27 de agosto de 2008

Conversaciones (VII). Milan Kundera - Philip Roth. Sobre la vida privada

Milan Kundera nació en lo que hoy es la Repúbli­ca Checa en 1929. Estudió y enseñó en la Facultad de Cine de Praga. Luego de la invasión soviética en el '68 perdió su trabajo y fue prohibida la circu­lación de sus libros. A mediados de los 70 dejó su país para ense­ñar en la Universidad de Rennes, Francia, donde reside en la actualidad. Allí, el autor de "La vie est ailleurs" (La vida está en otra parte) y "L'insoutenable légèreté de l'être" (La insoportable levedad del ser) mantuvo una charla con el novelista estadounidense Philip Roth (1933). A fines de mayo de 1985, la revista "El Periodista" de Buenos Aires (nº 36) publicó este ameno diálogo que mantuvo con el autor del inolvidable "El lamento de Portnoy".
 

P.R.: ¿Todavía crees que exista algo que poda­mos llamar "vida privada"?
 
M.K.: La vida privada ha existido siempre. Hay incluso algo más precioso, que el hombre moderno ha convertido en su espe­cialidad: la vida íntima. La vida íntima es una creación de la Europa de los últimos cuatrocientos años, en particular es la creación del romanticismo; esa vida íntima entendida como lo secreto personal de cada uno, como algo valioso, inviolable, la base de la propia originalidad. La vida íntima es una de esas grandes creaciones europeas, como la música, la novela o la democracia, todo aquello que hace euro­peo a un europeo.
 
P.R.: En tus ficciones, los hombres luchan tenazmente por la defensa de su derecho a la vida íntima. El drama de tu primera novela, "La plaisanterie" (La broma), se inicia con una violación de la intimidad. Tu joven héroe envía una postal a su enamorada, una postal íntima. La postal en cuestión es leída públicamente por las autoridades, y eso es el principio del fin para tu protagonista. En tu nueva novela hay un episodio similar que involucra a un escritor, Jan Prochazka, que acostumbraba a encon­trarse con un profesor universitario para charlar amistosamente de política y sobre los políticos. Esto sucede en 1968, y ningu­no de los dos sospecha que sus conversa­ciones privadas son grabadas subrepticia­mente por la policía secreta. Dos años más tarde, cuando el régimen decide destruir a Prochazka, esas conversaciones privadas registradas en cinta son montadas en for­ma tendenciosa y divulgadas por la radio. ¿Todo esto se basa en hechos reales?
 
M.K.: Por supuesto. Yo conocía personal­mente a Prochazka y me caía muy bien. Este pasaje sobre él de mi libro, lo concebí como un pequeño homenaje a un amigo muerto. Era un hombre extraordinaria­mente fuerte, capaz de sobrevivir a todos los ataques de los que fue objeto. Pero no pudo soportar la difusión pública de sus conversaciones privadas.
 
P.R.: ¿De verdad eran tan terribles las cosas que había dicho?
 
M.K.: Nada de lo que dijo consiguió escandalizarme. Pero hay una frontera entre la vida íntima y la pública, diría que hay una frontera mágica que no puede cruzarse impunemente. Sólo un hipócrita afirmaría que esta frontera no existe, y que un hombre pueda ser la misma persona en la vida pública y en la íntima. Cualquier hombre que fuese el mismo en público y en la intimidad sería un monstruo. Se vería obli­gado a actuar sin espontaneidad en su vida privada y sin responsabilidad en la pública. Por ejemplo, en privado yo podría decirte de un amigo que está haciendo alguna estupidez, que es un idiota, que habría que cortarle las orejas, que debería ser colgado por los pies o que habría que meterle una rata en la boca. Pero si estas mismas afirmaciones son divulgadas mientras las digo usando un tono serio -y a todos nos gusta hacer este tipo de bromas en un tono serio- serían indefendibles. Pero no se trataba simplemente de que unas afirmaciones fortuitas fuesen recopiladas tendenciosa­mente por la policía y radiadas después para probar que Prochazka era un hipócri­ta, un tipo que hacía correr cotilleos indig­nos sobre sus amigos y aliados políticos, sino que había algo más profundo en juego. Las conversaciones difundidas por la radio pretendían establecer el siguiente mensaje: "apreciado señor Prochazka, todo lo que dice y hace está grabado o fotografiado; ¡su vida privada ya no existe!". Y un hombre sin vida privada es un hombre que lo ha perdi­do todo. Se encuentra en un estado de total humillación: ojos que ignora le observan incluso cuando besa a su esposa en el dormitorio o cuando está de pie frente a la taza del inodoro. En estas condiciones a un hombre sólo le queda morirse. Y Procha­zka se murió. Un cáncer que no fue detec­tado hasta aquel momento hizo eclosión inmediatamente después de la emisión ra­diofónica y en una semana era hombre muerto.
 
