12 de agosto de 2008

Conversaciones (IV). Adolfo Bioy Casares - Mempo Giardinelli. Sobre la literatura fantástica

Adolfo Bioy Casares (1914-1999) el renombrado autor de "La invención de Morel", "El sueño de los héroes" y "La trama celeste" entre muchos otros, es un verdadero clásico de la literatura argentina contemporánea. En enero de 1989 recibió en su casa de Buenos Aires al escritor y periodista chaqueño Mempo Giardinelli (1947), quien por entonces dirigía y editaba la revista "Puro cuento", en cuyo nº 15 (marzo/abril 1989) se publicó la charla.


M.G.: Le confieso que me parece que usted es la clase de entrevis­tado a quien hay que dejar explayarse sobre lo que tiene ganas... Prefiero, si me permite, tomar su concepto sobre que considera al cuento un género tan argentino, y tan vivo.

A.B.C.: Ah, sí, es que yo vi al cuento un poco desacreditado en el resto del mundo. He vivido mucho tiempo sin­tiendo el desafecto por el cuento que había en el mundo. Por ejem­plo, lo vi en mi editor francés, Robert Lafont. El fue muy amistoso conmi­go y me atendía a veces como a un gran escritor, aunque otras veces me maltrataba mucho. El publicó en el año 53 "La invención de Morel", por indicación de Elena Garro, que fue la primera mujer de Octavio Paz. Yo los conocí en Francia en el 49, y en el 51, y bue­no, ella fue la que habló con Lafont, y yo supongo que con una elocuen­cia extraordinaria lo convenció. Pero la novela fue un fracaso. Yo le pedí disculpas a Lafont, y él me dijo "no, no, no se preocupe que los buenos libros se venden poco. Ya va a ver con los años". Luego publicó otra novela mía, "Plan de evasión", a pesar de que yo le advertí que me habían dicho que era muy tediosa. El que me dijo eso fue Nalé Roxlo, quien en una comida de escritores me dijo: "Oiga, Bioy, qué raro que después de una novela tan divertida como 'La invención de Morel' ahora haya escrito este tedio". Yo me di cuenta de que me lo dijo con cierto retintín, como diciendo "a lo mejor 'La invención de Morel' se la dictó Borges y ésta sí es una novela suya". Algo muy de Nalé... Como yo me olvido de cómo son mis libros, y acepto lo que me dice el último interlocutor, le conté todo esto a Lafont. Curiosamente, "Plan de evasión" sí tuvo mucho éxito. Pasó el tiempo y un día Lafont me dijo que necesitaba otra novela mía. Cuando yo le dije que no tenía nin­guna, y que solamente tenía algu­nos cuentos, él me dijo: "qué barba­ridad, y ahora qué vamos a hacer". Yo le di los cuentos y le dije que hiciera lo que quisiera; lamentablemente no tenía otra cosa. Y él los publicó con los títulos de "Cuentos fantásticos" y "Cuentos de amor". Esos títulos los puso él.

M.G.: ¿En qué género se ha sentido más cómodo?

A.B.C.: En los dos: cuento y novela. Yo me siento un narrador. Si escribo muchos cuentos fantásticos no es por predilección por ese género, sino porque se me ocurren ideas fantásticas. A mí me gustan mucho los cuentos no fantásticos. Ahora mismo estoy escribiendo un cuento no fantástico, que se llamará "Ovi­dio". Lástima que lo estoy escribien­do con una lentitud extraordinaria, porque soy un individuo fácilmente disipable.

M.G.: De sus cuentos mi preferido es "En memoria de Paulina", que para mí no es necesariamente un cuento fantástico.

A.B.C.: Ah, no, yo creo que sí lo es. No se olvide que Paulina vuelve, como proyección... ¿A usted no le parece?

M.G.: No, me parece que tiene un aire onírico, sí, pero no es fantás­tico en cuanto a lo sobrenatural, a lo extraordinario. Para mi es perfectamente verosímil; tiene raíz en lo real.

A.B.C.: Entonces eso me habrá salido mejor que en otros. Porque yo siem­pre que escribo cuentos fantásticos, trato siempre de que sea también un cuento de amor, o sobre Buenos Aires.

