28 de julio de 2008

Antonio Tabucchi: "Nuestro mundo interior es otro mundo"

Arnould de Liedekerke (1950), es un curioso periodista y escritor de temperamento. A pesar de haber sido durante veinte años uno de los pilares del "Figaro Magazine", también colaboró en revistas literarias de tendencias ideológicas antagónicas como "Lire" y "Le Magazine Littéraire". Precisamente para esta última, entrevistó en 1997 al talentoso escritor italiano Antonio Tabucchi (1943), autor de "Il gioco del rovescio" (El juego del revés, 1981), "Notturno indiano" (Nocturno hindú, 1984), "Requiem: un'allucinazione" (Requiem, 1992), "Sostiene Pereira" (1994), "La testa perduta di Damasceno Monteiro" (La cabeza perdida de Damasceno Monteiro, 1997), "La gastrite di Platone" (La gastritis de Platón, 1998) y "L'oca al passo" (Paso de ganso, 2006). El escritor, un viajero solitario, profesor universitario y poeta de lo cotidiano, acababa de publicar "La cabeza perdida de Damasceno Monteiro", un policial que mostró otra faceta de su talento, y sobre ese acontecimiento giró la charla con el periodista francés que fue publicada en castellano en la revista "Magazín literario" de Buenos Aires (nº 2, agosto de 1997).Explicó usted que un li­bro "es antes que nada una tapa..."

La que elegí para la edición italiana mues­tra un dibujo prepa­ratorio -e inédito- de Picasso para Guernica. La foto de la edi­ción francesa nos ha­ce entrar de lleno en cierto universo portugués. Se la debo a Gérard Castello Lopes, un amigo de hace años. Fotografió los años sesenta en Lisboa, un Portugal que ya no existe. Esta imagen, muy bella, muy plástica, que muestra chicos de la calle jugando al fútbol, es a la vez inquietante: no parece ser un juego. Ese chico que tiende los brazos al cielo podría estar perfec­tamente muriendo por un balazo.

Su novela está construida a partir de una muerte violenta, o al menos de su constatación: en los barrios de Oporto, Mano­lo el Gitano descubre el cuerpo decapitado de un tal Damasceno Monteiro. Como en su novela precedente, "Sostiene Pereira", usted habla de un hecho policial. Y, de la misma manera, estos dos libros dan indicaciones precisas sobre los personajes y los hechos, reales, que inspiraron su relato, en forma de notas liminares. ¿Quién era Carlos Rosa, el modelo de Damasceno Monteiro?

Ignoro aún quién era exactamente Carlos Rosa. Tenía veinticinco años, era un pequeño bandido, un ladrón de estéreos. Fue detenido por ese tipo de delitos. Aunque se descubrió todo sobre su asesinato, sí se sabe que después de una noche de detención en una comisaría de los su­burbios de Lisboa, en Sacavem, su cuerpo fue encontrado decapitado en una plaza, con marcas de crueldad. Fue en mayo de 1996. Estaba entonces en Lisboa. La prensa de Portugal hizo explotar el escándalo llamando la atención de Amnesty Internacional. Me acuerdo de esta emisión de televisión: "Licencia para matar". El responsable y sus cómplices están actualmente en prisión, a la espera del juicio. De hecho, este caso reveló abusos policiales hasta entonces encubiertos. Los diarios españoles e italianos ha­blaron mucho sobre el tema. Para mí fue una descarga eléctrica, el punto de partida de una reflexión sobre la vio­lencia contemporánea y la tortura.

En el momento de la aparición de "Sostiene Pereira", en 1994, Italia estaba en plena cam­paña electoral. "Sostiene Pereira" fue bienvenida por la prensa de izquierda, desde "La República" hasta "L'Unitá", como un mensaje, adoptado como un signo de alianza renovada por los opositores a Silvio Berlusconi. Usted dijo: "Pienso que la lectura política de mi novela es la respon­sable de su éxito". ¿Podemos ver en usted, si no a un militante, al menos a un escritor comprometido?

Sería una definición demasiado limita­da. Me sentiría como esos insectos pincha­dos en una caja. La pertenencia a un parti­do o el compromiso no serán jamás para mí un instrumento suficiente para medir la realidad. La vida es vasta. Y la literatura y el arte, también. Y, sin duda, su función más noble es la de captar todos sus aspectos. El hombre es un universo. Todos los telescopios del mundo no lograrán captar todas las estrellas, los planetas, los satélites. Uno de mis plane­tas se llama, digamos, las flores de mi jardín. Otro, la frustra­ción de Madame Bovary. Otro más, la tontería de Bouvard y Pécuchet. O la inepcia de la policía. O la belleza del cielo flo­rentino. Todo eso para decir que no privilegio el compromiso, ni ninguna faceta de la vida, ni ninguna de mi vida de escritor. Si se pudiera clasificar a los escritores por familias, siempre me imaginé flaubertiano. Amo infinitamente a Flaubert. Y con esta novela me descubro post-stendhaliano: un caso poli­cial, ese caso tan apreciado por Stendhal, me llevó a escribir una novela.

