7 de agosto de 2008

Juan José Saer: "Busco una música y todo tiene que caer dentro de ella"

El escritor argentino Juan José Saer (1937-2005) está considerado por la crítica como uno de los mejores escritores contemporáneos en cualquier lengua. Radicado en París desde 1968, autor de novelas, cuentos y ensayos, fue traducido al inglés, francés, alemán, italiano, holandés, sueco y griego. En 1997 publicó la que sería su última novela completa: "Las nubes". Póstumamente se editó "La grande", novela en la que estaba trabajando al momento de su muerte. Y es precisamente sobre "Las nubes" que versa la entrevista que le realizó el crítico de literatura y periodista cultural Guillermo Saavedra en París, para la revista argentina "Magazín literario" (nº 4, octubre 1997)."Las nubes" es un titulo que evoca a Aristófanes. Y, al mismo tiempo, teniendo en cuenta sus propias preocupaciones en tor­no a la percepción de lo real, parecería evocar las dificultades para acceder al co­nocimiento.

La novela se iba a llamar "El hori­zonte", pero me enteré de que un amigo argentino había escrito un libro con el mismo título y decidí cambiarlo. Estu­ve mucho tiempo para encontrar el definitivo. Finalmente, me pareció que "Las nubes" representa bastante bien lo que es el libro. Desde luego, tuve pre­sente la obra de Aristófanes, un autor que me gusta muchísimo, pero en sen­tido estricto mi novela tiene poco que ver con esa pieza. El título no lo pone el autor del libro sino quien lo encuentra, un siglo y medio después. Pero podría decirse que sale naturalmente de la novela misma porque el autor del libro utiliza en un momento la metáfora de las nubes para referirse a los acontecimientos de la realidad. Habría que aclarar que la novela se presenta a través del viejo procedimiento del manuscrito hallado. En este caso, se trata supuestamente de un texto encontrado en la casa de una señora nonagenaria, en una ciudad argentina de provincias, por uno de los personajes de "La pesquisa", Soldi, quien lo transcribe a un procesa­dor de textos y se lo envía en un diskette a París a Pichón Garay. Pichón lo lee en su computadora una tarde de verano, sabiendo que al otro día Tomatis llegará a París.

El manuscrito tiene más de ciento cincuenta años.

Sí, son las memorias del doctor Real, un médico psiquiatra que tiene que hacer un viaje por la pampa en 1804. Real es el asis­tente del doctor Weiss -un médico progresista que ha fundado una casa de salud en las afueras de Buenos Aires- y tiene que ir a bus­car a cinco locos que van a internarse allí. El viaje debía durar unos pocos días pero, por una serie de contratiempos, se prolonga du­rante más de un mes. El transporte de los locos exige que se monte una suerte de hospital ambulante, guiado por dos baqueanos, abas­tecido por un vasco que lleva su almacén en un carromato, y prote­gido por soldados porque hay un cacique alzado por la zona. De­trás de los soldados viajan, naturalmente, varias prostitutas de las que siguen a la tropa.

Con la misma falta de pretensión historicista, "Las nubes" se ubica cronológicamente entre "El entenado" y "La ocasión".

Sí. Hace tiempo que quería escribir algo que transcurriera en la época virreinal, cuando la Argentina como país todavía es una especie de invertebrado. La novela es una suerte de epopeya que, desde luego, no se cumple cabalmente como tal. Está contada en primera persona por el propio doctor Real, varias décadas más tar­de, cuando él ya vive en Francia, donde trabaja como subdirector del Hospital de Rennes. Se decide a contar ese viaje porque para él ha sido la experiencia más importante de su vida.

Que el narrador y protagonista se llame Real es una nueva provoca­ción suya en torno a las polémicas sobre el realismo.