P.R.: ¿Te parece que en Occidente la vida privada, o íntima, esta menos amenazada?
 
M.K.: La evolución del mundo moderno es hostíl a la vida íntima en todas partes. En los países de régimen comunista hay una ventaja: podemos ver claramente qué es bueno y qué es malo; si la policía graba tus conversaciones privadas, todo el mundo puede ver que está mal. Pero cuando en Italia un fotógrafo acecha para fotografiar la expresión de la madre de un niño asesi­nado o la agonía de un hombre que se está ahogando, no pensamos que eso sea una violación de la intimidad, sino que es liber­tad de prensa. La fotografía nos ha dado muchas cosas, pero ha puesto en peligro nuestra intimidad. Un amigo, el fotógrafo Aarón Manheimer, acostumbraba a pasar buena parte de su tiempo con uno de los más célebres actores europeos -no quiero decir su nombre- y lo fotografió durante los que fueron los últimos días de su vida. El actor ya se encontraba realmente muy enfermo y muy viejo. Mientras Aarón tomaba sus fotografías, el actor sonrió y le dijo: "Estas fotografías, sin embargo, no serán publica­das, quedan entre tú y yo". ¿Puedes imagi­narte un fotógrafo que ha hecho los últimos retratos de un gran actor y que no los pone en venta porque el actor, antes de morir, le pidió que no lo hiciese? Aarón jamás ha querido publicar estas fotografías. Pero su actitud es excepcional dentro del mundillo del periodismo actual.
 
P.R.: Pero el novelista revela vida íntima constantemente, y sin pedir permiso a nadie. La vida íntima es su negocio. ¿Aca­so no eres tú una especie de fotógrafo de intimidades? ¿Tu queja contra el periodismo moderno no es la misma que te dirigían los censores checos? ¿No les parecía que revelabas secretos demasiado íntimos, de­masiado drásticos como para ser publica­dos?
 
M.K.: Tienes razón. Toda la historia de la novela europea es una revelación gradual de secretos: cómo se comporta el ser huma­no y por qué, qué cosas piensa y siente en privado... Ese es el motivo por el que las grandes novelas siempre han resultado chocantes. Develan aquello que la gente no deseaba saber ni escuchar de sus propias vidas. Joyce nos sorprende en el "Ulysses" tan sólo porque retrata una vida bastante vulgar, de la que detalla todo lo que el cerebro, las manos o el vientre de un hombre corriente suelen hacer, todo lo que ven sus ojos y escuchan sus oídos. Todo lo que leemos en Joyce es evidente, innega­ble, banal y, a pesar de todo, algo hay que nos lo hace insufrible, provocador, porque todos nosotros vivimos la vida sin percibir este nuevo ángulo, estas cosas que olvida­mos hasta cuando están sucediendo y de las que, si nos vemos obligados a hablar, nos censuramos automáticamente. Ningún cen­sor del Kremlin es tan severo como el censor que se oculta en el interior de cada uno de nosotros. Sí, tienes razón: la novela no obedece a ningún censor en su revela­ción de secretos, y puede llegar a ser tan cruel como la cámara enfocada sobre un hombre que agoniza. Pero hay una gran diferencia entre un novelista y un fotógra­fo, Ana Karenina, Emma Bovary, Bloom, son personas inventadas. El estudio de vida íntima que realiza un escritor no es tan sólo una labor de observación sino que, primordialmente, es una tarea de la imaginación. Por eso ninguna señora Bovary real pue­de compararse con la de Flaubert. Y toda­vía hay una segunda diferencia de orden moral. Imagínate que Flaubert hubiese es­crito su novela describiendo la vida de una vecina de Rouen, una existente señora Bovary. En este caso, el autor sería un monstruo de indiscreción, un espía, un chismoso, un hombre al que se le retiraría el saludo. El autor siempre inicia la narración a partir de su propia vida, pero crea algo que no se le parece en absoluto.
 