M.G.: En sus novelas y en sus cuentos se reconoce, claro está, lo fantástico, pero hay una cons­tante referencia a la realidad, que tiene que ver con el amor, la di­versión y sobre todo con su estilo casual. Su estilo, me parece, con­siste en hacer casual y creíble lo extraordinario, precisamente por­que lo conecta con lo real, ¿no?

A.B.C.: Sí, puede ser. Fíjese que he tenido que escribir varias veces el prólogo a la "Antología de la literatura fantástica". El último me lo pi­dió la editorial alemana Surkamp. Y como es mi tercer o cuarto prólogo para la misma antología, para cam­biar un poco leí el articulo en el La­rousse (pero el Larousse grande, del siglo diecinueve, no el diccionario) que fue escrito por el mismo Pierre Larousse. Allí, hay un estudio sobre literatura fantástica en el cual La­rousse dice que entre los escritores fantásticos están "los más delicados realistas". Me gustó muchísimo, eso. En realidad, la literatura ha sido siempre fantástica, ¿no?

M.G.: Claro, si hasta cabe pregun­tarse si puede existir una literatu­ra que no sea fantástica. Toda la literatura lo es.

A.B.C.: Desde luego, y el escritor es como el que tiene un kiosco en la feria y vende cosas rarísimas, ofrece monstruos y artículos increíbles.

M.G.: Usted recordará que Cervan­tes decía que su intención era "poner en la plaza de nuestra república una mesa de trucos".

A.B.C.: Es verdad, y sin embargo como género parece que hubiera apareci­do sólo a principios del siglo dieci­nueve, con Hoffman y con Poe. Hoffman era conocido por sus cuen­tos en Francia, y allí se llamaban "Contes fantastiques". No hay ningu­no de Hoffman que se llame así; fue una decisión de los editores. Como en mi caso. Y en Inglaterra, donde el género fantástico fue mucho más fuerte, fíjese que ahí no se le cono­cía como género fantástico. Se los llamaba "Uncannies stories" o "Ta­les of the supernatural". La palabra "fantástico" aplicada a los cuentos vino de Francia y la recogieron los norteamericanos.

M.G.: ¿O sea que para los ingleses lo fantástico era lo sobrenatural?

A.B.C.: Claro, el concepto inglés para el género es "desasosiego"; "uncanny" es algo que no se sabe muy bien qué es, pero que produce inquie­tud... En mi caso, bueno, quizá el hecho de que yo escriba cuentos fantásticos en estilo bastante realis­ta, parecería que no es una gran innovación, ¿no? Pero algo extraño pasa, y yo sobre eso hago un cuen­to. Aunque también es cierto que hago cuentos en los que no hay nada de sobrenatural.

M.G.: Una de las sensaciones que me producen sus textos es que siempre tienen algo de conspirativo: el fugitivo en "La Invención de Morel", el chico perdido y la im­postura en "La aventura de un fotógrafo en La Plata", el miedo en el "Diario de la guerra del cer­do"... ¿Es así?

A.B.C.: Por supuesto. Yo veo siempre el destino del hombre como algo un poco patético. Por las limitaciones del hombre, y por el misterio del cosmos. Por toda esa vida que uno no ha buscado, que no ha elegido y tiene un final generalmente espanto­so. A veces he pensado que la vida es un entretenimiento liviano con final espantoso. Hay una frase de Gracián que está en "El criticón" y creo que merece que la recordemos aquí: "Oh, vida, no debieras de empezar, pero ya que empezaste no debieras acabar".

M.G.: Esto me hace pensar en lo que resulta más seductor de su obra: la conspiración junto con el humor. Usted habla de lo patético, pero a la vez pareciera que cuan­do escribe se divierte mucho. Musicalmente, diría que sus tex­tos tienen algo de los divertimentos de Mozart.

