17 de agosto de 2008

Conversaciones (V). Osvaldo Soriano - Mempo Giardinelli. Sobre las dificultades del cuento

En las últimas dos décadas del siglo pasado, Osvaldo Soriano (1943-1997) fue -junto con Manuel Puig (1932-1990)- el autor argentino con­temporáneo más reconocido y tradu­cido en todo el mundo. Alabado por la crítica extranjera, admirado por sus lectores, Soriano fue despreciado por la mayoría de sus co­legas en la Argentina. El notable escritor y periodista Mempo Giardinelli (1947) mantuvo una larga conversación con el autor de "Triste solitario y final", "No habrá más penas ni olvido" y "A sus plantas rendido un león", una madrugada de sep­tiembre de 1988, un extracto de la cual apareció en la revista "Puro Cuento" nº 13 de noviembre/diciembre de ese año.


M.G.: La primera pregunta, con vos, es inevitable y viene anunciada, cantada: ¿Por qué no escribís cuentos?

O.S.: Yo me lo pregunto muchas veces... Vos sabes que yo empecé escribiendo cuentos, como supongo que empieza casi todo el mundo. No tengo copias, siquiera, pero debo haber escrito unos diez cuentos de juventud. Fue un inicio tardío. Muy influido por Cortázar, sobre todo, por Poe, por Lovecraft y en menor medi­da por Hemingway. Yo intentaba cuentos fantásticos, y eran absoluta­mente ilegibles. No es una coquete­ría: eran malísimos, de veras. Se editó uno solo en una colección de jóvenes cuentistas; tenía una carilla y media, y era el menos malo. Igual­mente irrescatable.

M.G.: Cuando decís inicio tardío, ¿a qué te referís?

O.S.: A que yo empecé a escribir a los veintidós, veintitrés años, cuando todavía vi­vía en Tandil. Esos cuentos que digo son todos de Tandil. En Buenos Aires no escribí nada hasta que empecé "Triste...". Puedo decir, in­cluso, que había descartado la lite­ratura a raíz de mi fracaso en el cuento. Yo era un gran lector de cuentos, y admirador incondicional de Quiroga, de Poe y sobre todo de Maupassant. Yo arranqué con el cuento realista, naturalista y ellos fueron mis maestros cuando empe­cé a leer. Por eso digo "tardío": por­que yo empecé a leer libros sólo después de los veinte años, y sentí el impacto de esos grandes cuentistas del realismo, y el impacto de grandes novelistas, leídos muy dispersa­mente.

M.G.: ¿Y por qué escribías aque­llos cuentos? ¿Qué era la literatu­ra para vos?

O.S.: Creo que eran bosquejos para saber si podía ser escritor, en la medida en que el cuento, para mí, siempre ha sido como la forma más pura de la expresión narrativa. De las pocas cosas en que estoy de acuerdo con Faulkner, es en que él era un cuentista fracasado, en la medida en que los cuentistas son poetas fracasados y toda esa histo­ria. Yo me sentí fracasar en el cuen­to. A tal punto que no he vuelto a intentarlo. Pasó muchísimo tiempo, y varias novelas, hasta que escribí cosas que se parecían a los cuen­tos, pero que no eran cuentos. Por ejemplo, hay algunos textos que están en el volumen "Rebeldes, soñadores y fugitivos", cuatro o cin­co cuentos de fútbol, que fueron pri­mero artículos para Italia, llenos de datos pero con estructura de cuento, y que luego, pulidos los datos, que­daron como cuentos a medias, es decir pequeños relatos que no creo que resistan un análisis de estructu­ra.

M.G.: ¿A qué se deberá tanta resis­tencia al cuento?

