9 de septiembre de 2008

Augusto Roa Bastos: "Esta sociedad actual tendría mucho que aprender de la sociedad indígena"

Augusto Roa Bastos (1917-2005) fue uno de los más firmes ejemplos de narradores americanos que -proviniendo de su propia tierra y de su propia lengua- se adentraron en el realismo para denunciar la violencia, la crueldad y la injusticia a la que se ven sometidos los pueblos latinoamericanos. Utilizando técnicas propias de la vanguardia literaria, universalizó la historia de su país y se destacó también por su resistencia cívica y cultural adhiriendo a la causa de los derechos humanos y las libertades políticas. Poco antes de fallecer en Asunción, mantuvo una charla con el periodista argentino Jorge Boccanera, la que fue publicada en la revista "Lezama" nº 14 de junio de 2005.En el entramado de su prosa, las imágenes y los juegos fónicos propios de la experiencia poética se hace evidente, por ejemplo en la novela "Yo, el Supremo".

Lógico; evidentemente hay una transferencia de lo que podrían ser motivaciones o modalidades que se acercan mucho a la expresión poética, pero poesía así, directamente, ya no escribo, salvo algunas letras de canciones que me piden de tanto en tanto.

Aunque relativiza su poesía, usted dio un recital en España en 1985...

Fue en 1985 en el Instituto de Cooperación Hispanoamericana. Pero creo que la poesía se ha vuelto cada vez más exigente y el que no siente que es poeta debe dejar de escribir. Eso sí, seguí leyendo la buena poesía.

Hay pasajes del guaraní en sus poemas.

Sí, por ejemplo en el texto "Creación de kuña" que incluí en esa misma lectura, además leí un poema breve guaraní, "Panambi vera", con traducción de Manuel Ortíz Guerrero, para mostrar la música, el sabor de esa lengua.

El imaginario guaraní es una marca en su escritura, además de ser una recurrencia suya cuando se refiere al tema de la identidad.

A mí me interesó siempre el mundo indígena, no desde el punto de vista etnológico solamente, sino como una especie de realidad candente, de la vida desgraciada que llevaban, que llevan estos primitivos pobladores. Incluso remontándome a los orígenes, me interesó captar toda esa veta muy rica de etnología y su influencia en el mundo moderno, de qué manera hubo ruptura y se separaron las vertientes y quedó todo eso como islas culturales. Y de resistencia, por qué no. Realicé varios viajes a los principales asentamientos indígenas que por lo general eran nómadas, de vida ambulatoria; los arrojaban de un lado, iban a otro, vivían ese destino de marcha forzada, no podían asentarse definitivamente en un lugar. Empezaba también la conquista, por parte de la gente blanca, de la selva, del desierto, de los ríos, y esta gente evidentemente les estorbaba. Fue un exterminio lento que todavía dura, hasta los últimos representantes de esta etnia.

¿Qué papel ha jugado todo esto en su obra?

Más que como tema, la experiencia humana de un país en el que están muy mezcladas las vertientes, no solamente la hispánica que predomina, naturalmente, sino también los aportes de las etnias indígenas, esa especie de mestizaje en el Paraguay que es un fenómeno interesante y aún no estudiaron a fondo los especialistas.

Ha destacado también usted, en ese pasado indígena, un sentido de comunidad...

Por supuesto. Esta sociedad actual tendría mucho que aprender de la sociedad indígena desde el punto de la solidaridad, la fraternidad. Hay una institución que tiene un nombre guaraní, se llama "jopoi" que es la modalidad absolutamente natural de colaborar juntos en una tarea común. Es una de las grandes fuerzas sociales de la sociedad indígena y es tan sagrada esa palabra guaraní, es muy significativa porque no es solamente la solidaridad sino que es una causa común, casi la identificación total de un grupo de gente metida en una causa, en un trabajo, en una lucha, en una guerra, incluso la desesperación de una huida que une tanto.