A.B.C.: El humor en mí nunca es pro­puesto; siempre es involuntario. Casual. Desde que empecé a escribir lo hice sobre el amor y sobre lo fantástico. Jamás me propuse el humor, aunque sí creo que tengo sentido del humor. La primera histo­ria que se me ocurrió en mi vida, fue cuando tenía seis o siete años y quería enamorar a una prima.

M.G.: ¿La escribió?

A.B.C.: Sólo las primeras páginas. Que­ría imitar a una escritora francesa que era muy audaz para la época y a la que mis primas admiraban. En­tonces leí un poco de ella y traté de escribir lo mismo hasta que compro­bé que no podía... La segun­da historia que escribí se llamaba "Una aventura terrorífica", y ya su nombre indica lo que era, ¿no?

M.G.: ¿Qué leía en aquella época? ¿Qué libros lo conmocionaban?

A.B.C.: Bueno, entre mis primeras lectu­ras, de chico, estuvo "Pinocho", de Carlo Collodi. Fíjese que allí entreví el género fantástico, porque es la historia de un carpinte­ro que hace con un tronco un muñe­co, y luego encuentra que ese muñeco tiene vida. Es fantástico, ¿no? Luego empecé a leer todo Sherlock Holmes y las novelas de Conan Doyle. Y "El misterio del cuarto amarillo", de Gastón Leroux. Pero todo eso, sin haber descubierto la literatura.

M.G.: ¿Y cuándo la descubrió?

A.B.C.: En el Colegio Nacional, en se­gundo año, con el libro de Monner Sans. Ese librito me hizo descubrir la literatura. Y me puse a leer como un maniático. Tenía doce o trece años, y empecé a leer y a escribir continuamente.

M.G.: ¿Empezó escribiendo cuen­tos, como casi todos?

A.B.C.: Claro. Y mis primeros cuentos eran sueños. Porque yo he sido toda la vida, y sigo siendo, un soñador. A veces pienso que me gusta tanto la vida que he conseguido vivir de día y de noche. De noche con mis sueños. Incluso ahora me pasa algo curioso: muchas veces tengo sueños en tercera persona. Veo el sueño como una historia. Y otra cosa notable es que yo empecé con pesadillas, con sueños trágicos; y ahora casi nunca tengo pesadillas. Tengo sueños agradables.

M.G.: ¿Lo onírico ha sido el material principal de su literatura?

A.B.C.: No, lo ha sido sólo de mi prime­ra literatura, la que me llevó al fraca­so. Porque es bien sabido que los sueños, si no son tratados, o si uno no es un experimentado soñador, deslumbran al soñador pero aburren al espectador a quien luego le cuen­tan el sueño... Así que mis primeros cuentos salieron mal. Pero no sola­mente los que sacaba de sueños, sino también los que inventaba, y las novelas, todo me iba mal... Nota­ba que mis amigos se entristecían cuando yo publicaba algo. Ellos me estimaban, y por eso pensaban que mis libros estaban por debajo de mi capacidad. Borges pensaba que yo escribía rápidamente y sin corregir, y no era así. Yo escribía esforzada­mente, laboriosamente, pero con una poética equivocada. No sabía lo que había que buscar. Yo había leído muchos gramáticos españoles, y ellos me inducían a escribir con pro­verbios y con riqueza de vocabula­rio, a ser el primero que resucitara tal palabra o tal otra, y con todo eso yo perdía frescura. Además, ya es bastante difícil escribir, y si encima uno se propone triunfos que, digamos, están fuera de la literatura, es bastante difícil llegar al acierto, ¿no? Suelen descaminarse esas aspira­ciones, por la vanidad, y hasta yo diría que la literatura comprometida suele ser peligrosa si no hay verda­dera pasión. La pasión la salva, y el interés de la gente por los temas políticos también puede salvarla, ¿no?

M.G.: Yo diría que aunque pudiera no parecerlo, su propia literatura ha sido comprometida porque ha sido tremendamente apasionada.

A.B.C.: Desde luego, desde luego...

M.G.: La alusión, en su obra, creo que está presente en todo mo­mento, y en ese sentido creo que es superior a la de algunos de sus contemporáneos. Quiero pregun­tarle, por cierto, si ese hijo perdido en "La aventura de un fotógra­fo en La Plata" tiene que ver con la tragedia que vivió el país du­rante la última dictadura. ¿Es un desaparecido?

