2 de mayo de 2008

Los vaivenes del jabón

Cuando una persona quiere lavarse la cara, posiblemente lo haga con agua fría a la que tal vez le agregue jabón. Este método de limpieza es bastante precario y, además, el agua sola no sirve demasiado. La grasa de la piel de la cara contiene moléculas que están dispuestas a enlazarse con el agua. Sin embargo, ésta tarda mucho tiempo en entrar en los pe­queños pliegues de la piel donde con toda probabilidad se ha depositado la suciedad. Y aunque llegue allí, el porcentaje de suciedad que se disuelve en el agua será muy escaso. Lo único que sucede es que la suciedad pasa de un lugar a otro de la cara, redistribuyén­dose en vez de desaparecer. Las bacterias también se resisten a ser disueltas, y el agua se limita a sacudirlas.
El jabón, por su parte, es más eficaz debido a sus micelas, un con­junto de moléculas en forma de pequeños discos que se des­prenden en cantidades enormes del jabón, surgiendo trillones de moléculas cada vez que uno se frota. Al principio nadan por el agua que hay en las manos de quien se lava, girando sin obje­tivo, pero cuando esa agua se eleva hasta la cara, se ponen a trabajar. Al aterrizar sobre una parte de la cara en la que hay algo de su­ciedad, la envuelven sólidamente y cuando el agua vuelve a caer en el lavatorio, las micelas con su carga de mugre la acompañan. Con el uso del jabón hay más limpieza, y después de su utilización, la cara -que estaba recubierta de células y escamas cutá­neas, secreciones aceitosas de los poros, pus, etc.-queda mucho más limpia que antes. Es una estrategia eficaz, y también funciona en el caso de las axilas, las orejas, los dedos de los pies y muchas otras partes del cuerpo humano.
Para fabricar jabón se necesita una sustancia viscosa (como por ejemplo grasas hervidas), que se com­binen con alguna sustancia que convierta lo viscoso en las eficaces micelas. Las grasas hervidas son fáciles de conseguir, pero para el resto no fue tan sen­cillo conseguirlo.
Tablas de arcilla de la Mesopotamia de unos 5.000 años de antiguedad, tenían anotadas una receta para la fabricación del jabón a base de una mezcla de potasa y aceite.
Según una leyenda romana, el jabón surgió espontáneamente al unirse, arrastrados por la lluvia, los restos de las grasas procedentes del sacrificio de animales del monte Sapo (del que derivaría el nombre original), con las cenizas de las maderas de los fuegos ceremoniales, con un resultado y propiedades que supieron luego aprovechar.
Durante muchos siglos los antiguos egipcios utilizaron para ello los yacimientos de sodio existentes en el de­sierto occidental. El carbonato sódico allí obtenido (llamado natrón) podía combinarse con diversas grasas para fabricar jabón, pero, no obstante, era un jabón muy limitado, ya que la mezcla de natrón y gra­sa produce unas micelas débiles y delicadas, que se desvanecen des­pués de eliminar un volumen muy reducido de suciedad. Sin embar­go, era el mejor jabón que se podía fabricar por aquel entonces y además se lo podía utilizar para embalsamar, tal como se hizo con varios faraones, entre ellos el propio Tutankhamón (1345-1326 a.C.).
Es probable que en el desierto hubiese suficiente natrón para man­tener limpios durante largo tiempo a todos los europeos que utiliza­ban el jabón egipcio, pero en la época de la dinastía de los Ptolomeos -entre 305 y 30 a.C.- los gobernan­tes decretaron un elevado impuesto a las exportaciones de natrón, convirtiéndolo en artículo de lujo. Las cortes de los bárbaros de Europa se entusiasmaron con este jabón extranjero, y lo utilizaban una o dos veces al año, y a veces hasta una vez al mes. El 99,99 % de la población, que no podía per­mitirse el lujo de utilizar el natrón importado, tenía que conformarse con los ineficaces salpicones de agua fría, o también con un tipo de jabón nacional que se fabricaba con cenizas.