En su poesía se nota -por lo epígrafes y los artículos que escribió en los años '40- gran erudición. Se evidencian las lecturas: Rilke, Cernuda, Hólderlin, Neruda, Hernández, Lorca, Góngora, San Juan de la Cruz. Hábleme de sus primeras lecturas.

Leía, estaba muy dedicado a la tarea del colegio, a los clásicos del Siglo de Oro, además tenía que dar clases sobre ellos. Me parecía que era bueno ir a la raíz; luego cuando fui profesor invertí la fórmula y en lugar de comenzar por los clásicos se me dio por empezar con los modernos y remontar. De niño mi madre me leía la Biblia; además un personaje de mi casa, doña Rufina, me introdujo en lo mágico con su relatos en guaraní, que estaba prohibido para los niños de la pequeña burguesía.

Usted pasó su infancia en una zona de cuadrilleros del ferrocarril. ¿Recuerda ese lugar?

Yo nací aquí en Asunción, pero me llevaron de muy pequeño al interior, a Iturbe, un pueblecito que está sobre la vía férrea, la única que hay en Paraguay y que ya no funciona porque no hay trenes. Yo era entonces un viajero obligado, venía al colegio a la capital, me gustaba el tren. Pasé toda mi infancia y parte de la adolescencia en este pueblecito en contacto con la naturaleza, que fue para mí una fuente de estímulos muy profundos. Viví allí hasta los ocho años, luego regresaba en las vacaciones y en alguna que otra temporada; me gustaba el lugar, nunca llegué a acostumbrarme a la vida de ciudad, al ritmo de la ciudad, así que volvía. La última vez que visité el lugar fue en 1995; me encontré todavía con unos viejos centenarios del tiempo en que yo era pibe.

¿Es verdad que estuvo bajo los bombardeos de la Segunda Guerra?

Viajé a Europa y cuando llegué se había firmado el armisticio y Hitler se había suicidado, pero seguía la guerra, los bombardeos sobre Londres. Viajé invitado por el Consejo Británico, una entidad estatal de tipo cultural y de otro orden también, que organizaba viajes de determinadas personalidades. Yo tendría veinticuatro años; fueron momentos excepcionales. Estaban los submarinos de bolsillo alemanes correteando por todo el Mar del Norte, por lo que teníamos que hacer un largo viaje de dos meses hasta casi rozar la zona ártica y luego volver a bajar. Me encontré un Londres devastado. No habían conseguido desbaratar los lanzamientos de misiles y cohetes. Fue una especie de pesadilla.

Cuando usted salió desterrado del Paraguay era secretario de redacción del único periódico independiente en Asunción.

El periodismo siempre fue acá una especie de entrada a cualquier otro tipo de actividad, aunque no había mucha demanda de empleo. Yo inicié en el Paraguay la práctica de reportajes al país, hice viajes de varios meses por los yerbales donde subsistía el trabajo esclavo y publicaba esas crónicas. La inspiración de esos viajes las tomé de Rafael Barret, quien se dedicó con inteligencia y talento de sociólogo, aunque también era periodista de exploración. Yo lo leí cuando era muy joven, creo que la primera edición argentina era de América lee, que publicó toda la obra de Barret.

El tema del destierro es medular en toda su obra; es más, usted ha hablado del exilio como su maestro.

Sí, uno de mis grandes maestros. He sido forzado a vivir afuera por más de cincuenta años.

Usted se exilió muy joven; no es lo mismo el destierro a una edad más avanzada.

Estoy totalmente de acuerdo con eso, la riqueza de experiencia y de vivencia que yo coseché a lo largo de mi exilio de joven es muy diferente a la que tengo después como "exiliado profesional", digamos, "diplomado". Yo viví en Buenos Aires veintidós años, después fui a Francia, en el '76, contratado en Toulouse como profesor y me quedé otro tanto.

¿Qué libro suyo está más cerca de esa experiencia del exilio?