A.B.C.: Pero naturalmente, claro que sí... Es, de algún modo, simbólico de lo que pasó. Esa realidad que me rodeaba me obligó a escribir esa historia. Que es como una metáfora, a mi manera, de lo que estaba pa­sando.

M.G.: ¿Eligió el fotógrafo, además, porque es un "voyeur"?

A.B.C.: Sí, por eso y porque no puedo estar poniendo siempre escritores... La fotografía es una profe­sión que yo conozco bastante, por­que fotografié mucho, y entonces no improvisaba. Además, creo que los fotógrafos también tienen problemas de creación parecidos a los que te­nemos los escritores.

M.G.: Me da la impresión de que usted es un gran inventor de ar­gumentos, y si mal no recuerdo creo que Borges en el prólogo a "La invención de Morel" habla de ello. Actualmente es moda hablar -entre escritores y en cierto am­biente académico- de la literatura sin argumento. Se supone que ya todo se contó; que no hay nada nuevo que contar y por ende los argumentos están perimidos y lo que hay son artificios de pala­bras. ¿Qué le sugiere esto?

A.B.C.: Ninguna moda me ha gustado, jamás. Pero lo que le puedo decir es que las cosas se repiten. Esta situa­ción es la misma que enfrentábamos con Borges y con Peyrou en mil novecientos treinta y tantos, y en los cuarenta. Nosotros nos sentíamos abanderados del argumento, perso­nas que querían recordarle a los escritores, a los narradores por lo menos, que hay que narrar siempre una historia. Recordarles que el cuento y la novela son géneros eter­nos porque a la humanidad le gusta que le cuenten historias. Están es­perando eso, que le contemos histo­rias. Yo creo pertenecer a la familia de esos muchachos de El Cairo que entraban en los cafés y contaban a los parroquianos, por unas mone­das, las historias que hoy son conocidas como "Las mil y una noches"... Yo creo que Borges, Peyrou, Denevi, yo y mucha otra gente hemos contado historias.

M.G.: ¿Es una discusión que se repite, apasionada, cada tanto tiempo? ¿O es producto de escri­tores acaso cansados que sienten su propio agotamiento, y ante el propio agotamiento decretan el de la literatura?

A.B.C.: Es probable, debe haber algo de eso. Pero por otra parte déjeme decirle que a mí, involuntario inven­tor de argumentos -quiero decir que los invento porque ya es una cos­tumbre de mi mente, también me encantaría un día escribir una histo­ria que fuera lo suficientemente inte­ligente como para interesar al lector sin tener eso que me gusta tanto: el argumento. Lo he intentado pero he fracasado.

M.G.: ¿Lo dice por humildad, o siente que realmente fracasó?

A.B.C.: No, ni por humildad ni por amor propio ni por broma. Lo digo porque fue el hecho: empecé a escribir esa historia sin argumento, y con bas­tante elocuencia, pero poco a poco me fue aburriendo. Y si me aburría a mí, iba a aburrir a los lectores. Y entonces la dejé.

M.G.: Usted mencionaba "Las mil y una noches". Quizá ese libro sea una metáfora de la literatura misma, ¿no? En el sentido de que son el cuento de nunca acabar.

A.B.C.: Claro, es el argumento de nun­ca acabar.

M.G.: ¿Y qué opina de esa costum­bre tan trillada de tomar mitos y recrearlos?

A.B.C.: Bueno, eso pasa mucho. Creo que lo peor que nos puede suceder es que nos pongamos a escribir va­riantes. Si se nos ocurre una varian­te porque se nos ocurre, sí. No hay que reescribir la historia de la litera­tura; hay que escribir ingenuamente las ideas que a uno se le ocurren cuando se le ocurren y si uno cree que esas ideas valen. Si resulta que esa idea ya había sido escrita, y que lo que vamos a hacer es simplemen­te una nueva versión, bueno, que se embromen el género humano, la lite­ratura y todo lo demás. Hay que escribir nuestras invenciones porque creemos en ellas y nada más. A mí me parece que hay, en este momento, en el mundo, una especie de triunfo de los críticos y de los profe­sores de literatura, ¿no?. Y creo que eso de algún modo está haciendo perder vitalidad a la literatura. Es un triunfo desdichado, digo yo, porque veo a muchos escritores que están escribiendo para su lugar en la his­toria de la literatura. Y ése es un error. Creo que no hay más remedio que pensar que basta, como proble­ma, el cuento que tenemos en men­te. Escribámoslo con humildad y con toda la devoción que corresponde.

