24 de marzo de 2008

Constantino (I). Luchas, envidias, ambiciones, asesinatos y traiciones

Para el año 290, Roma está agonizando. En ella ya no reside el emperador, ni casi tampoco el Imperio. Diocleciano, el poseedor del título, no era romano sino hijo de un liberto dálmata y su verdadero nombre era Diocletes. No sentía el peso de las tradiciones y su pri­mera decisión fue trasladar la capital del Imperio a Nicomedia, en el Asia Menor. La justificación de este acto se basó en que los enemigos de Roma eran muchos y fuertes, y era menester estar cerca de ellos para controlar mejor sus actividades. También había enemigos en la Germania, más cerca de la Urbe, pero los de Oriente eran más importantes y, por otra parte, de allí venían los suministros de todas clases para la ciudad.
Diocleciano comprendió este pro­blema y, al encargarse del Imperio en Oriente, con el título de Augusto, nombró un colaborador con el mismo título y dignidad para gobernar Occidente: Maximiano, quien también desdeñó a la vieja Roma y fijó su residencia en Mediolanum, la actual Milán.Cada uno de estos Augustos nombró, a su vez, a un colabora­dor, que llevaba el título de César. Diocleciano eligió a Galerio, que fijó su residencia en Sirmiun, -Metrovica, en la actual Yugoslavia- y Maximiano nombró a Constancio Cloro, que eligió como residen­cia Tréveris en la Germania.
Este último conoció en una posada de Naisso -la actual Nis en Yugoslavia- a una sirvienta cristiana llamada Elena que le dio un hijo al que llamó Constantino. El nacimiento sucedió el 27 de febrero de un año que aún discuten los historiadores: 271,275, 280 y 288. La mayoría, no obstante, se inclina por el año 280 como el más probable. El 1º de mayo del año 305 Diocleciano y Maximiano, según ha­bían convenido, abdicaron simultáneamente de sus cargos, títulos y dignidades retirándose a la vida privada. Galerio fue nombrado Augusto de Oriente y Constancio Cloro Augusto de Occidente. A éste se le unió como César un general casi desconocido llamado Flavio Valerio Severo. Este nombramiento causó por lo pronto dos descontentos: el del hijo de Maximiano, Majencio y el del propio Cons­tantino, hijo de Constancio Cloro, que ya en el año 295 había viajado con el propio emperador a Palestina y luchado contra los sármatas a orillas del Danubio. Un año después, en 306, cuando Constancio Cloro murió en la Bretaña, las legiones proclamaron Augusto a Constantino al propio tiempo que, en Roma, estallaba una sublevación contra Galerio. Los revoltosos nombra­ron emperador en lugar de éste a Majencio, hijo de Maximiano, que se unió a su hijo, abandonando su retiro, volviéndose a proclamar emperador. Más todavía, Galerio había nombrado Cé­sar a un general llamado Maximino Daia quien también quiso ser de la partida.
En mayo de 311 murieron Galerio y el viejo Maximiano. Quedaron pues, por un lado Majencio y Maxi­mino Daia y por otro Constantino con su nuevo Augusto, Licinio. El 28 de octubre de 312, no lejos de Roma, muy cerca del Puente Milvio sobre el Tíber, Constantino derrotó a las tropas de Majencio en una batalla memorable. Majencio pereció ahogado en el río y Constantino entró triunfante en Roma. Al año siguiente, cerca de Andrianópolis, Maximino Daia fue vencido por Licinio.
