20 de noviembre de 2008

Günter Grass: "Lo que ocurre actualmente en el mundo es totalmente ridículo"

La entrevista que sigue fue realizada por el escritor español Juan Ramón Iborra en 1996. En aquella oportunidad, visitó en su casa de Ratzeburg al, por entonces, futuro Premio Nobel de Literatura alemán Günter Grass (1927) para hablar de la obra que éste recién publicaba: "Ein weites feld" (Es cuento largo), una polémica novela que abarca cien años de historia alemana. Grass, una de las figuras más importantes de la literatura alemana posterior a la Segunda Guerra Mundial, comenzó escribiendo teatro: "Onkel, onkel" (Tío, tío) y "Die bösen köche" (Los malos cocineros) fueron algunos de sus primeros dramas. Luego vinieron las novelas "Die blechtrommel" (El tambor de hojalata), "Katz und maus" (El gato y el ratón), "Hundejahre" (Años de perro), "Aus dem tagebuch einer schnecke" (Diario de un caracol), "Der butt" (El rodaballo), "Die rättin" (La ratesa) y "Die box" (La caja), entre otras. Entre sus libros más polémicos figura la autobiografía "Beim häuten der zwiebel" (Pelando la cebolla), en la que relata su infancia, su vida como soldado y sus vinculaciones con el nazismo como miembro de las Waffen-SS. El diario "Clarín" publicó la entrevista dos años más tarde, el 19 de febrero de 1998, cuando se publicó en Argentina "Es cuento largo", la novela que traza un panorama desde la Revolución de 1848 hasta la caída del Muro de Berlín en 1989.¿Por dónde prefiere que comencemos a hablar: política, literatura o alta cocina?

Lo mejor será que hablemos de mis libros, porque ellos dan pie para hablar de temas políticos y también culinarios. "El rodaballo" es el primero que contiene recetas de cocina algo más sofisticadas.

Quiero aclararle antes de seguir que no soy crítico gastronómico ni literario. Sólo puedo hablar de sus libros por lo que ellos me transmiten como simple lector.

¡Mucho mejor!

Pero hay algo que me llama la atención en su última novela. Su protagonista sufre una reencarnación.

Sí. Y en ella la noción de la inmortalidad tiene un significado muy literal.

Creo que la transformación del ser humano constituye la gran metáfora de toda su obra.

Se trata de una modalidad de la metamorfosis. En muchos de mis libros se ven representados ciertos arquetipos de la especie humana. Por ejemplo, el deseo de no crecer encarnado por Oskar...

El pequeño protagonista de "El tambor de hojalata" es en todo caso un ejemplo de rebeldía ante la transformación. Y Oskar vive en la ciudad de la que usted procede. Una ciudad que sufrió una transformación, una metamorfosis, empezando por el nombre de Danzig a Gdansk.

Mi familia es una mezcla. Procedemos de una minoría eslava con un idioma mucho más próximo al polaco que al alemán, y luego está la parte alemana. Eso ha despertado en mí no sólo un gran interés sino una verdadera solidaridad con las minorías, lo cual se ha plasmado también en mi obra. La minoría eslava a la que pertenece mi familia vivió tanto la opresión de los polacos como la de los alemanes, si bien la alemana fue mucho más bestial. Pero los polacos también sentían una tendencia centralista, que los llevaba a no respetar las minorías. Esto se da en todo el mundo. España tampoco ha encontrado todavía la mejor forma de tratar a las minorías. Pero volvamos a Danzig-Gdansk.

¿Representa una ciudad-obsesión? Cuando usted escribe sobre ella mira hacia atrás, hacia una ciudad que ya no existe.

Quizá sólo se puede escribir sobre algo tan obsesivamente como yo lo he hecho si se ha perdido definitiva y totalmente. La pérdida es una condición previa para una pasión obsesiva.

En "Diario de un caracol" usted escribe: "Una cosa es segura, reír lo podía hacer mejor antes". ¿Qué le ha quitado las ganas de reír?