M.G.: Literatura pensada como tra­bajo hecho con la honestidad del artesano, ¿verdad?

A.B.C.: Yo no creo en otra cosa, Mempo. Tengo que escribir con la hones­tidad de un artesano y no pensando que con esta obra voy a ocupar tal lugar en la historia, o en la conside­ración de los críticos. Se lee dema­siado a los críticos, a los historiado­res de la literatura. Les estamos haciendo el juego y eso me parece muy peligroso.

M.G.: En sus textos, y especialmen­te en sus novelas, se advierte la prosa cuidada, artesanal, pero a la vez hay allí un aire muy casual. Siento que su prosa es tan casual como una conversación, siendo al mismo tiempo muy rica, sofistica­da, elevada y/o exigente de la in­teligencia del lector.

A.B.C.: Ah, bueno, a eso es a lo que yo aspiro. Lo que me propongo siempre es que no se interponga entre el pensamiento y la emoción del lector. Que estén ahí el pensamiento y la emoción que yo he sentido, y que las palabras sean transparentes.

M.G.: Bueno, eso es hablar del esti­lo. Un escritor mexicano que se llama Bernardo Ruiz, no sé si ci­tando a Alfonso Reyes, dice que el estilo es como la manera de caminar de una persona: uno lo ve de atrás y dice: "ése es Fula­no". ¿Quiere hablar de su propio estilo? ¿Se hace, un estilo?

A.B.C.: Yo creo que sí. Tengo que decir que lo he hecho con muchísimo tra­bajo. Porque como le conté, yo empecé escribiendo muy mal. Nota­ba que mi escritura -y no solamente mis historias, sino mi escritura- des­agradaba a los lectores.

M.G.: ¿Tanto así?

A.B.C.: Sí, sí, no le exagero. Ha sido así durante muchos años. Imagínese que yo, este año, creo que cumplo sesenta años de escritor publicado. En el año 29 se publicó mi primer libro, que se llamaba "Prólogo", ya pen­sando en la Gran Obra Literaria... ¡Qué vergüenza!... Por eso me fue mal, tam­bién, porque yo pensaba en algo más allá del tema que escribía, ¿se da cuenta? Yo escribía para la pos­teridad, lo cual es fatal. Me costó muchísimo sobreponerme y no pro­ducir ese desagrado, en los demás y en mí mismo. Yo escribía creyendo que estaba haciéndolo bien, y el producto luego se manifestaba des­agradable y torpe. Cuando se me ocurrió "La invención de Morel" yo estaba en el campo, solo, en el co­rredor de la casa de campo de mi abuelo, y sentí que iba a tener entre manos una historia que realmente valía la pena. Muchas historias me había parecido que valían la pena, pero yo las estropeaba. Había estro­peado muchas historias, y ésta me pareció demasiado buena para es­tropearla.

M.G.: ¿Y entonces qué hizo?

A.B.C.: Un esfuerzo realmente muy grande. Un chica que escribió una tesis sobre mí para la Sorbona, dijo que mis libros anteriores eran muy malos y que yo tenía razón cuando lo admitía, pero que no tenía tanta razón cuando decía que "La inven­ción de Morel" no era bastante bue­no, porque realmente le parecía a ella que yo había hecho un gran esfuerzo para cambiar mi estilo.

M.G.: ¿En qué consistió, exacta­mente?