Sí, es una broma. Pero, por otro lado, todo relato plantea por su mera existencia una discusión sobre su relación con determina­dos referentes. El objetivo de mis relatos no es para nada elaborar conceptos críticos sobre las categorías del relato. Pero no puedo menos que señalar, de tanto en tanto y por vías laterales como el nombre de un personaje, la complejidad de los problemas del rela­to: su verosimilitud, la relación entre el lenguaje y la cosa, el delirio y la percepción objetiva, etcétera. Es una manera de escapar a la in­genuidad del relato crudo, por llamarlo de algún modo. Si al escri­bir uno va a callar las objeciones, los escrúpulos, las dificultades que el hecho de escribir le plantean, entonces no vale la pena ha­cerlo. Si toda dificultad va a ser puesta de lado y se va a escribir co­mo si siempre fuese igual y nuestras relaciones con la realidad fue­sen también idénticas, escribir carece de sentido y de interés. No me preocupa que esta actitud tenga más o menos lectores. Lo que me interesa es que mis libros sean la consecuencia de una necesi­dad interna de los asuntos, de los materiales sobre los que me dis­pongo a escribir. Del mismo modo, no me interesa escribir en fran­cés porque para mí uno de los problemas fundamentales es poder hacer un relato donde todos los grandes temas puedan ser tratados en un idioma coloquial, casi regional del lugar de donde yo vengo.

¿No podría hacer eso en francés?

Tal vez sí, pero no me interesa. Por otro lado, en francés ya hay un lenguaje literario muy establecido. En cambio en nuestra región ese lenguaje literario todavía se está construyendo y tenemos enton­ces muchas posibilidades. En francés la lengua literaria ha cristaliza­do hace mucho tiempo. Desde luego, de tanto en tanto aparecen un Proust o un Céline que tiran todo por la borda. Pero no es el caso de la actual literatura francesa que, al menos por lo que conozco, carece de originalidad, de riesgo, de ruptura. Los autores franceses que me interesan, como Nathalie Sarraute, ya tienen sus años.

¿Cómo ve la decisión de Beckett de escribir en francés?

Allí hay otro ejemplo excepcional. Cuando le preguntaron a Beckett por qué escribía en francés dijo: "Porque es una lengua po­bre". Yo asumo, salvando desde luego todas las distancias, la misma actitud respecto del español. Trabajo deliberadamente con un len­guaje pobre. El lenguaje de cada escritor es como la paleta de un pintor. Un pintor no trabaja con todos los matices de todos los co­lores sino con una paleta determinada. Y en esa paleta entran los tonos, los matices, las variaciones. Por ejemplo, una de las cosas que me gusta hacer es mezclar la lengua coloquial con la lengua li­teraria y filosófica. En la Argentina tenemos dos ejemplos ilustres de este procedimiento: Macedonio Fernández y Borges. Creo que Macedonio fue el primero en ensayarlo con felicidad y Borges lo toma sin dudas de él, lo cual no es ningún estigma para Borges. Lo primero que leí de Macedonio fue "No toda es vigilia la de los ojos abiertos", y una de las cosas que más me sorprendieron fue el diálo­go de él con Hobbes en un hotel de la avenida de Mayo: Macedo­nio le habla campechanamente, usando el voseo. Tomé conciencia de lo que puede ser el sabor de una prosa local haciéndose cargo de cuestiones universales. No se trata de una burda pretensión regionalista sino de la búsqueda de un sonido personal, propio.

Antonio Di Benedetto es otro de los pocos escritores que han logrado producir un sonido propio.

Desde luego. Pero en el otro extremo de la paleta. Porque Mace­donio es notablemente barroco y en cambio Di Benedetto es de una extraordinaria simplicidad. Sus frases son muy cortas, a veces ni si­quiera tienen verbo y siempre logran una condensación fenomenal.

La primera página de "Zama", por ejemplo, con esa imagen del mono muerto flotando en el agua junto al muelle y el narrador que dice: "como yéndose y no".

Zama es un libro absolutamente extraordinario, pero no es el único libro bueno de Di Benedetto. "El silenciero" y "Los suicidas" son tam­bién excepcionales. Y después tiene seis o siete relatos largos como "El cariño de los tontos", "Declinación y ángel", "Aballay"...

"Aballay"es un ejemplo perfecto de la incorporación de una cuestión filosófico religiosa en el paisaje de la gauchesca, la asimilación de un asunto cultural comple­jo a un lenguaje sumamente coloquial.

Y eso está también de manera evidente en "Zama". Por eso creo que "Zama" se corresponde con la situación real del hombre latinoa­mericano en todo momento, mucho más que todos esos carna­vales llenos de bailes y extravagancias. Sin nombrar ni ofender a nadie, por favor.

¿Cómo se da, en su caso, la búsqueda de ese tono personal donde lo coloquial se amalgama con otros discursos más complejos?