El libro fue escrito en una época de circunstancias y transformaciones políticas muy difíciles. Yo tenía cuarenta años y estaba en oposición al gobierno; veía ilusión en los ideales de la protesta estudiantil de entonces, con la que simpatizaba. Me encontraba en una situación muy incómoda. Dediqué ese libro a mis hijos, intentando explicarles por qué me ausentaba con tanta frecuencia, por qué me metía en la campaña electoral y, en ese contexto, elaboré una especie de autorretrato en el que constaté que antes podía reír mejor. Entretanto he vuelto a aprender a reír. Pero ya no es la misma risa de la juventud.

Pasada la juventud, cuando la risa aflora, resalta las arrugas, las huellas del tiempo.

Me resulta difícil explicar la razón... Pero me doy cuenta de que, a veces, la risa se me queda atravesada y no logra salir.

¿Por qué?

Lo que ocurre actualmente en el mundo es totalmente ridículo. Pero sus consecuencias son tan terribles que me preocupa seriamente lo que dejaremos a nuestros hijos y nietos cuando nuestra generación ya no esté. Les dejamos un desastre, desde el punto de vista económico, ecológico y social. Y eso a pesar de todos los esfuerzos realizados, de tantas esperanzas y anhelos. Este balance, sinceramente, no da pie a reírse de nada.

¿Es un motivo para perder la esperanza?

Desde luego, es un motivo para no despertar falsas esperanzas. Hay que llamar a las cosas por su nombre.

¿Es esa actitud la que lo llevó a estar en contra de la unificación alemana?

La unificación es sólo un aspecto más dentro de lo que le digo. Y un aspecto que no constituye ninguna amenaza para el mundo. Se trata de una miseria alemana. En todo caso, es una oportunidad desaprovechada para volver a encontrarse de una forma humana después de tantos años de separación. Lo que se ha hecho es una anexión. Se ha asumido económicamente la zona, lo cual produce una nueva ruptura en las conciencias. Le repito que es un problema grave para los afectados, pero no es un problema mundial. Este asunto es algo sobre lo que a veces hasta me puedo reír.

Con sarcasmo, supongo.

Sí, claro. Es un humor sarcástico, que se plasma también en mi último libro.

Nunca llegué a conocer el Berlín dividido. Fui por primera vez un año después de la unificación. Y tuve la sensación de que, a pesar de derribado, el Muro seguía existiendo.

Sí. En Berlín, donde no hay distancias que separen el este del oeste, la gente vive de espaldas unos a otros. Ello se debe a lo que le decía antes, pero también a que Berlín carece de verdaderos dirigentes políticos. No hay una planificación. Simplemente se construye a lo loco y no se ven los problemas reales.

En Berlín constaté que los del oeste veían a sus nuevos vecinos como nuevos problemas porque les hurtaban oportunidades de empleo al ser más a repartir. Y a los del este, los sentí desencantados.

Hay algo que todos los alemanes tienen en común y es la tendencia a la xenofobia, cuya expresión más radical llega a veces al racismo manifestándose, por ejemplo, en los incendios a centros de acogida de asilados. Pero es un fenómeno que se da por igual en el este y el oeste. A ello se suma lo que acaba usted de señalar: el sentimiento ampliamente difundido en el oeste de ver en los del este una amenaza, sobre todo en el mercado laboral. Esto se percibe de forma muy especial en Berlín occidental y es algo nuevo. Antes no podía darse porque unos y otros no se conocían. Pero también hay otra cara de la moneda: en Alemania viven unos seis millones de extranjeros, en su gran mayoría perfectamente integrados. Pero por desgracia, siempre surge algún político que utiliza demagógicamente este tema, ligándolo a la xenofobia. Cuando hace un año el ministro del Interior, Manfred Kanther, dijo en público que Alemania no era un país de inmigración, eso es demagogia pura que alimenta la xenofobia.

Esos seis millones de extranjeros integrados... Bueno, lo están hasta que les queman la casa, con ellos dentro.

