempo, y según la tradición, fue dedicado a la memoria de Roberto I (1004-1035), duque de Normandía, alrededor del año 1100. Entre sus principales consejos se encuentran los si­guientes:
"Si tibi deficiant medid tibi fiant. Haec tria: mens laeta, requies, moderala diaeta" (Si te faltan los médicos, harán sus veces estas tres cosas: ánimo alegre, reposo y moderada dieta); "Si fore vis sanus, ablue saepe manus" (Si quieres vivir sano, lávate frecuentemente las manos); "Sex horis dormire sat est juvenique senique, Septem vix pigro, nulli concedimos ocio" (Dormir seis horas es suficiente tanto para un joven como para un viejo, concedemos hasta siete al perezoso; pero a ninguno ocho) y "Ut sis nocte levis, sit tibi coena brevis" (Si no quieres estar pesado por la noche, cena brevemente).
Oscar Wilde decía, en cambio: "Para tener buena salud lo haría todo menos tres cosas: hacer gimnasia, levantarme temprano y ser persona respetable". Si no más convincente, por lo menos el con­sejo del célebre dramaturgo irlandés es bastante más simpático que los de la escuela Salernitana.
El noble veneciano Luigi Cornaro (1467-1566), a la edad de cuarenta años, se encontró con que había comprometido su salud por culpa de los excesos de toda clase a los que se había entregado favorecido por su gran fortuna. Condenado sin remisión por los médicos, consiguió escapar a su sentencia gracias a una reforma radical en su régimen de vida. Tuvo la valentía de reducir su alimentación diaria a doce onzas de alimentos sólidos y a catorce onzas de vino (el complicado sistema de pesos que usaba consistía de: el escrúpulo, que equivalía al peso de 20 granos de trigo medianos; el óbolo, a medio escrúpulo; el cálculo, a una cuarta parte del óbolo; la dracma, tres escrúpulos o sesenta granos; el exagio, era igual a dracma y media o noventa granos; la onza, igual a nueve dracmas y seis exagios o quinientos cuarenta granos; la li­bra era igual a ciento ocho dracmas o doce onzas, o sea seis mil cuatrocientos ochenta granos).
Se abstuvo además, con cuidado, de todo lo que podía agitarle, turbar su sueño o su digestión e hizo construirse una balanza muy exacta y con ella comprobaba regularmente lo que un alimento le hacía ganar y otro le hacía perder. Vivió así, esclavo de lo que comía o transpiraba, hasta los casi cien años.
Similar sacrificio realizó, en aras de la ciencia, el médico fisiólogo italiano Sanctorio Sanctorius (1561-1636), un profesor de Medicina de Padua que durante treinta años estuvo experimentando sobre las pérdidas del cuerpo; del te­cho de su comedor tenía suspendida una plataforma en la que apoyaba su silla mientras comía al mismo tiempo que se pesaba, y allí permanecía después -hora tras hora- para observar cómo perdía peso debido a la transpiración.
Este Sanctorio era un hombre de fértiles recursos y amplia imagi­nación: él fue el primer médico que usó el termómetro para medir la temperatura del organismo en 1612. Su termómetro, que era muy dife­rente del conocido hoy en día, se componía de un tubo de cristal retorcido que terminaba en forma de huevo en su extremo superior y cuyo extremo inferior abierto, se metía en un receptáculo lleno de agua.
El paciente se intro­ducía el huevo en la boca y el aire en el interior del tubo, al calen­tarse se dilataba y escapaba por el agua. Cuando ya no salía más aire, se sacaba el huevo de la boca, se dejaba enfriar el tubo, el aire al enfriarse se contraía y entraba agua dentro del tubo; la altura a que llegaba el agua era la medida del aire escapado del tubo y, por consiguiente, de la temperatura concentrada en el huevo, o sea la del paciente que lo había tenido en la boca.
De este modo, Sanctorius mejoró el antiguo termómetro ideado por Galileo Galilei (1564-1642) unos años antes. En 1724, Daniel Gabriel Fahrenheit (1686-1736) inventó el primer termómetro a base de mercurio, aunque algunos historiadores adjudican este avance al físico italiano Evangelista Torricelli (1608-1647) y en 1742, el físico sueco Anders Celsius (1701-1744) propuso la escala centígrada de temperaturas que iba de 0 a 100 grados. El punto correspondiente a la temperatura 100º coincidía con el punto de ebullición del agua mientras que la temperatura a 0º equivalía a la temperatura de congelación del agua a nivel del mar.