Busco una música y todo tiene que caer dentro de ella. Desde luego que esa sonoridad incluye lo conceptual. Hay una música del concepto, como se dice. De modo que es el oído el que dicta y organiza todo. A veces también la vista. En el sentido en que la confi­guración tipográfica de un párrafo o la aparición de diálogos ofre­cen distintas opciones visuales a la lectura. Esto varía de un libro a otro, según las necesidades. En "Las nubes", por ejemplo, hay muy pocos diálogos y en general incorporados al relato, no con guiones y acotaciones del narrador. El diálogo, por otra parte, puede agili­zar la narración pero, al mismo tiempo, es muy difícil evitar el efec­to de banalidad que casi todo diálogo comporta. Por eso hay que tratar de incluir esas frases en un contexto que las saque de su ba­nalidad. Si yo digo: "Buenas tardes", es una frase totalmente crista­lizada. Pero, si entro en un bar con una ametralladora, mato a to­dos los presentes y antes de irme, sabiendo que están todos muertos, digo: "Buenas tardes", la frase tiene otro espesor. Al mis­mo tiempo, en los diálogos es donde la compulsión al naturalismo parece ser mayor.

Y en ese costumbrismo se cumple la paradoja de que, cuanto más caracterizado está un diálogo, más rápidamente envejece.

Exacto. Ahora, volviendo a la idea de poner los diálogos en contexto, pocos libros como el "Martín Fierro" contienen en la litera­tura argentina diálogos tan bien puestos. A veces, el diálogo delata un forzamiento que el autor ejerce entre lo que uno siente que se­ría natural que se dijera y lo que los personajes dicen. Borges, un escritor a quien con razón todos consideramos prácticamente infa­lible, en el final de "El muerto" incluye un diálogo que suena falso. Bandeira le dice a la mujer: "Ahora le vas a dar un beso a la vista de todos". En ese ambiente y en esas circunstancias -han estado bebiendo y son personajes de avería-, uno siente que Bandeira de­be ordenarle algo más audaz que un beso. Supongo que Borges, por pudor, no se animó a escribir: "Ahora te lo vas a coger a la vis­ta de todos". Si esto puede ocurrirle a Borges, significa que nadie está a salvo de los riesgos del diálogo.

¿Cómo surgió la idea de "Las nubes"? ¿Qué fue lo primero que apareció?

El personaje de uno de los locos, Troncoso. Un megalómano convencido de que la única salida para estas tierras coloniales era la figura de un rey carismático que, por supuesto, debería ser él mismo. Luego pensé que se podía escri­bir una novela cuyos personajes fue­sen locos, cada uno con una locura diferente. Al mismo tiempo, me di cuenta de que hacer transcurrir la historia en la actualidad podía con­fundirse con un alegato en favor de la locura o algo similar. Por eso deci­dí ubicar la historia en aquella época de transición, donde la Argentina como país es todavía un germen y escribí esta especie de western, de novela gauchesca sin gauchos por­que los gauchos, como sabemos, to­davía no eran tales. La escritura me llevó un poco menos de tres años, si tomo como referencia el mo­mento en que la empecé por primera vez porque, generalmente, vuelvo a corregir mis comienzos de novela.

¿Por qué?

Porque lo más difícil es siempre encontrar el tono. Cuando uno ya lo tiene, no digo que todo sea más fácil, pero ya hay un cau­ce, un tipo de sonoridad que te permite incluso saber qué cosas caben o no dentro de ese espectro que ha terminado por imponerse.

Ahora que está terminada, ¿cómo diría que suena "Las nubes"?

Como un recitativo.

En la novela hay, entre otras cosas, una reflexión sobre la locura, pe­ro está subordinada a las ideas de aquella época.

Claro, son las ideas del doctor Weiss en boca de su discípulo, el doctor Real. No hay que olvidar que en 1793, en medio de la agi­tación de la Revolución Francesa, el médico Pinel libera de sus cadenas a los locos de La Salpetriere. Son esos acontecimientos, la Revolución y sus consecuencias sobre el concepto de salud mental, los que guían a Weiss y a Real en su trabajo en la clínica. El tono del relato de Real es el de un naturalista ateo, progresista, generoso y sumamente ético. Me interesaba evocar, de un modo ligeramente paródico, ese tono de los relatos de viaje de los naturalistas, típicos de esa época. Y ese registro no sólo aparece en las reflexiones de Real sobre la locura sino también en sus comentarios del acciden­tado viaje que debe realizar a través de un paisaje idéntico a sí mis­mo en su inmensidad y en su vacío. Por otro lado, me interesaba escribir un libro en el cual la narración estuviera contenida en el modelo de un texto monográfico, donde tuvieran cabida las des­cripciones levemente científicas de las distintas locuras y el registro de los pormenores de un viaje por la pampa. La excepcionalidad del viaje, sometiendo a ese grupo de personajes a situaciones extre­mas, termina por igualar a locos y cuerdos en una misma intempe­rie y me permite insinuar, de un modo personal, el viejo asunto de que la locura es siempre algo relativo o que, en todo caso, los locos llevan al extremo las tendencias de todo el mundo.