O.S.: Creo que a que el cuento tiene una dinámica propia, y una exten­sión que si bien es relativamente elástica, tiene que caber dentro de una revista. El gran auge del cuento norteamericano se dio cuando las revistas empezaron a publicar cuen­tos, y a pagarlos. Empezaron a crear una suerte de escritor profe­sional, que viene desde Poe en adelante, hasta Scott Fitzgerald y hasta hoy mismo. Crearon un mer­cado del cuento, primero a través de las revistas, y después en la reunión en volúmenes. Es un poco lo que pasó aquí: el escritor es un amateur que publica en una revista, luego en un diario, y un buen día junta los cuentos en un libro y acaso espera algún derecho de autor. Tengo la impresión de que el cuento y su his­toria están relacionados con las publicaciones, sobre todo en len­guas inglesa y francesa. Y tiene que ver también con aquello del folletín. Dickens, o Balzac, escribiendo sus novelas por entregas y por vil dine­ro. Así se ganaban la vida. Y tengo la sensación, en tanto no soy cuen­tista o soy un cuentista fracasado, de que es muy difícil ponerse a pensar un volumen de cuentos sin publicación inmediata en diarios o revistas. No, cada cuento se piensa, primero, para uno: qué es lo que se quiere decir con ese cuento; y des­pués se piensa dónde se lo va a publicar, cuál va a ser el lugar en que ese cuento se leerá.

M.G.: Pero vos estás pensando en un volumen de cuentos, y yo te propongo pensar en el cuento autónomo. ¿Qué pasa si de re­pente tenes ganas de contar una historia y la concebís como un episodio breve, digamos de diez páginas?

O.S.: Yo contesto con una pregunta: ¿es posible eso?

M.G.: Conozco muchos casos, y es el mío: jamás escribí un libro de cuentos; siempre escribí cuentos sueltos que un buen día se reu­nieron en un volumen.

O.S.: Sí, pero ibas publicando esos cuentos en revistas o en diarios.

M.G.: En mi caso, jamás. Fui virgen de publicaciones hasta los treinta y tres años.

O.S.: Bueno, pero no es mi caso. Yo creo que la novela es la que tiene otra expectativa. Uno la concibe como un volumen autónomo, con una tapa, una contratapa, una histo­ria que se agota en sí misma. Y el cuento, no sé, a mí me cuesta pen­sarlo como algo autónomo. Será por eso que no soy cuentista.

M.G.: La novela tiene otro aliento creativo.

O.S.: Sí, y no sé si más o menos complejo, es materia discutible. Pero en el caso del cuento, cuando los escribí, dos o tres se publicaron en "El Eco de Tandil", que era un diario del pueblo, y eso significaba que al día siguiente de ese "reconocimien­to" o te cargaban o te felicitaban, o te envidiaban como locos o te tira­ban pullas. Vos sabes que hay so­ciedades en las que la aparición de un narrador siempre causa cierto espasmo, cierta desconfianza. En ese sentido, y puede que me equivoque, yo me pensaba como alguien que se adaptaba a los medios de su tiempo. Y en ese momento, y en ese lugar (Tandil), eran los diarios, algu­na revista de Buenos Aires, o algún concurso...

M.G.: ¿Ganaste algún concurso?

O.S.: Jamás, pero una vez obtuve un cuarto premio de juegos florales. Es mi mayor lauro, y tengo un diploma. Fue en un pueblo llamado Leandro N. Alem. Y fue por un cuento gauchesco.

M.G.: A medida que hablás, me parece que no estás tan alejado del cuento como proclamaste al principio.

O.S.: Yo me vi obligado a escribir cuentos. Y digo obligado porque era casi una actividad profesional. Es decir: debía escribir para determina­do diario, en un mes, seis relatos sobre un tema dado. Entonces, me exprimía la cabeza para tratar de simular un cuento. Simular, Mempo. Es como que uno tiene un lugar, cuestionado o no, pero un lugar en el cual uno pone los pies en terreno más o menos seguro. Y el cuento para mí es un terreno muy descono­cido.

M.G.: ¿Tu camino como novelista fue una elección o era un destino?