Las cenizas se solían quemar y reunir en grandes ollas, y por eso aquel jabón fue llamado jabón de potasa (en inglés, pot: olla, ash: ceniza; en alemán, pottasche, de igual origen). Su eficacia era mu­cho peor que la del jabón de natrón, ya que sus micelas se rompían apenas entraban en contacto con la suciedad. Sin embargo, como nadie se bañaba demasiado, no constituía un excesivo problema el hecho de que los ingredientes del jabón fuesen tan difíciles de conse­guir.
En el siglo VII, precisamente en la ciudad italiana de Savona (a la cual debe su nombre según otras versiones) donde se empezó a elaborar un jabón a base de aceite de oliva, que también se hacía en España y era conocido como jabón de Castilla. La industria jabonera floreció en las ciudades costeras del Mediterráneo, favorecidas por la abundante presencia del aceite de oliva y el sodio natural, procedente de las cenizas de las algas marinas. Alrededor del siglo XIII, cuando la industria del jabón llegó a Francia desde Italia, la mayoría de los jabones se producían a partir de sebo de cabra con ceniza de haya. Tras distintos experimentos, los franceses desarrollaron un método para la fabricación del jabón utilizando aceite de oliva en lugar de grasas animales. En el siglo XV apareció el jabón de Marsella que era preparado con una mezcla de grasas vegetales y huesos. En Inglaterra, mientras tanto, la industria creció rápidamente y en 1622 el rey Jacobo I (1566-1625), que otorgó títulos de nobleza, tierras, pensiones y joyas a sus favoritos con tal generosidad que agotó el tesoro real, le concedió ciertos privilegios a su fabricación.
De vez en cuando se producía una inundación en el mercado del jabón (ha quedado constancia de la utilización durante el si­glo XVII de 1.500 camellos para transportar natrón de un yacimiento recién descubierto cerca del río Hermus, hasta las fábricas de jabón de Esmirna, en la actual Turquía), pero normalmente los suministros de materia prima eran escasos.
A finales del siglo XVIII se experimentaron grandes cambios con respecto a la escasez de ingredientes del jabón. En esa época se des­cubrió que el sodio que intervenía tanto en el natrón como en la po­tasa era útil para la fabricación de vidrio, para la preparación de teji­dos y, sobre todo, para crear explosivos de alta potencia. Esta carencia potencial de suministros militares era algo grave, y todos los países trataron de buscar desesperadamente una alternativa a este material en la fabricación del jabón. Los investigadores se dieron cuenta de que al quemar algas se obtenía una mezcla especialmente rica en sodio y, por consiguiente, empezaron las disputas con motivo de la posesión o el dominio de las islas donde las algas eran especial­mente abundantes, y en cierta medida éste fue el motivo por el cual Gran Bretaña creyó oportuno a principios de la década de 1770 amenazar a España con la guerra a causa de las islas Malvinas, que muchos consideraban en aquella época como unas simples rocas en el océa­no. Sin embargo, para las mentes preocupadas por la estrategia co­mercial se convirtieron en algo de importancia clave, debido a sus abundantes reservas de algas ricas en sodio.
En 1775 el gobierno francés prometió una auténtica fortuna como premio (2.400 francos) a la primera persona que encontrase la forma de fabri­car sodio en una fábrica, para terminar con la destrucción de bos­ques y lechos de algas que la marina inglesa protegía con tanta efi­cacia.
Apenas se ofreció el premio, el joven cirujano Nicolás Leblanc (1742-1806), residente en provincias, comenzó a investigar el problema de la fabricación de sodio. Repasó los antiguos estudios de los alquimis­tas, visitó fábricas de jabón y encargó grandes cantidades de natrón egipcio. Hizo todo lo posible para asegurarse el premio, y cuando sus experimentos para crear sodio en un laboratorio no dieron el menor resultado durante el primer año de trabajo, no se desanimó sino que continuó esforzándose durante varios años hasta conseguirlo. Después de doce años de labor, en 1787, Leblanc creó un proceso que permitía producir carbonato sódico artificial a escala industrial; ansioso de proteger su trabajo, solicitó la ayuda de un protector real -su Alteza Serenísima Luis Felipe José de Borbón (1747-1793) duque de Orleans, a quien había servido como médico- para garantizar que las intrigas cortesanas no le im­pidiesen recibir su justa recompensa.