A.B.C.: Desde luego, creo que "La in­vención de Morel" tiene muchísimos defectos estilísticos. Pero eso es porque en esa novela lo que yo me propuse no fue el acierto, sino evitar el error. Traté de ser muy prudente y no me atreví, por ejemplo, a las fra­ses largas. Sencillamente porque las frases largas dan más ocasión para equivocarse. También traté de ale­jarme de mí, porque sentía que en mis simpatías y en mis diferencias -vale decir en mis sentimientos- esta­ba agazapada la posibilidad de errar. Entonces puse de héroe a un venezolano, porque para los argenti­nos de esa época los venezolanos estaban tan lejos como los chinos. Consulté la Enciclopedia Espasa para tener algún conocimiento de cómo era Venezuela...

M.G.: En la última página de la no­vela hay unos versos que suenan patrióticos. ¿Son del Himno Nacional de Venezuela?

A.B.C.: Claro, los tomé de allí. Y puse como protagonistas a canadienses, que jamás había conocido. Y la his­toria pasa en una isla del Pacífico donde jamás había estado.

M.G.: ¿A partir de esa novela, siempre trabajó tanto sus textos?

A.B.C.: Creo que sí. Borges me dijo, con menos amabilidad que veraci­dad, que yo había escrito "La inven­ción de Morel" en el estilo del pan rallado...

M.G.: ¿Qué quería decir con eso?

A.B.C.: Frases cortitas... Usted sabe que la primera con­versación que tuve con Borges fue en la quinta de Victoria Ocampo. Fue la primera vez que Victoria me invitó, porque era amiga de mis padres y sabía que yo escribía, y entonces me estaba dando una chance para que me acercara a la literatura. Esto fue en 1932. Borges se puso a hablar conmigo, y Victo­ria, en determinado momento, nos retó diciendo: "bueno, basta de ha­blar entre ustedes; acá hay un extranjero ilustre, atiéndanlo y no sean maleducados".

M.G.: ¿Quién era ese personaje?

A.B.C.: No me acuerdo. No sé si era Duhamel o quién. Pero era el fran­cés de turno... Bueno, el caso es que Borges se ofuscó. Ya tenía mala vista y era muy torpe en sus movimientos, por lo que volteó una lámpara.

M.G.: ¿De qué hablaron, esa prime­ra vez?

A.B.C.: El me preguntó cuáles eran mis autores preferidos, y yo le hice una lista un poco inverosímil porque ci­té autores que eran incompatibles unos con otros. Sé que estaban en la lista Azorín, Gabriel Miró, Jung, Joyce y Pedro Juan Viñale... Entonces Borges me preguntó, extrañado: "¿Y de Viñale qué poema le gusta?", porque nos hablábamos de usted. Yo le confesé que no había leído sus poemas y que lo que me gustaba eran las no­tas que publicaba en "El Mundo"... El me preguntó por qué me gustaba Azorín, y le respondí que por el estilo. Borges me dijo: "¿El estilo? Son todas frases muy cor­tas". Y yo le dije: "Sí, sí, pero esas frases cortas engarzan bien las descripciones"... Yo lo defendía a Azorín, un poco atemorizado. Bor­ges, a pesar de todo eso, se sintió amigo mío. No sé si por estar contra Victoria..., o por­que notó que yo leía muchísimo, lo cual era verdad. Eso le gustaba; prefería por sobre todas las cosas hablar de libros. Teníamos el mismo fervor por la literatura.

M.G.: ¿Borges ya era un autor im­portante, o sólo reconocido por una élite?

A.B.C.: Era un autor importante, pero un poco raro. Era un "enfant terrible" de la literatura... De modo que fue en el 32 cuando por primera vez alguien me hizo ver que las frases cortas son un error estilístico. A mí me gus­taban mucho.

M.G.: Es curioso: hay autores del siglo pasado, como Bierce o Har­te, que Borges amaba, y usaban frases cortas.

A.B.C.: Sí, pero no le gustaban por el estilo sino por los argumentos. Le gustaban las historias que narraban pero no cómo estaban escritas. Yo terminé por reconocer que había algo cansador en las frases cortas. Lo reconocí con "La invención de Morel", precisamente. La gente me lo venía diciendo, pero uno parece ser lento, ¿no?. Cuando releí "La in­vención..." me di cuenta de que debía soltar la mano. Lo que ocurrió realmente, creo, en los cuentos de "La trama celeste". Como ve, yo tra­bajé mucho mi estilo.