O.S.: Yo creo que lo encontré. Por ejemplo, "Cuarteles de invierno" es producto de la frustración de un cuento. Yo estaba en Bruselas, sin un centavo encima, y un escritor ita­liano, Giovanni Arpino, a quien ha­bía conocido al azar, me pidió un cuento para una revista que editaba en Milan, y ofreció pagarme 100 dólares. Eso era, para mí, una fortu­na. Me dije: "Tengo que ser capaz de escribir un cuento; no puedo ser tan imbécil de perderme esto, habiendo escrito ya dos novelas e intentado otros cuentos, y siendo un periodista bastante aceptable. Debe­ría poder escribir diez carillas con dignidad...". Bueno, me senté, con ese criterio mercantil: no se me po­dían escapar esos pesos que nece­sitaba desesperadamente. Pero las diez carillas se me consumieron en la simple llegada del tren a la esta­ción. Bajaban del tren, se iban a la pensión, y ya estaban las diez cari­llas. Y yo me perdía los 100 dólares. Bueno..., me di cuenta de eso con dolor, y tuve que escribirle a Arpino: "No puedo, no sé cómo se hace, en diez carillas apenas han salido de la estación".

M.G.: ¿Cuáles son los cuentos que más admirás, de los que has leí­do?

O.S.: Fundamentalmente dos: "Babi­lonia revisitada" de Scott Fitzgerald, y "Bienvenido Bob", de Juan Carlos Onetti. También "El muerto", de Borges, y "El hombre muerto", de Quiroga.

M.G.: ¿Y qué dirías que es el cuen­to, para un novelista como vos?

O.S.: Lo que decíamos hace un rato: la gesta de aprendizaje de todo es­critor. No sé si hay historia de nove­lista que no haya empezado escri­biendo un cuento, para probar su muñeca, su estilo, su temple, y ver cuál es su propia voz. Eso asoma en un cuento. Y eso me pasó cuando me convencí de que el cuento no era mi fuerte, cuando me sentí fracasado, estuve varios años en silencio. Tenía la impresión de que no iba a escribir nunca. Estuve como cinco años hecho a la idea de que la literatura no era para mí, y sólo trabajé en periodismo. Eso fue entre los veinticuatro y los veintinueve años. Hasta que salió "Triste solitario y final" en el '73.

M.G.: ¿Sentís nostalgia del cuentis­ta que decís no ser?

O.S.: Nostalgia... No sé. Yo diría que más que nostalgia, siento el pesar por un desafío perdido. El desafío que fue el cuento, yo lo perdí.

M.G.: ¿Ya ni siquiera pensás en escribir un cuento? ¿No soñás con alguno?

O.S.: ¡No! No, no lo pienso. Te con­fieso paladinamente que no. Por­que..., ¿cómo te lo muestro a vos, eh? ¿Como se lo muestro a Briante, a Blaisten? ¿Cómo espero el juicio de cualquiera de ustedes, que sé que será lapidario? No, ni loco. En­tonces, lo que hago, si tengo que escribir un cuento, es disfrazarme de otra cosa. Y si vos me decís "este es un cuento de mierda", yo te diré "esperá, Mempo, esto no es un cuento, no seamos tan exigentes, esto es un relato que se termina en unas pocas carillas...". Más que nos­talgia me duele haber perdido una batalla...

M.G.: Acepto tu confesión, y te hago una: en el fondo, no te creo. ¿Qué sabés si no vas a escribir un cuento estupendo?

O.S.: No, esperá, además hay otra cosa: yo soy un tipo que tiene muy pocas ideas argumentales. Y como vos sabés, para mí y para algunos pocos narradores que vamos quedando, el argumento es muy impor­tante. Necesitamos una historia: sea de amor, sea de fútbol, de ciencia ficción, hay que narrar una historia. Bueno, como yo tengo muy pocas historias que quiero contar, soy terriblemente avaro con ellas. Cuando se me ocurre una, me digo que o es una novela o será parte fragmenta­ria de una novela.

M.G.: A esto quería llegar, porque me parece que en todas tus nove­las hay cuentos internos. Hay historias, personajes como el lumpen que maneja el avión en "Cuarteles...", que de hecho son historias dentro de la historia, con entidad propia de cuento y sólo disimuladas en la arquitectura general de la novela.