P.R.: ¿Cuándo empezaste a escribir? ¿Y qué hacías antes?

M.K.: Antes de pensar en crear ninguna otra cosa componía música, una música para piano muy cerebral, influida por Schönberg. Por entonces tenía dieciséis años. Después me echaron de la universidad. Comencé a vivir entre obreros y tocaba en pequeños cabarets de pueblo en una banda de jazz. Tocaba el piano y la trompeta. Más tarde comencé a escribir poemas. Y aún más tarde me dediqué a pintar. La mayoría de estas cosas eran bobadas. La primera cosa que hice que valiera la pena fue una narración corta que escribí cuando tenía treinta años. Era la primera historia de "Risibles amours" (Amores ridículos). Mi historia de escritor comenzó entonces. Tan sólo un año antes de la invasión rusa apareció "La broma" y también "Amores ridículos". Tenía trein­ta y ocho años. Los dos libros fueron un éxito y me dieron el dinero suficiente para poder ir viviendo.

P.R.: ¿Cómo era posible que unos libros tan alejados de la ideología comunista fuesen publicados legalmente?

M.K.: Porque una cosa son los regímenes políticos y otra las sociedades. La sociedad checa tiene tradiciones occidentales: es liberal, tiene ideales democráticos y una orientación estética similar a la de ustedes. No hay armonía entre la sociedad checa y el régimen comunista. La sociedad checa ejercía una presión constante sobre el régi­men, hasta el punto de que en los sesenta casi hizo caer al Partido Comunista y a su sistema. Algo sobre lo que Orwell había fantaseado estaba a punto de producirse: una economía planificada acompañada de libertad de expresión. Así fue como se publicó "La broma" en 1968, como tantos otros libros excepcionales ajenos a la ideología comunista. Ahora podrás enten­der las intenciones de fondo de la invasión rusa del 68. Los rusos no ocuparon Checoslovaquia para cambiar el régimen o para instaurar nuevos dirigen­tes, sino para destruir la sociedad checa y, con la sociedad, su cultura. No la cultura de la oposición anticomunista, sino la cultura misma. Doscientos escritores checos no pueden publicar, aún hoy, en su país. No pueden ganarse la vida con ningún tipo de trabajo intelectual. Así, no es raro ver en Checoslovaquia a un profesor universita­rio que conduce un taxi o a un famoso hombre de ciencia que limpia cristales. Otros, como yo mismo, ni tan siquiera podíamos encontrar estos trabajos. Yo conseguía vivir modestamente gracias a mis ahorros, pero no me sentía nada desgracia­do. Escribí dos novelas, "La vie est ailleurs" (La vida está en otra parte) y "La valse aux adieux" (La despedida). Por primera vez en toda mi vida escribía con una libertad absoluta, porque sabía que estos libros jamás serían publicados en Checoslovaquia y que jamás serían leídos por ningún censor.

P.R.: ¿Acaso tenías en cuenta en tus libros anteriores las presiones de la censura?