Cuando digo seis millones hablo de personas que viven aquí desde hace décadas, cuyos hijos se han criado aquí. Estos están integrados en su gran mayoría, a pesar de que carezcan de un estatus legal que lo refleje. Les sigue resultando muy difícil adquirir la nacionalidad alemana a pesar de llevar tanto tiempo aquí. Sin embargo, las víctimas de los incendios suelen ser principalmente los recién llegados y se encuentan en centros de acogida.

El hecho de que usted tenga a sus principales críticos en Alemania, ¿lo hace sentirse una isla dentro de su propio país?

Su observación es cierta y eso se debe a diferentes motivos. Primero, a algo bastante grave: tras la caída del sistema soviético y las transformaciones de 1989, en Alemania y en otros países europeos, muchos de los que antes formaban la izquierda -digo, de los que decoraban sus casas con signos de izquierda-, adoptaron una postura oportunista. Se demuestra en el hecho de que para ver ahora a muchos de los intelectuales que en los años '60 y '70 creían estar situados mucho más a mi izquierda y me combatían por socialdemócrata tengo que girar bastante mi cabeza hacia la derecha. Dicho de otro modo, aquella cultura liberal de izquierdas características de Alemania y de la que yo formaba parte dejó de existir. Francia vivió ese mismo proceso y creo que España también. Quedan muy pocos que se atrevan a llamar a las cosas por su nombre. Y, evidentemente, eso conduce al aislamiento.

¿Hace usted de moscardón molesto en su país?

Sí, así es y la verdad es que me siento a gusto asumiendo ese papel. Aunque a veces resulta muy cansador y entonces marcho de viaje a Dinamarca o Portugal para descansar un poco de mi patria.

Aquella máquina de escribir que veo en un rincón ¿es la que utilizaba en sus comienzos?

Es una de mis máquinas, una vieja Olivetti. Pero es que en esto soy muy anticuado. No tengo computadora ni quiero tenerla. No creo que mi trabajo se pueda realizar con él. La computadora está en la cabeza y en el corazón. La primera vez que yo plasmo en el papel lo que pienso, lo hago siempre a mano. Como ve, yo escribo de pie. Ahí tiene mi lugar de trabajo. Así que hasta la segunda, tercera o incluso cuarta versión, no paso a utilizar la Olivetti. Tengo cuatro diferentes y me he visto obligado a instalar un pequeño almacén de cintas porque ya ni siquiera se venden. Mi primera Olivetti fue un regalo de boda en 1954. Después de muchos años de trabajar con ella, se la regalé a uno de mis hijos, que la guarda como una reliquia. No creo que él la utilice para escribir, ya que tiene una computadora. Luego, cuando subamos al piso de arriba, podré enseñarle una de mis litografías, en la que se ve la primera máquina de escribir de Heinrich Böll. Era una Remington. Muchos escritores tienen esa relación sentimental con sus máquinas y a veces les son más fieles que a sus mujeres.

No es su caso. No les ha sido tan fiel si dice que tiene varias.

Pero todas son Olivetti.

Al explicarles a sus hijos mediante un libro su posición política y sus ausencias de casa, también les habló de su vinculación con el nazismo, en su juventud. ¿Necesitaba usted justificarse?

Por una parte, a mis hijos les resultaba incomprensible que su padre se ausentara durante semanas. Eso constituía un foco de conflicto familiar y conyugal. La crisis matrimonial queda discretamente reflejada en aquel libro. Me resultó difícil explicar mi comportamiento y para ello tuve que remontarme a mi pasado, a la época del nazismo, a la historia de las sinagogas en Danzig, algo integrado en la ciudad desde hacía siglos y que los nazis destruyeron. Tenía que describir esa persecución y los asesinatos y tenía que decir que el canciller de entonces y nuevo candidato demócrata cristiano, Kurt Kiesinger, había sido un nazi. A eso añado que en 1969 se puso fin al comunismo reformista de Checoslovaquia con su ocupación por los miembros del Pacto de Varsovia. Y yo, como socialdemócrata, por una parte era contrario al sistema comunista, pero también al sistema capitalista; sólo me quedaba esta tercera vía, que es la mía: explicar las cosas escribiendo novelas.