Los dos emperadores victoriosos se reunieron en Milán y en el año 317 se pusieron de acuerdo para nombrar cesa­res a los dos hijos de Constantino: Crispo y Constantino el Joven, y al hijo de Licinio, Licinio el Joven. Parecía que la decisión era ló­gica pero, en realidad, asestaba un duro golpe al sistema electivo de los cesares al ser sustituido por el sistema hereditario y, ade­más, con una herencia a distribuir entre tres personas pertenecientes a dos familias diferentes.La lucha no se hizo esperar. En 324 esta­llaron las hostilidades. Licinio fue derrotado en Andrianópolis, donde once años antes había vencido a Maximino Daia, luego también en Chrysópolis y por fin se rindió a Constantino que le había prometido respetar su vida, a pesar de lo cual lo hizo ejecutar así como a su hijo Licinio el Joven.El que iba a ser llamado Constantino el Grande quedó de esta manera solo en el trono y dueño único del Imperio Romano.Hay tres hechos que hacen que Constantino haya pasado a la Historia en forma decisiva: su conversión al cristianismo, el edicto de Milán por el que se dio al cristianismo li­bertad y se transformó en religión oficial, y el traslado de la capi­tal del Imperio Romano a Constantinopla, la ciudad por él creada. La leyenda cuenta que Constan­tino, la noche anterior a la batalla del Puente Milvio, soñó que un ángel le mostraba una bandera con una cruz y la inscripción “In hoc signo vinces” (Con esta señal vencerás). Al despertar, hizo inscribir la cruz y la frase en los estandartes de su ejército, venció a Majencio y se convirtió al cristianismo. En Milán proclamó al cristia­nismo como religión del Imperio y abrió así la Paz Constantiniana, en la que la religión ocupó un puesto preponderante. Más tarde, durante la Edad Media se canonizó a Constantino atribuyéndole la realización de milagros, entre otros exabruptos. No hay duda de que antes de Constantino el Imperio romano era un imperio pagano y después de él fue un imperio cristiano. La mayor parte de los datos mane­jados por los historiadores proceden de las obras del historiador Eusebio de Cesárea (275-339), aunque las investi­gaciones históricas de los últimos cien años han proyectado una luz nueva y especial sobre el problema. Está claro que en aquella época el Imperio romano es­taba sufriendo una crisis religiosa enorme. Los viejos dioses ya no interesaban. El patriciado y los intelectuales no tenían empacho de hacer gala de un profundo escepticismo y la mitología grecorro­mana no servía más que para la masa ignorante.Desde el mismo inicio del Imperio habían ido instalándose en la propia Roma cultos nuevos, misteriosos, procedentes de las más re­motas y dispares regiones conquistadas. Los misterios asiáticos tenían la primacía. Mejor elaborados, con más años de experien­cia, captaron cada día más adeptos y prosélitos. Los cultos órficos, los de Isis, de Baal, de Mithra aumentaron en importancia y cada vez más se imponía el monoteísmo. Estaba terminando una era en la que se sucedían las antiguas e interminables listas de dioses, diosas y semidioses, de cielos, celos, infiernos, adulterios, asesinatos, metamorfosis, incestos y transformaciones. Los nue­vos cultos, incluso el cristiano, transformaron a su gusto las anti­guas ceremonias y liturgias, a veces conviviendo y a veces susti­tuyéndolas. Así, hacia el año 400, el religioso ortodoxo Juan Crisóstomo (347-404) escribió: "Se ha decidido fijar el aniversario del día desconocido del nacimiento de Cristo en la misma fecha en que se celebra el de Mithra o el Sol Invicto, a fin de que los cristianos puedan celebrar en paz santos ritos mientras los paganos se ocupan en los espectáculos circenses". Constan­tino empezó por ser pagano y adepto al culto solar de Mitra, lo que se desprende de la numismática: sus monedas llevaban las efigies de Constantino y el Dios Solar. Ahora bien, si Constantino, en vez de ser un auténtico creyente de Mithra, era simplemente un adepto, más o menos entusiasta, es probable que le resultar fácil pasar de un monoteísmo a otro que presentaba, además, mayores ventajas para la organización del Imperio. Cuando Constantino comprendió cuál podría ser la importancia política del cristianismo, con su concepción jerárquica y su dios único y trascendente, sólo un escaso diez por ciento de la