O.S.: Sí, y eso es porque a mí me gustan mucho los personajes, y siento que el cuento es ideal para trazar esta suerte de pequeña epo­peya de un personaje fugaz. Pero insisto: ya ves que de todos modos son maneras de sacarle el bulto a la responsabilidad o a la idea de tener que decirme yo soy cuentista. No lo soy, aunque daría cualquier cosa por escribir "El muerto", de Borges, o "El hombre muerto", de Quiroga. Son ejemplares en su perfección, ¿no? Yo necesitaría 800 páginas, si tuviera talento, para escribir "El hombre muerto" y dar ese clima...

M.G.: ¿Seguís siendo lector de cuentos?

O.S.: Sí, ya no soy un lector tan fer­voroso como hace años, cuando empezaba, pero sigo leyendo el género. Y se me ocurre que esto nos traería de nuevo a pensar qué pasa, y qué es, el cuento dentro de esta sociedad. Y por extensión, la narrativa.

M.G.: ¿Cómo sería eso?

O.S.: Nosotros vivimos -y entiendo por nosotros a quienes fuimos muy jóvenes a fines de los '60 y principios de los '70- una sociedad absoluta­mente distinta. Entre otras enormes caídas, una de ellas arrastró a gran parte de la literatura, y a gran parte de aquellos lectores que sabían mucho de literatura y que admiraban a grandes escritores. Yo no he vuel­to, ahora, a oír hablar en los bares de Horacio Quiroga; y en mi época se hablaba apasionadamente de Quiroga. Yo recuerdo que, cuando vine a Buenos Aires, una de las pri­meras cosas que hice fue el recorri­do del suicidio de Quiroga: fui al Hospital de Clínicas, a la farmacia donde compró el cianuro... Yo que­ría ser Quiroga, me sentía bajo su influjo tan gigantesco. Y creo que hoy estas categorías son diferentes. No sólo porque el vasto mundo en que vivimos ha cambiado, sino por­que la Argentina se atrasó, está pobre, en fin, todo lo que conoce­mos y diagnosticamos: las editoria­les están en crisis, las revistas no se interesan por la narrativa porque pareciera que al lector la narrativa no le interesa y lo único que quiere saber es si Menem ya a ser presi­dente o no... Es decir, la categoría ficción ha sufrido serios contrastes. Y no son sólo los años de la dictadu­ra, sino años de atraso profundo debidos a la represión y a todo lo que pasó, que nos han sumido en un gran atraso. Comparándonos con países más o menos desarrollados, por ejemplo hoy, en Italia, el gran "best seller" Stefano Benni, es un cuentista. Y esto sería impensable en nuestra sociedad. Que es una sociedad que pareciera haberse pri­vado, también, de la fantasía que el cuento le propone. De esa pequeña utopía y esa pequeña aventura que es el cuento.

M.G.: Sin embargo, Borges y Cortá­zar, en Argentina, han sido gran­des a través del cuento.

O.S.: Sí, pero son de hace dos o tres décadas. Hoy, un Cortázar sería impensable. Por su compromiso, tanto literario como político, sería impensable socialmente. Ni hoy ni mañana es pensable, porque fue un producto muy de los años '50 y '60, de un país con cierto auge económi­co, que todavía creía en sí mismo, que todavía tenía la meta parisina, o la fantasía sajona de Borges. Vos fíjate que ocurren disparates como que han salido volúmenes de cuentos de Bioy Casares, a mi juicio el más grande de los escritores argen­tinos vivos (sé que vos decís lo mis­mo de Filloy, a quien respeto pero a quien he leído poco y mal), y con todo lo considerable que es Bioy, ni siquiera se sabe qué es lo que publi­ca...

M.G.: Lo mismo sucede con Silvina Ocampo, quien acaba de publicar dos libros de cuentos excepcionales, y parece que este país ni se ha enterado.