M.G.: ¿Hace falta ser fiel a un estilo toda la vida?

A.B.C.: No, no, para nada, yo nunca he pensado en eso. Creo que no son preocupaciones que hay que tener. Uno tiene que escribir como uno siente, como a uno se le da la gana. Lo que sí creo es que hay una métri­ca de la prosa, como hay una métri­ca de la poesía. No sé si la métrica de la prosa ha sido descubierta por alguien, ni sé si se va a descubrir, pero lo que sí sé es que los versos en la prosa nunca son favorables. Cuando yo ya era un escritor de va­rios libros, un día vinieron a casa escritores bien conocidos, novelistas importantes que no voy a nombrar para no ofender memorias, y descu­brí que no sabían en qué consistía un endecasílabo, un alejandrino, ni siquiera un octosílabo, que está pre­sente en la prosa argentina casi de modo permanente. Usted lee a Fray Mocho y suele ser una sucesión de octosílabos. Yo creo que hay que tratar de evitarlos, porque cuando le sale un endecasílabo bien acentua­do en la prosa es como una alhaja falsa que se lleva mal con las otras frases, ¿no? Y suele ocurrir que si a uno le sale espontáneamente un endecasílabo, es seguro que le va a salir otro, y luego otro, y otro... y va a terminar por escribir un sone­to dentro de su prosa. Esas son las pequeñas desdichas de la prosa.

M.G.: Otra desdicha, y muy común, es la cacofonía.

A.B.C.: Ah, sí. Pero yo pienso que siempre se ha hablado de la cacofo­nía como cacofonía de sonidos duros; y me parece que la cacofonía en español no es de sonidos duros sino que es cacofonía de la ese. Cuando hay, una conjunción de eses, suena muy feamente en español. Y las eñes y las elles, le diré que tampoco me parecen en­cantadoras.

M.G.: ¿Cómo se corrigen esos de­fectos?

A.B.C.: Bueno, usted lo sabe: con el reescribir, pero también con el oir.

M.G.: ¿Leerse en voz alta?

A.B.C.: Sí, yo creo que hay que leerse en voz alta. Hay que oir lo que uno escribe. Pero tampoco es cuestión de reducir frases con eses, eñes y elles a frases que no tengan esas letras. Lo que sí creo que tenemos que evitar, siempre, es el sinónimo. La repetición es uno de los pecados más veniales del estilo. Una repeti­ción que parece inconsciente, o un poco estúpida, desde luego hay que evitarla. Pero a veces uno tiene que mencionar una cosa, y no puede andar mencionándola con distintos nombres. Cuando una palabra se ve como sinónimo, ya la credulidad, y la credibilidad, del lector, desapare­ce. Creemos que nos están "escri­biendo", que nos están haciendo li­teratura.

M.G.: ¿Y cómo se resuelve el pro­blema de la repetición, que de todos modos aparece cuando uno empieza a reiterar adjetivos? ¿Con la metáfora?

A.B.C.: Mire Mempo, yo creo que ni si­quiera es con la metáfora... Si quiere que le diga con qué, creo que es con algo más desesperante para todo joven escritor: el tino. El tino es parte de nuestra profesión de escri­tores. Yo muchas veces descubro que en cuestiones de lo que se llama roce, o mundo, tengo menos tino que personas que me parecen zopencos cuando escriben. Me doy cuenta de que han andado entre gente mucho más que yo, y no cometen las torpezas que yo suelo cometer. Pero por escrito ellos co­meten las torpezas, y yo un poco menos.

M.G.: ¿No le parece que el proble­ma del sinónimo es un problema peculiar, y odioso, del idioma castellano? En el idioma inglés hay muchísimas palabras que se repiten constantemente, y no hay ninguna regla, digamos, de poli­cía literaria, que lo impida.