población del Imperio era cristiana.No era, pues, una masa mayoritaria que impusiese su pensamiento al emperador, sino todo lo contrario. Pero este diez por ciento de la población se hallaba concen­trado en los núcleos urbanos que, en ese momento tenía una importancia singular, y no era ya, como en los comienzos, la población esclava la que se convertía al cristianismo; eran los patricios, los soldados, los intelectuales, es decir, la elite de la población. Constantino fue un sagaz político que comprendió rápidamente las ventajas de identificar su poder con el cristianismo en la mente de los creyentes. Recientes estudios fundados, sobre todo, en monedas y meda­llas de la época, parecen indicar que Constantino se inclinó hacia el cristianismo a partir del año 320, es decir, ocho años después de la batalla del Puente Milvio y siete del llamado edicto de Milán. El historiador francés Paul Emile Lemerle (1903-1989) dice en "Le premier humanisme byzantin" (Bizancio, el primer humanismo, 1971): "Véase, pues, con qué prudencia se debe hablar de la conversión de Constantino. Se deben evitar dos posiciones extremas. No se ha de olvidar que Constantino llegó lentamente a la fe cristiana y parece ser que más por una serie de consideraciones o circunstancias políticas que por una iluminación interior; que, durante mucho tiempo, el cristianismo le pudo parecer superior a otras religiones del mo­mento pero no especialmente diferente a ellas; que, por otra parte, continuó siendo el máximo pontífice durante todo su reinado, y que, si bien quiso depurar al paganismo de sus taras y supersti­ciones más groseras, no intentó, en cambio, destruirlo. Por otra parte sería vano negar que Constantino se preocupó siempre por el problema cristiano, que, desde el inicio, mostró una gran tole­rancia para con los cristianos y luego les otorgó su favor y que es seguro que se convirtió al cristianismo ya que fue bautizado. Es verdad, aplazó el bautismo hasta la hora de su muerte: pero ello no era tal vez un signo de indiferencia, pues era corriente en aque­lla época ya que se pensaba que así se borraban más eficazmente los pecados cometidos. Lo que parece más singular es que Cons­tantino recibiese el bautismo de manos de un obispo arriano".Según los historiadores tradicionales la prueba de la conversión de Constantino viene dada por la publicación en 313 del edicto de Milán, por el que se daba libertad a los cristianos para ejercer su culto y se erigía al cristianismo como religión del Estado. En efecto, hubo ese año en Milán unas entrevistas entre Constan­tino, vencedor el año anterior de Majencio, y Licinio, victorioso, a su vez, de Maximino Daia, pero no se sabe mucho más. En realidad fue Galerio, en el año 311, quien publicó el primer edicto a favor de los cristianos en el que, entre otras cosas, se de­cía: "Que los cristianos existan de nuevo. Que celebren sus reu­niones a condición de que no perturben el orden. A cambio de esta concesión deben rogar a su Dios por nuestra prosperidad y por la del Estado así como por la suya propia". Lo que sí se conoce es el texto de un edicto fe­chado en junio de 313, copiado por el escritor latino Eusebio de Cesarea (275-339) en su "Historia Ecclesiae" (Historia eclesiástica), en el que, sin colocar al cristianismo en plano superior a ninguna otra creencia, declara que "a partir de este día aquel que quiera seguir la fe cristiana la siga libre y since­ramente sin ser inquietado ni molestado en manera alguna. He­mos querido que Tu Excelencia conozca esto de la manera más exacta para que no ignores que hemos concedido completa y ab­soluta libertad a los cristianos para practicar su culto. Y ya que la hemos concedido a los cristianos debe Tu Excelencia comprender que se concede también a los adeptos de las otras religiones el de­recho pleno y entero de seguir sus usos y su fe y ser libres para paz y tranquilidad de nuestro tiempo. Y así lo hemos decidido porque no queremos humillar la dignidad ni la fe de nadie". El propio edicto mandaba devolver a los cristianos las iglesias y otros in­muebles que se les habían confiscado. Así pues, no existe la pretendida erección del cristianismo en religión de Estado por Constantino. Sólo la tolerancia o libertad de cultos, no sólo para el cristiano sino para cualquier otro.