O.S.: Claro, y es más, hay atrevidos que los criticaron en grandes diarios como si fueran primerizos... Eso me ha horrorizado, más de una vez... Entonces, todo esto es muy de este tiempo, y de este lugar. Hay como una llegada de un pragmatismo muy insólito y muy poco redituable en estas pampas, que va dejando de lado la idea de que la ficción es algo necesario. Se abandona la idea de que para vivir también se necesitan ficciones. Esta sociedad excluye a la ficción, salvo que sea televisiva. A esta amenaza la tuvieron también los países desarrollados, pero al parecer la superaron. Vos sabes perfectamente que tanto en Europa como en Estados Unidos hay "boom" literario y cada vez se venden más libros, más ficción. Hay consumo, hay demanda de ficción; más allá de calidades, hay un primer gesto de aceptación de la ficción y del hecho de que para vivir también es nece­saria la ficción. Naturalmente, creo que esto va enganchado con la idea de que en esos países se trabaja cada vez menos, y cada vez hay más tiempo libre. En los nuestros, se trabajan dieciocho horas por día, y en­tonces qué tiempo, qué interés va a haber en la ficción... si además ge­neralmente la literatura de aquí o no le cuenta ninguna historia, o bien le cuenta la misma historia trágica que el posible lector ha vivido todo el día, todos los días... Así, se convier­te en un espejo temido.

M.G.: Volviendo a tu formación, ¿qué leías en tu adolescencia, digamos, entre los diez y los veinte años?

O.S.: Prácticamente nada. Salvo los libros de la escuela, debo haber leí­do, antes de los viente años, algún libro referido al fútbol. Recuerdo haber pedido por correo (yo vivía en Cipolletti, Río Negro) un libro de Borocotó sobre un chico que jugaba al fútbol. Esas eran mis identificaciones. En Cipolletti no había librería, como no habían asfalto ni cloacas. No había más matices que el cine o el fútbol. Yo descubrí muy tarde que existía la ficción. Para mi un libro era lo que tenía mi viejo en su biblioteca: libros técnicos, una enseñanza: uno los abre y aprende cosas. Un saber que tiene que ver con la electrónica, con la arquitectura, con cosas tangibles. Mi viejo trabajaba en Obras Sanita­rias, y tenía el título de técnico mecánico, su pasión era la electróni­ca, y su sueño para mí, por lo cual me mandó a la escuela industrial, a mí que siempre fui un negado para las matemáticas. En mi casa no había ni un "Martín Fierro".

M.G.: ¿Y cómo fue que empezaste a leer?

O.S.: Fue cuando volví a Tandil, ya de grande. Yo era jugador de fútbol, en las ligas locales. Era lo que me interesaba. Un día el novio de una prima, un tipo que se llamaba Juan Campagnole, me cuestionó el hecho de que yo era un ignorante. Me dijo que había encontrado un libro en su biblioteca, y que le parecía que a mí me iba a gustar. Era una novela de ciencia ficción: "Soy leyenda", de Richard Mathieson. Fue el primer libro que leí en mi vida. Me encantó, y cuando lo volví a ver, le dije: "Dame más". Y entonces me trajo "Los hermanos Karamazov". Mira qué bestia. Recuerdo que fue algo dramático para mí, porque andaba por la calle pero quería volver a casa para seguir leyendo. Quería saber qué pasaba. Todo lo demás era accesorio; lo que yo sentía era una ansiedad tremenda por saber cómo carajos iba a resolverse la historia. Y así vinieron, después, Flaubert, Quiroga, Maupassant... Juan me daba libros que él escogía al azar, al azar mío, quiero decir, y yo descubría el mundo de la ficción. Con Quiroga tuve el primer gran metejón, me volvió loco y fue mi modelo indiscutible en un momento de mi vida. Maupassant fue otra aventura, y para que tengas una idea de mi relación con el cuento -y decir cuento es decir Maupassant- su retrato preside aún hoy mi lugar de trabajo... Y cuando viene alguien a mi casa, si no lo conoce, le digo que es mi abuelo. Es una foto muy linda, con corbata, y parece el abue­lo de cualquiera de nosotros. Obviamente, cuando viví en Francia tuve el placer de releerlo en su lengua, que es algo maravilloso, aunque también comprobé con dolor que allá se lo considera un escritor de segunda. A mí eso me dolió mucho, porque yo conservo la emoción, todavía. Soy alguien que puede llo­rar leyendo. Igual que cuando veo cine, hay ciertas cosas que me ha­cen llorar. Y que no tienen que ver con la impresión melodramática, sino con la belleza. De pronto, algo que es demasiado bello, me hace saltar un lagrimón. Dicho como sue­na, Mempo: sin pudor. Eso me pasó con Madame Bovary. No por lo que le pasaba a Ema, sino por la manera de contar, tan hermosa. Y luego, ya más sereno, trataba de averiguar cómo lo hacía, a ver dónde arranca­ba una escena, cómo resolvía tal situación. Y por supuesto, como en toda obra maestra, eso es indesci­frable.