M.K.: Intentaba no hacerlo. "La broma" estuvo sobre la mesa del censor durante medio año. Y yo no cambié ni una palabra. Al final, quien se rindió fue el censor. No olvides claro, que esto sucedía en 1966. Incluso la censura se estaba contaminando del espíritu liberal de la sociedad checa. El mismo censor comenzaba a estar avergon­zado por practicar la censura. Pero en un país en el que la censura existe nada resulta natural. Escribes un libro en el que tratas ciertas realidades políticas; llega el censor y prohibe todo el libro. A continuación escribes una historia de amor y el público dice: "escribe de amor porque tiene miedo a escribir sobre los políticos, ha firmado una tregua con la censura". Total, hagas lo que hagas eres una víctima de presiones extraliterarias ante las que reaccionas, quie­ras o no, conscientemente o no, pero siem­pre en detrimento de la literatura misma. Por todo eso me sentía libre a lo largo de los siete años que siguieron a la invasión rusa, cuando no podía publicar y había perdido a mi público checo.

P.R.: Pero ya tenías un público extranjero, concretamente en Francia.

M.K.: Sí, pero era un público que no conocía. Un público que no ejercía ninguna presión sobre mí. Un público que, como no me conocía, tampoco sabía qué debía exigir­me.

P.R.: Si te sentías tan libre como escritor en Checoslovaquia, ¿por qué viniste a Fran­cia en 1975?

M.K.: Mis ahorros se habían acabado; nadie me quería dar trabajo. Mi mujer y yo ya no teníamos de qué vivir.

P.R.: ¿Llegó a molestarte la policía?

M.K.: No. Yo ya era entonces un escritor suficientemente conocido en Europa y, en cierto modo, eso me protegía. La policía era inteligente. Citaba a mis amigos para ha­cerles interminables interrogatorios, les preguntaban sobre mí y les hacían entender que mantener sus relaciones conmigo era peligroso. Comprendí que mi presencia en Checoslovaquia hacía la vida difícil a mis amigos. Algunos de ellos perdieron su trabajo porque no quisieron dejar de fre­cuentarme. No puedes pedir a tus amigos que, más allá de la amistad, se conviertan en héroes.

P.R.: Y en Francia, ¿no sientes nostalgia de tu tierra? ¿No desearías volver?

M.K.: Me da miedo decirte la verdad. Un hombre que no padece porque no puede volver a su patria generalmente es tenido por un hombre insensible, si no perverso. Sin embargo quiero serte franco: los años pasados en Francia han sido los mejores de mi vida.

P.R.: ¿Porqué?

M.K.: La liberación de la política de su pre­sión omnipotente, la liberación de las eter­nas discusiones políticas y de sus conteni­dos estériles y estereotipados. En los países que sufren una opresión policial nadie puede escapar de todo esto y todo el mundo se va volviendo poco a poco idiota. Com­prendo perfectamente a Hannah Arendt cuando dice que "es más fácil actuar que pensar, bajo una tiranía". Las tiranías a menudo producen pueblos admirablemen­te valerosos, pero generan muy pocos pen­samientos originales. No puedes imaginar­te cuál era mi euforia después de pasar mis primeros quince días en Francia. Podía comenzar ésta, mi segunda vida, desde el principio, y todo era una aventura para mí.

P.R.: Entonces, ¿no quisieras volver?

M.K.: La pregunta es capciosa. Tampoco me dejarían entrar.

P.R.: ¿Cómo se habría podido desarrollar tu carrera de escritor de haber permaneci­do allí?

M.K.: Cuando acabé de escribir "La despedida" en Praga en 1972, el título también quería decir, sin demasiadas ambigüedades, que aquel era mi último libro, el libro del adiós a mi vocación de escritor. Estaba convencido de que ya había dicho todo lo que quería decir.

P.R.: ¿Cómo es posible que un escritor de cuarenta años decida en calma y sin histe­rismos que no piensa continuar escribien­do? ¿De verdad te sentías capaz de vivir una existencia satisfactoria al margen de la escritura?