Leblanc construyó un modelo de trabajo para demostrar el funcionamiento de su proceso ante fun­cionarios de la Real Academia de Ciencias, que pudieron compro­bar que el método funcionaba. Entonces, precisamente cuando Le­blanc estaba a punto de recibir el premio, en el verano de 1789 se inició la Revolución Francesa. Todo indicaba que aquello sólo impli­caría un breve retraso. Pero, tras la muerte del rey de Francia Luis XVI (1754-1793) en la guillotina, y más adelante la del duque de Orleans, el protector elegi­do por el propio Leblanc, la suerte del nuevo inventor dio un giro decididamente adverso.
Al comienzo de la Revolución, Leblanc se había planteado confiar en las buenas intenciones del nuevo gobier­no francés e iniciar una fábrica para hacer carbonato sódico. Única­mente para protegerse a sí mismo, Leblanc solicitó un nuevo do­cumento que había instaurado el gobierno revolucionario, algo denominado "patente", con el objeto de salvaguardar sus intereses y, a continuación, empezó la construcción de una fábrica de carbonato sódico a gran escala, a orillas del Sena en las afueras de París (donde actualmente se sitúa la Universidad de Nanterre).
La formulación química elaborada por Leblanc (cloruro de sodio, ácido sulfurico, carbón y piedra caliza) resultaba perfecta, y la fábrica funcionaba sin el menor inconveniente produciendo de 200 a 300 kilos diarios. Sin embargo, cuando el duque fue ajusticia­do el gobierno la expropió sin dar a cambio la más mínima compen­sación, e inmediatamente, por algún motivo, la fábrica cerró.
Al año siguiente -1794- hubo tanta escasez de sodio que el Co­mité de Salud Pública revolucionario ordenó que se quemase toda la vegetación inútil que había en Francia para conseguir más potasa. Leblanc se había arruinado, y no podía pedir ayuda a nadie. Incluso un espía inglés que viajó a París para obtener información acerca del nuevo proceso de fabricación del sodio, entregó el soborno correspondiente a un competidor de Leblanc, el magistrado y químico Louis Guyton de Morveau (1737-1816), que empleaba un proceso distinto y de menor calidad, por lo que Leblanc también salió perjudicado. En el año 1800 le fue devuelta la fábrica, pero para en­tonces -según un documento de aquella época- las hierbas silves­tres habían invadido la fábrica, y Leblanc no pudo reunir el dinero para sacarla a flote.
Con posterioridad, el proceso de fabricación industrial del sodio que Leblanc había descubierto se convirtió en la base de la industria química pesada europea que surgió a lo largo del siglo XIX. Este proceso de fabricación de jabón, unido a una mejora de la higiene, ayudó a poner fin a las epidemias de tifus, tuberculosis y otras enfer­medades infecciosas que habían causado innumerables muertes du­rante muchos siglos. Leblanc, por su parte, destrozado y sin la me­nor esperanza, se suicidó. Su decisión se produjo en 1806, apenas nueve años antes de la batalla de Waterloo y de la restauración de la monarquía que, con aprobación de la Academia de Ciencias, estaba muy dispuesta a conceder el premio convenido al noble benefactor que había inven­tado el proceso de fabricación de sodio en Francia. Medio siglo después, a título póstumo, el Segundo Imperio reconoció oficialmente su condición de inventor y le concedió a sus descendientes una renta.
Mientras tanto, los ingleses fueron los más beneficiados por el proceso ya que, lanzados en 1823 a una gran aventura industrial, en 1885 eran capaces de producir más de 150.000 toneladas anuales de sodio por el método Leblanc; un método que finalmente fue sustituido por el inventado por el belga Ernest Solvay (1838-1922) más rentable económicamente.