M.G.: Siempre fuiste de esos apasionamientos. Recuerdo, cuando éramos mucho más jóvenes, la vez que descubriste a Lovecraft.

O.S.: Cuando leía a Lovecraft yo sentía miedo. Literalmente, viejo: mientras tenía en las manos "El color que cayó del cielo" me fijaba si la puerta estaba bien cerrada. Era escalofriante...

M.G.: Se diría que sos, todavía, en cierto modo, un lector ingenuo.

O.S.: Ah, sin duda. Con todo lo mal visto que eso es, pero uno no se puede modificar a si mismo tan fácil­mente. Yo no puedo, hoy, leer todo Aristóteles y de ahí en adelante. Es un poco tarde para mí. Y por otra parte, en la medida en que hemos descubierto que todos nos reescribimos desde hace veinte siglos, bue­no, llego a la conclusión de que hay cosas que leeré cuando esté preso o cuando me gane el Prode y me retire a leer debajo de un árbol.

M.G.: ¿Tenés lista la biblioteca que leerías en tales casos?

O.S.: No, yo llegué a Buenos Aires a los veintiséis años y ya sin biblioteca. Ya no leía de prestado; compraba libros. Pero en cada viaje de mi vida he perdido una biblioteca. Y hoy no tengo esos ejemplares que uno mantiene por veinte o treinta años y que ha sobado, querido, releído. Salvo algu­nos libros que llevo siempre conmi­go, el resto son bibliotecas que se renuevan. Y entonces un día descu­bro, con horror, que voy a buscar un libro que estoy seguro que tengo, y no tengo. Y hay que salir a buscarlo, o hacer el papelón de pedirlo prestado. Da calor, ¿no? ¿Cómo se pide prestado "Macbeth", Mempo, sin confesar que uno es un animal que no lo tiene en su biblioteca? Sólo a un amigo como Tito Cossa lo puedo llamar y decirle: "Tito, sin decirle a nadie, ¿me podés prestar 'Mac­beth'?".

M.G.: Antes de escribir tu primera novela, me acuerdo que juntabas materiales sobre el Gordo y el Flaco mientras buscabas una for­ma narrativa que estaba indefini­da. ¿Cuáles eran tus modelos na­rrativos de entonces?