M.K.: Una de las cosas que encuentro más divertidas de Occidente, y especialmente de Francia, es cierta "sacralización" que se produce no de la literatura, sino de uno mismo como escritor. Parece que se es­cribe la literatura como si se tratase de algún tipo de acto místico, como si se estuviese rezando. Se puede escribir, pues, una porquería increíble con una increí­ble seriedad. Un poeta checo escribió en una ocasión: "Si no pudiese escribir poemas/debería llorar". Mi respuesta fue: ¡pues llora! Puedo asegurarte que hay ocasiones en las que es mucho más fácil renunciar a escribir de lo que te imaginas.

P.R.: En 1972 sentías que ya lo habías dicho todo. Entonces escribes en Francia dos libros más, "Le livre du rire et de l'oubli" (El libro de la risa y el olvido) y "L'insoutenable légereté de l'étre" (La insoportable levedad del ser), proba­blemente los dos de más éxito. El escenario todavía es Praga.

M.K.: El escenario no es tan sólo Praga, sino Europa. Pues es verdad que siempre he visto a Praga como si fuera el centro de Europa. El drama de Praga es el drama de cualquier ciudad europea. Este drama se llama el fin de Europa. O, para no exagerar, el posible fin de Europa. En Praga, desde hace treinta años, se ha instaurado un intento de aniquilación de su espíritu y de su identidad europea. Por eso un checo es más europeo que un inglés o un danés, porque un checo comprende cuál es la amenaza que agrede a Europa. Según mi parecer, Praga no es la capital de un peque­ño país, sino un laboratorio en el que la historia europea está haciendo su extraño experimento con el hombre europeo.

P.R.: Y uno de esos experimentos que hace historia es la destrucción de la intimidad humana.

M.K.: Exactamente.

P.R.: Pero, ¿tampoco te gusta el topless de las mujeres en la playa? ¿No te gusta al menos esta violación de la intimidad euro­pea?

M.K.: Philip, ya sabes que no soy un moralis­ta. Como a ti mismo, a mí siempre se me ha reprochado que carezco de moralidad; se me ha echado en cara que escribo porno­grafía, y muchas cosas más... ¡Pero no me gustan las playas en las que la gente está desnuda! Siempre me ha admirado el ge­nio de la humanidad para encontrar la poesía del erotismo simplemente cubrien­do algunas partes mínimas del cuerpo humano. Cualquiera que convierte su cuer­po público no se libera en absoluto ni él mismo ni su cuerpo. No lucha contra los prejuicios morales, sino que destruye una de las pocas cosas por las que vale la pena vivir el genuino erotismo.

P.R.: Al finalizar la lectura de tu última novela bien podríamos preguntarte qué es, para ti, aquello por lo que vale la pena vivir.

M.K.: Si lees bien la novela descubrirás que las cosas no son tan malas como todo eso. De hecho, es una novela de amor. El amor permanece como un valor incontestable. En segundo lugar, también es una novela sobre la belleza. Y hay un tercer valor que es el pensamiento. Incluso si su situación no tiene salida, el hombre tiene la oportu­nidad de comprenderla, de cuestionarla, de pensar en ella. Un hombre capaz de pensar nunca se siente vencido, aun cuando esté vencido.

P.R.: Pero según tu novela, el amor es algo más bien singular, la belleza desaparece rápidamente del planeta y el hombre, aun­que posee un enorme conocimiento, ha empezado a perder su capacidad de pen­samiento, ha dejado de saber cómo pensar.

M.K.: Probablemente el amor, la belleza y el pensamiento son valores en extinción.

P.R.: Así que me das la razón: lo que escri­bes no es precisamente optimista.

M.K.: En estos días sólo puede ser optimista un gran cínico.

P.R.: Una última pregunta. ¿Qué haces con esta fama que te ha convertido en una eminencia en el exilio? Hay, nos los mostraste, "amores ridículos". ¿Hay también algún tipo de "fama ridícula", un destino literario cómicamente iróni­co?

M.K.: Cuando era un niño de pantalones cortos solía soñar con un ungüento mila­groso que me hiciese invisible. Después llegué a adulto, comencé a escribir y quería hacerme famoso y tener éxito. Ahora soy famoso y quisiera tener el ungüento que me hiciera invisible.