A.B.C.: Creo que tiene razón. ¿Y sabe de dónde nos viene eso? Yo creo que nos viene de nuestra sujeción a los gramáticos españoles del siglo pasado. Los españoles, hoy en día, son totalmente liberales y abiertos, y se han avergonzado de eso. Yo diría que su conquista de la democracia ha sido también la conquista de la apertura y de la libertad idiomática. Les pesa un siglo de acartonamien­to. A mí mismo, ese acartonamiento me hizo mucho mal. Yo empecé con literatura española, y si ella no me hizo mal, lo que sí me hizo mucho mal fueron los gramáticos: el Padre Mir; Baralt, que no era español pero escribía como español; Julio Cejador y Frauca. Yo leí mucho a esos seño­res gramáticos, y me indujeron a errores. El Padre Mir decía que Cer­vantes no valía nada... Esas cosas son terribles. Uno no escribe para mostrar una riqueza de vocabulario; uno debe escribir con las palabras usuales en el mundo de uno, para los lectores del mundo en el que uno está escribiendo. Si usted está escri­biendo una novela que pasa en el pueblo de Lobos, en la provincia de Buenos Aires, escriba con el idioma que sea verosímil para la gente de Lobos. Y que el personaje se parez­ca a un personaje de Lobos. Si no, nadie le va a creer. Y con esto noquiero decir que uno tenga que es­cribir con la pobreza de la gente rústica, sino que es necesario que el arte literario de uno haga que el idio­ma que uno emplea parezca verosí­mil para eso, aunque pueda ser más mágico, o más sutil, que el idioma de esa gente.

M.G.: Algunos autores que usted conoció -hoy mencionábamos a Nalé Roxlo, y ahora pienso en Mallea, en Bianco-, en los años 30 a 50 hacían una literatura que usaba mucho el "tú" y no el "vos". ¿Por qué?

A.B.C.: Ah, claro. Indudablemente, cuando yo era joven el "vos" no había entrado en la literatura. Aunque se hablaba en la calle, por su­puesto. Elena Garro y Octavio de­cían que "tenés" o "querés" eran for­mas toscas. De algún modo también eso me influyó. Para algunos escri­tores de la época no era que el "vos" fuese algo prohibido, pero no lo sen­tíamos, literariamente.

M.G.: En sus libros usted fue pa­sando lentamente del "tú" al "vos". ¿Fue una forma de moder­nización, de actualización?

A.B.C.: Sí, claro, un día me di cuenta de que no podía seguir más con el "tú". Y además, uno no es el mismo a lo largo de toda la vida. Por suerte.

M.G.: ¿Pero el "tú" era la impronta de la época, o de una clase?

A.B.C.: Mire, escribir cultamente era casi una necesidad. La diferencia creo que es ésta: en esa época había el lenguaje oral, y un lenguaje culto para escribir. Felizmente, hoy en día ya tenemos un sólo idioma.

M.G.: Usted dijo que Borges, al conocerlo, le preguntó qué auto­res prefería y usted mencionó cuatro o cinco. ¿Qué respondería ahora ante esa pregunta?

A.B.C.: Bueno, contestaría con muchísi­ma más vacilación, porque yo había leído mucho entonces, pero he leído mucho más ahora. Y decir cuáles son los escritores que más le gustan a uno siempre lleva a la injusticia. Porque inevitablemente usted men­ciona algunos, pero olvida a otros. Una vez olvido a Eca de Queirós, otra vez puedo olvidar a Lope, y otra vez puedo olvidar a Wells, o a Conrad, o a alguien que estimo y admiro más que a Wells o que a Conrad. Puede ser, a ver... Johnson, Boswell, Byron. O Montaigne, o Proust, o Borges. O Sarmiento, ¿no? Hay tanta gente que uno admira, y por tan distintas razones...

M.G.: Si tuviera que decirme: "Usted no se puede morir sin leer este cuento", ¿cuál sería?

A.B.C.: Hay tantos... Pero le diría "Cenin", de Akutagawa. Y "En absence", de Max Beerbohm. Y algún cuento de Bor­ges y a lo mejor uno de Vlady Kociancich. Y alguno de Silvina, claro.