O.S.: Mientras lo buscaba, tal cual vos lo recordás, puesto que me co­nocés bien de aquella época, cuando yo lo contaba en el bar, en la caminata, en el café o en la redacción, yo no tenía modelo narrativo, y por eso hablaba de esa historia y no la escribía. No sabía qué debía ha­cer. El descubrimiento -y desde allí se abrió para mí la puerta de la lite­ratura- fue "El largo adiós", de Chandler. Hasta ese libro todo para mí era imposible, todo nebulosa. Fijate que lo único que sería hoy capaz de reivindicar de lo que hago, defen­diéndome como gato panza arriba, son los diálogos. Diría que creo que no están tan mal. Y en aquel tiempo yo era incapaz de escribir un diálogo que fuera creíble, que sonara a tal; fue Chandler quien me abrió ese mundo. Para mí, aquel día de 1972 en que leí "El largo adiós", se me abrió el mundo. Ahí encontré la manera de contar ese material de "Triste..." con el que antes los abru­maba a ustedes en los bares. Chan­dler fue una pasión, para mí, como todas mis relaciones con los gran­des escritores. Chandler fue un romántico, y un tipo que sobrevivió a todos los grandes de su época, aun­que lo despreciaron. Ahora se está cumpliendo el centenario de su nacimiento, y nadie se acuerda de mu­chos de sus contemporáneos famo­sos, pero Chandler sigue vivo. El entendía eso, y yo creo que me pa­rezco mucho a él en eso mismo: en el temperamento pasional. Ese tem­peramento que le hacía decir, cuan­do se atacaba tanto a Hemingway, que un hombre con talento, un hom­bre de genio, cuando ya no tiene con qué tirar, tira con el corazón. Cuando ya no tiene más nada, se arranca el corazón y lo tira. Y eso es lo que hace Hemingway, decía, en­tonces más respeto...

M.G.: ¿Y de los contemporáneos, quién te marcó más profunda­mente? Yo arriesgaría diciendo que te influyeron mucho los artí­culos que escribía Tomás Eloy Martínez. No asi su literatura.

O.S.: Sí, es verdad. Para mí Tomás significaba una escritura periodística impecable, y sus artículos eran una escuela, junto con los de Osiris Troiani. Cada artículo de ellos era un ejercicio de estilo, y tenían más que ver con la narrativa que con el periodismo. Yo los reverenciaba. No sé si Troiani acabó escritor, pero Tomás llegó a serlo, y muy bueno. A mí me gustó mucho su primera no­vela, "Sagrado", que a él ya no le gusta. Es un novelista tardío, tam­bién, aunque la gran diferencia conmigo es que él es un hombre de una enorme cultura.

M.G.: ¿Y Borges, Bioy, Cortázar?

O.S.: Bueno, Borges me pareció siempre tan gigantesco que no cuenta siquiera como modelo. Es tan inalcanzable, Borges, que no parece terráqueo.

M.G.: Tu escritura está muy lejos de la de Borges. ¿Ha sido adrede, una forma de pelea, de parricidio, de distanciamiento?

O.S.: Sí, en cierto modo. Nunca me hubiera propuesto adjetivar como Borges, por ejemplo. Además, creo que eso ha sido la tumba de genera­ciones de escritores. Y lo advertís en cualquier librería de viejo: abrís un libro al azar y encontrás los adje­tivos de Borges, pero mal puestos. ¿Por qué? Porque no es de esta tie­rra. Hay gente que no se dio cuenta, pero con Borges y con Cortázar muchos han cavado su tumba.

M.G.: ¿Y qué te pasó a vos con Cortázar?

O.S.: Yo estuve muy influenciado por él, pero supe salir a tiempo. Luego lo conocí personalmente. Y jamás se me ocurrió volver a intentar un cuento con semejante modelo al lado.

M.G.: ¿Qué otros cuentos mencio­narías?

O.S.: "Bola de sebo", sin duda. Y "El socio de Tennessee", de Bret Harte. Es un cuento imperfecto, de 1850, de alguien que, un poco como yo, no tenía una categoría literaria, pero ¡qué gigantesco cuento! La entrada de ese socio en el tribunal, yo no me la olvidaré jamás... Y "Los bandidos de Poker Flat", ¡qué bárbaro...!. Harte era otro escritor muy despreciado hasta que lo legitimó Borges en aquel maravilloso prólogo. Una de las grandes cosas de Borges, además de su literatura, es que ha legitimado a gente de la cual uno hoy tendría algún pudor para hablar, ¿no?

M.G.: A medida que has ido escri­biendo, ¿ha habido cuentos que te importaron y te influenciaron, o la influencia en tu novelística ha venido sólo de novelas?