Pero no ha contestado el fondo de mi pregunta: su vinculación con el nazismo.

Yo me convertí en soldado a los dieciséis años, y a los diecisiete fui hecho prisionero. Cuando me liberaron tenía dieciocho. Naturalmente todo esto empezó antes: a los quince llevé por primera vez un uniforme militar, el de los Luftwaffenhelfer, eso cuando iba al colegio, claro... Eso es algo que marca profundamente. El desmoronamiento moral de todo el castillo de mentiras que habían construido los nazis fue un choque muy grave para mí. Necesité mucho tiempo para entender y aceptar los crímenes que se habían cometido. En el fondo es algo que todavía me persigue. Todo esto tuvo para mí dos consecuencias. La primera es que, a mis diecisiete años, la mayoría de los jóvenes de mi edad estaban muertos o gravemente heridos. Desde entonces tengo la absoluta certeza de que es una pura casualidad que yo siga vivo. La segunda: durante los últimos días de la guerra, en abril de 1945, caí herido levemente en Berlín, por lo que fui alejado del frente y hospitalizado en el oeste, lo que implicó que fuera hecho prisionero por los americanos y que, a raíz de ello, me criase en ese lado, con la oportunidad que no tuvieron los jóvenes de mi edad del este de poder formarme una opinión propia. Algunos de aquellos jóvenes del este pasaron de quitarse la chaqueta de las juventudes hitlerianas a ponerse la de las juventudes comunistas. Es decir, que una ideología vino a sustituir a la otra.

Al salir de prisión vivió en Düsseldorf. Quiso seguir una formación de escultor y para salir adelante trabajó en el campo, en minas de potasa, e incluso formó parte de un grupo de jazz. Tocaba golpeando con unos dedales sobre una tabla de lavar la ropa.

Sí. Eramos tres que tocábamos música dixieland y eso me permitía ganarme la vida. Y le diré que a esa actividad musical le debo uno de los momentos más felices de mi vida, entre 1949 y 1950. Louis Armstrong estuvo en Düsseldorf para un concierto después del cual vino a caer en el bar restaurante en el que nosotros tocábamos. Nos oyó y al parecer le gustó, porque pidió que le fueran a buscar su trompeta y acabó tocando con nosotros.

¿Armstrong no le preguntó cómo se le había dado por tocar tan insólito instrumento?

El lo conocía. Es un instrumento para marcar el ritmo que procede de la música dixie. Lo tocaban los negros que carecían de dinero para comprarse tambores. Era un sustituto de la batería.

Usted dice que con el tiempo ha aprendido a soportar su Alemania. Pero su leyenda afirma que en cierto momento no la aguantó más y se marchó a Calcuta. Pero tampoco soportó el Tercer Mundo en directo y regresó a casa.

Esa es una leyenda divulgada por la prensa alemana. Teníamos previsto ese viaje desde hacía muchos años, pero era para una estancia prolongada y no pudimos realizarlo hasta que nuestros hijos fueron relativamente adultos. Esta ausencia de Alemania, que fue una experiencia agotadora, se vino a interpretar como una huida, al igual que el posterior regreso. Quizás esta interpretación se debió al hecho de que muchos deseaban que me fuera muy lejos de aquí. Pero por desgracia para ellos he vuelto. No obstante, también es cierto que esa ausencia de Alemania me sentó muy bien.

Su hijo más popular no lleva su apellido, se llama Oskar, no quiere crecer y en lugar de hablar toca el tambor. Hábleme de su nacimiento.

Es realmente muy difícil de explicar cómo nace un personaje así. Pero el libro lo empecé en París.

Bien, sabemos entonces que el pequeño Oskar nació en París.

Sí, se podría decir así. Pero mis dos hijos en la realidad también nacieron en París. Los gemelos. ¡Sí que empezó bien la cosa! Directamente con gemelos, que nacieron aproximadamente cuando yo iba por la página 500. Lo cual dificultó mucho la conclusión de la obra.