Toda mi obra fue escrita en el exilio, así que la que quizá profundice más esta experiencia del destierro como segregación, como corte brusco de una determinada vida y recomenzar otra totalmente distinta sea "Hijo de hombre".

Llegó a la Argentina a fines de los '40...

En 1947 y me quedé veintidós años en Buenos Aires. Hice de todo, de empleado de una compañía de seguros hasta mucamo de un hotel alojamiento. Recorrí un poco el país, pero mi centro de operaciones era Buenos Aires, yo hice toda mi obra en Argentina, por eso dije alguna vez que si yo debería ser juzgado por mi trabajo, yo era argentino; eso lo tomaron muy mal y casi me fusilan; realmente le debo mucho a su país. Fui hombre de muchos oficios, fui guionista muchos años, hice varias películas, libretos de películas de clase B o C, el asunto era ganar el "condumio", como dirían los españoles.

Juan José Saer y Daniel Moyano coincidían en que usted estimuló a los jóvenes escritores argentinos.

Siempre me gustó estar en contacto con los jóvenes y transmitirles si no enseñanzas, por lo menos estímulos en direcciones un poco apartadas de lo usual; la búsqueda de caminos nuevos incluso para las formas de expresión, para los temas. Me interesan varios escritores de allí, los mismos Moyano y Saer y otros como David Viñas, sobre todo cuando empezó. También algunos que podríamos llamar "raros" como Macedonio Fernández; le confieso que soy un asiduo lector de Borges. De Uruguay me interesan Felisberto Hernández, Onetti, en particular, y después casi toda la línea de producción poética de mujeres como Idea Vilariño. Uruguay también se destaca por sus críticos; por aquel tiempo eran los mejores, gente como Angel Rama, Emir Rodríguez Monegal. A esto hay que sumar un aparato de conocimiento y de exploración muy afinado, moderno, porque eran críticos que estaban al día. Yo colaboré de tanto en tanto con "Marcha" en la época de Quijano.

¿Qué destino tuvo "La caspa", una novela en la que usted anunció que estaba trabajando en los últimos años?

Es una novela inconclusa. "La caspa" era en cierto modo de ciencia ficción, aunque no exclusivamente. La idea era que fuese la última novela antes de la caída de la primera bomba atómica y el desastre nuclear. Entonces, el único sobreviviente era una especie de masa aparentemente viva de hombre desnudo, carbonizado. En el final lo único que hace es arrancarse la caspita, la costra de la radiación atómica; había relaciones simbólicas con todo lo que se narraba allí. No la terminé, la fui dejando porque no sentía que era el tiempo. Algunas veces la releo para ver en qué medida ha ido envejeciendo sin haber vivido todavía; hay algunas cosas aprovechables pero hay que rehacerla con otros conceptos. No ocurre en ningún país específico, es un poco el mundo y es una novela simbólica, pero bajo un aspecto básicamente realista. El nudo temático era el pavor que había empezado a originar la catástrofe nuclear, una especie de anticipación en el tiempo a lo que todavía no ocurrió. Me parecía tan factible esa tragedia que la escribí como si ya fuera real. La empecé después de la bomba de Hiroshima.

Hablemos de la obsesión, de la pasión...

Lamentaría no haber sabido contenerla y haberla dado como radiación más que como impulso. Yo creo más en la irradiación, en la influencia gradual que en los grandes injertos demasiado bruscos. La experiencia humana tiene cierta lentitud en absorber los fenómenos nuevos.

Por último, ¿cómo ve usted el destino político de su pueblo?

Pienso que este país está hecho para un régimen socialista no para un régimen liberal, como esos que han reinado acá durante más de un siglo. Me refiero a un socialismo moderno que trate de absorber y de eliminar los sucesos que ha producido el maquinismo, la tecnología que ha creado en el hombre una falsa sensación de potencialidad. Creo que se deben recoger las enseñanzas de los cánones antiguos de vida, de producción, de convivencia.