O.S.: No, yo creo que paradójica­mente la influencia en la estructura de mis novelas proviene de los cuentos. Mis novelas son bastante clásicas: suelen ser lineales, con un desarrollo "in crescendo", "naturalis­tas" como se dice sarcásticamente de nosotros... y eso creo que viene más bien de otra palabra mal­dita -que no ruborizaba a Scott ni a Hemingway-: la técnica, que en mi caso me viene del cuento. Esto aho­ra espanta a algunos; se supone que estas cosas ya no se tratan en público pero, y vos lo sabés muy bien, el problema sigue siendo cómo abre un tipo la puerta de un modo que sea creíble... Creo que hay cosas que las aprendí en los cuentos, o bien en ese género francés de la "nouvelle", que está un poco a caballo entre cuento y novela, como lo está a veces Conrad, y que es una es­tructura indestructible y que le per­mite a un escritor curioso, por lo menos percibir ciertas cosas que no se deben hacer. Porque yo creo que uno, en literatura, si tiene talento, debe aprender primero lo que no hay que hacer.

M.G.: ¿Y qué es lo que no hay que hacer, por ejemplo?

O.S.: Bueno, hoy un buen escritor no puede parecerse a Borges. No se puede. No se puede fingir ser Proust. No se puede fingir ser Malraux. Y no se puede fingir que esta­mos en la época de los surrealistas. No se puede; no estamos; ésta es la década de los '80. No se está por caer Wall Street...

M.G.: Me llama la atención que en tu formación hay norteamerica­nos, franceses y argentinos. Pero no hay casi latinoamericanos...

O.S.: Para mí entran muy tarde. Y confieso que a muchos no los he leído. Para mí los latinoamericanos son Onetti, como uno de los más grandes, junto con "Yo el supremo" de Roa Bastos. Son de las pocas cosas que estoy absolutamente se­guro de que en el siglo XXI van a seguir existiendo. Agrégale dos o tres novelas de García Márquez y todo Rulfo. Bueno, mi ingreso a la obra de Rulfo fue otro de los gran­des momentos de mi vida... Pero bueno, tanto vos como yo tenemos una relación muy especial con Rulfo, que nos impide abundar, ¿no? En cambio no he leído a Fuentes; no he podido. He hecho serios esfuerzos, pero me dije que habrá tiempo si estoy preso un día. Esto no es un desprecio para Fuentes, quede cla­ro, pero sucede que no puedo, me excede. No es prioritario en mi vida.

M.G.: ¿Qué leés actualmente?

O.S.: Muy disperso todo, como al comienzo. Paso con bastante facili­dad de cualquier libro que está en la biblioteca y que nunca he leído, al último Kundera o a algún argentino contemporáneo que me interesa porque ya he leído algo de él, o porque me lo recomiendan muy especialmente, o porque sus prime­ras páginas me invitan a seguir... En Francia casi no leí a los franceses, cosa curiosa. No me interesaron. Aunque adoré a Simenon, y no precisamente sus libros más conocidos. Coincido con García Márquez en que debió ganar el Premio Nobel. Y ahora tardíamente descubro a Graham Greene. La cantidad de prejui­cios que yo tenía con él, no te podes dar una idea. Para mí, un tipo que era católico, que creía en Dios y en los curas, no valía la pena leerlo. ¿Qué idea del mundo podía tener ese hombre que valiera la pena leer?... Y sin embargo, un día, como por azar, empecé con él y hoy lo sigo, lo releo y le debo gran­des momentos y reflexiones de mi vida... Y lo que ahora estoy leyendo es Historia Argentina. Es muy difícil entrar en ella si uno no es un exper­to. Pero un día compré los veintidós volú­menes de la Biblioteca de Mayo, que son bastante inhallables, y empecé con los originales. Y estoy enamorado. Castelli dejó de ser un cartón, y Belgrano, cuando lo veo en la estatua, ya no me resulta tan indi­ferente. Esos tipos tenían una idea de algo. Es todo muy inquietante, te juro. En la medida en que yo no tengo eso. Y que siento que el país no lo tiene. Pero eso es otro cuento, ¿no?