El cuarto descubrimiento explica que se trata de una novela "con apariencia de thriller". Es conocido su gusto incondicional por Chandler, Hammet, Simenon. ¿Qué proporción de policial quiso po­nerle a "La cabeza perdida..."?

Soy todo lo contrario a un escritor "proyectual". Desde hace tiempo, me di cuenta de que la obra literaria es una criatura ca­bal y posee vida propia. Sería aventurado pretender dominar perfectamente su historia. De modo que "con apariencia de thriller" va perfectamente bien. De todos modos, es cierto que soy un apasionado de esa literatura "policial" (insisto en las comillas). Usted citó a Simenon: si le digo que lo considero uno de los grandes escritores del siglo, no hago más que unirme a una opi­nión que Gide ya expresó, y muchos otros antes de mí. Pero to­memos a Dürrenmatt: ¡lo adoro! O a Sciascia, en Italia. O a Pa­tricia Highsmith. Es la élite de la literatura policial. Pero a veces, incluso la más popular revela mecanismos perfectos. Dejando de lado la consideración del estilo, la principal cualidad del po­licial es la de ser una novela "activa", que implica la complici­dad del lector: a toda costa hay que descubrir algo. Es un es­fuerzo, así como una sinergia. La literatura policial investiga la realidad. Plantea cuestionamientos, tanto sobre el mundo tangi­ble como sobre la cara oculta del ser humano. Interroga. No es la menor de sus cualidades.

Ya que estamos hablando de investigación, uno se sus personajes, el joven Firmino, es periodista para una página sensacionalista. El doctor Pereira también era periodista. ¿Existe un parentesco entre ambos?

Se emparientan por su profesión, pero el nivel cultural de Pereira es infinitamente superior. Se alimenta de literatura francesa: de Balzac, de Daudet y de esos es­critores católicos de los años treinta, Maritain, Bernanos, Mauriac. Firmino es alguien anclado en la praxis. Se pega a la realidad más miserable: los hospitales, las cárceles, la morgue. Siento una gran admiración por Firmino. Este tipo de periodista que toca cotidianamente lo más sórdido nos enseña más de la vida que una página de "La crítica de la razón pura".

Otro personaje fuerte de la novela -desde todo punto de vista: en lo físico es una especie de Orson Welles- es Don Juan Fernando, amante de la buena carne, de los cigarros, bibliófilo y abogado. ¿Quién es realmente?

Como un novelista puede decir de sus personajes, es al­guien que me gustaría conocer en la vida real. En un mundo chato, homogeneizado, se atreve a afirmar ciertas realidades, in­cluidas las de la tortura, los abusos policiales. A veces eso vira hacia la metafísica. Pero siempre con una cuota de autoironia. Es el opuesto a un dogmático. Es un abogado de provincia, pe­ro que cita a Hölderin. ¿Un esteta? Sí, pero no estetizante. Es­pía la vida desde su ventana. Es ante todo un marginal.

Damasceno Monteiro: ese nombre está tomado de una calle de Lisboa...

Una calle de la Graca, ese barrio popular, muy vivo, arriba del castillo Sao Gorge. Mi mujer y yo vivimos ahí. Era muy modesto, pero dos ventanas nos ofrecían una vista magnífica de la ciudad y del Tajo. Conservo una profunda nostalgia por ese departamentito. No habíamos colgado nada de las paredes: las ventanas servían de cuadros.

Contrariamente a la realidad de los hechos y a sus costum­bres, Oporto es el marco de la novela y no Lisboa . ¿Por qué?

Es una elección intencional. Una novela también es una puesta en escena. Además, en una historia como ésta, de ca­rácter policial, el decorado no es "decorativo" sino que se con­vierte en algo al menos tan importante como los personajes. Cuando empecé mi novela, en Lisboa, pensé: una historia tan sombría, con una violencia tal, no podría tener como marco una ciudad tan sonriente. Ya sabe: las palmeras, el sol, todo eso... Entonces, me dije, tomemos Oporto, ciudad austera, con sus edificios de piedra gris, su calor sofocante y brumoso. Estu­ve allí quince días. Sentí una extraña fascinación. La elección que había tomado de una manera, digamos... cínica, se convir­tió en una evidencia.