"Las nubes" incluye a un lector, Pichón Garay, que da el marco y el tiempo real de la novela. ¿Usted piensa en un tipo de lector para este libro o para su obra en general?

No, jamás. Que los lea el que quiera.

¿Tampoco aparece una idea de destinatario a la hora de corregir las sucesivas versiones de un libro?

No, los criterios de corrección son, como ya dije, musicales: problemas de ritmo, de estructura y, por supuesto, de sentido y co­herencia internos. Hay un lector implícito, desde luego, incluso a veces se piensa en una persona concreta, pero esas referencias no dirigen en absoluto la escritura.

¿Qué le parece que agrega "Las nubes" a su obra anterior?

En realidad, me agrega asombro a mí mismo. Porque veo que escribí otra novela más y que, una vez escrita, parece algo natural, aunque antes de hacerlo no era para nada evidente e incluso resul­taba difícil realizar. Escribo cada libro teniendo en cuenta lo que escribí antes, voy siguiendo una lógica, pero no siento que estoy al­canzando metas o jalones.

Respecto de esa lógica, ¿a qué apuntaba en "Las nubes"?

Quería escribir, como dije, una suerte de recitativo, donde el recitante domina y organiza todos los hechos que cuenta y, al mis­mo tiempo, tiene una posición respecto de ellos. Un poco a la manera de las "Pasiones" de Bach.

¿Qué ventajas ofrece escribir en primera persona?

Ninguna. Es mucho más cómodo escribir en tercera, permite más libertades. Claro que, cuando escribo en tercera, trato de ser consciente de esas libertades y de no abusar ingenuamente de ellas. De modo que o se reducen esas libertades o se exageran, pero nunca se las toma como naturales. "Glosa" es un caso típico donde las facilidades de la tercera persona están paródicamente trabaja­das, a partir del hecho de que el narrador sabe demasiado.

"La ocasión" en cambio, parece trabajar con la exageración opuesta: la enorme libertad que da ignorarlo todo, desde el nombre del protagonista.

Claro, en "La ocasión" casi mi único presupuesto fue que todo lo que era esencial para la historia debía estar omitido. No por capri­cho sino para crear un cierto espesor.

¿Cuáles son sus planes inmediatos?

Tengo tres proyectos. Una novela larga que ya comencé, un li­bro de textos breves, algunos de los cuales ya están escritos y un tercer libro que no podría definir exactamente como un ensayo. Además, si digo que es un ensayo no lo va a comprar nadie. Se trata, más bien, de un conjunto de sátiras sobre el espacio masivo donde se cruzan los medios de comunicación, el espectáculo, la crónica literaria, lo artístico y lo comercial. Un mundo que eviden­temente se presta mucho a la sátira. Incluso si uno lee las sátiras de Marcial descubre que, en esa época, ya existían los autores de li­bros perecederos. Un retrato político del emperador, por ejemplo, a cuyo autor Marcial le dice: "sí, escribiste ese libro que al emperador y a sus alcahuetes les va a gustar, pero, apenas se muera el empera­dor, tu libro no existe más". Una particularidad interesante de la sá­tira es que se escribía tanto en prosa como en verso. Los versos sa­tíricos ya casi no existen. Hay unos versos satíricos de Cummings, por ejemplo, que son extraordinarios; me gustaría escribir sátiras como ésa.

Pero en prosa.

En prosa y en verso, pero no sé si me da el cuero.

La sátira parece tener, incluso hay, una intención precisa. ¿Se puede pensar en una intención, una finalidad para la novela?

Sí. El sentimiento de haber hecho un buen trabajo, sin conce­siones de ningún tipo: ni al lector, ni a los críticos, ni a los amigos, ni a la familia.

Ni siquiera al editor.

No, tampoco. Pero, por otra parte, aprovechemos para aclarar que el editor es el último mecenas con que cuenta el escritor hoy en día. Después del editor, directamente no hay nadie.