Para usted, una novela también es una puesta en escena. En en­trevistas anteriores usted subrayó la importancia en su vida y en su vocación de escritor de películas como "La dolce vita" o "Blow up", que le provocaron el deseo definitivo de escribir. Algunos de sus libros fueron adaptados a la pantalla, entre los que figuran "Sostiene Pereira", con Marcello Mastroianni y "Nocturno hindú", de Alain Corneau, que, según usted, supo cumplir con el desafío de partir de la historia de otro para convertirla en su historia.

La película de Alain Corneau, que para mí es una excep­ción, me gustó mucho. El error de la mayoría de los directores de cine cuando adaptan una obra literaria es querer completar a todo precio los vacíos de la narración, procedimiento del que desconfío. Mis historias están llenas de agujeros. Si quisiera colmarlos, estaría en problemas; dejo esta tarea al lector. La ma­yoría de las veces, cuando uno las ve colma­das en la pantalla no quieren decir nada. El gran mérito de Corneau es que tuvo el cora­je, el talento, de hacer una película que es una no-historia: no tapó los agujeros.

La obra de Fernando Pessoa lo incitó a es­cribir al menos tanto como la película de Antonioni. Usted vivió durante mucho tiempo en Portugal y su "Réquiem" fue escrito en portu­gués. Cioran decía: "El que niega su lengua pa­ra adoptar otra cambia de identidad, incluso de decepciones". ¿Qué piensa usted de esto?

A decir verdad, escribí "Réquiem" sin plantearme preguntas, sin saber exactamente por qué. Soy incapaz de dar una razón de eso. Era un conjunto de mil cosas: la lengua, el alma, los sentimientos, el sonido de la voz, es decir, "lo vivido". Apenas ayer di una conferencia, que sin duda algún día publicaré, y que por primera vez era un esbozo de respuesta. Fue la oportunidad pa­ra dar algunas indicaciones, a los demás y a mí mismo. No fal­tan antecedentes: Beckett es el ejemplo más claro. Escribió en francés, en la "otra" lengua. Luego se tradujo él mismo al inglés, su lengua materna. Yo no me atreví o no tuve ganas de hacer el recorrido inverso, ese camino de regreso. Todavía no me explico la experiencia de "Réquiem". Sin duda va a ser única. ¿Pero uno puede jurar algo? Agregaría al resto, exponiéndome a parecer si­bilino: uno puede olvidar en una lengua y recordar en otra.

Si el médico de Pereira le prescribe dejar de "frecuentar el pasado", su otro problema verda­dero es su apetito, su obesidad, su régimen de omelettes y de limonadas. En "La cabeza per­dida...", Don Fernando está planteado como un glotón, como un gourmet. Firmino, por su lado, siente náuseas con solo pensar en un plato de mondongo, esa especialidad de Oporto que tam­bién es una especie de motivo conductor de la novela. ¿Existiría un dietética de Tabucchi? ¿Es usted del tipo asceta o glotón?

Personalmente, no tengo una inclinación especial por el mondongo. Si usted sigue un poco más adelante por la calle donde vivo, Borgo Pinti, el barrio se hace muy popular. Todavía se encuentran algunos vendedores ambulantes de sandwiches de mondongo. Es muy sabroso, es una tra­dición florentina. ¿Si soy glotón? Sí y no... Si le atribuí a Fer­nando el gusto del buen comer, tal vez sea porque es un hom­bre que vivió penas de amor. Es un frustrado sentimentalmente hablando. Tal vez sea una compensación. Pero, ¿no nace el de­seo de escribir a partir de una insatisfacción? A propósito de es­to, recuerdo una frase de Pessoa, que cuando le preguntaron qué era para él la literatura dijo: "Es la demostración de que la vida no es suficiente".

En muchos aspectos, e incluso en el físico, silueta, bigotes, anteo­jos, usted se parece al autor del "Libro del desasosiego". Como usted cuenta en "Los tres últimos días de Fernando Pessoa", lo último que hizo antes de morir fue pedir sus anteojos. Usted ¿partiría al cielo con sus anteojos?

Lo ignoro. Pessoa estaba muy inclinado hacia el ocultismo, la teosofía. Era más o menos rosacruz. La fe en otro mundo lo acompañó durante toda su vida. Para mí no es tan evidente. Mis anteojos corrigen mi miopía, me ayudan a mirar el mundo, a mi­rar a los demás. Es un juego de espejos: uno mira la realidad, que luego lo penetra y le pertenece. Uno mira en uno mismo. Nues­tro mundo interior ya es el otro mundo. ¿Soy agnóstico, ateo? Su­pongamos que soy agnóstico... No llego a hacerme a la idea de que el hombre es solamente un conjunto de partículas. Hay algo más. Un aire. Un plus, como se dice. Pero prefiero buscarlo den­tro del ser humano más que en la bóveda celeste.