Todos sus temas literarios aparecen antes en sus dibujos, en sus poemas. Parece que juega usted con ellos hasta que los lleva al papel.

Una buena observación. Casi siempre, las primeras versiones de mis manuscritos están llenas de dibujos, porque hay muchas cosas que necesito percibir visualmente antes de ponerme a escribir. Lo primero que publiqué fue un libro de poemas con dibujos. La lírica y el dibujo son para mí un poco el nido de incubación de todo lo demás. Ahí es donde recojo los primeros sonidos, las primeras ideas. A veces, estos primeros pasos no tienen una continuidad en una novela hasta diez años después.

¿Por qué necesita de ese período tan largo de hibernación?

Hay temas que precisan una fase de gestación. La idea para la última novela me vino hace diez años, en Calcuta, a raíz de un sueño. Mi mujer es una apasionada lectora de Theodor Fontane, por lo que se llevó varios de sus libros a Calcuta. Una tarde estaba yo durmiendo la siesta bajo un mosquitero y un ventilador, y soñé algo muy extraño. Me veía en nuestra anterior casa, mirando por una ventana hacia el jardín. Allí vi a mi mujer, sentada bajo un peral, conversando animadamente con un señor entrado en años. Hablaban y se reían muy alto. Al mirar más de cerca vi que el hombre era Fontane. Me puse muy celoso, pero en el mismo sueño me dije: ahora no puedes reaccionar de forma irracional. Así que decidí bajar al jardín y me senté al lado de ellos. Desde entonces, en nuestro matrimonio somos tres. Y éste es uno de los desencadenantes que dieron lugar a mi última novela. Pero sólo diez años más tarde, con el acontecimiento de la caída del Muro, aquella idea abstracta se pudo inscribir en un contexto político y social determinado.

¿No fue un modo de sacar afuera sus celos?

Pues sí. Ese fue el principio. Al que siguieron diez años de incubación.

¿Sabe que en los sueños el peral tiene una interpretación sexual? Como árbol de frutos...

Sí, sin duda esa interpretación es posible. Pero hay un poema de Fontane precisamente sobre el peral.

Quizás en su sueño Fontane le estaba recitando a su mujer un poema erótico.

Sí, claro que sí, el de un viejo que le da una pera a una niña...

Las esculturas de esos estantes, ¿son suyas?

Sí, son terracotas huecas que elaboré a principios de los '80, cuando interrumpí por un tiempo mi trabajo como escritor.

Tienen un gran contenido sexual.

Sí, es algo recurrente. Pero también están ahí muchos personajes de mis novelas: el rodaballo, la ratesa...

¿Escultor es su verdadera profesión?

Sí, es la que aprendí como Dios manda. A escribir aprendí por mi cuenta, y como dejé la escuela a los quince años, en mis primeras obras, hasta "El tambor de hojalata", la ortografía me planteó grandes dificultades. Fue con los años, a medida que escribía libros, que llegué a dominarla.

"Es cuento largo" desencadenó una gran polémica al ser publicado en su país, hasta el punto de que un crítico lo definió como el libro más indigno de la literatura alemana.

Es curioso lo que ha ocurrido. La acogida entre los lectores ha sido fenomenal, muy especialmente en Alemania oriental. Se han vendido más de 350.000 ejemplares. Sin embargo, reconozco que constituye un desafío para el lector. No es mayormente entretenido. Como ya empecé a hacer en otros libros, he tratado de reflejar un período de más de cien años de historia alemana donde el orden cronológico queda anulado. Todo se encierra en el personaje principal. Eso es algo inhabitual, pero en nuestra conciencia todo se encubre así. Y lo mismo ocurre en mi libro.

La polémica llegó al extremo de que el más popular crítico alemán apareció en la portada del prestigioso semanario "Der Spiegel" rompiendo esta última novela suya.

No quiero añadir nada más por mi parte. Y tampoco me preocupa excesivamente lo que haga o diga un chiflado como Reich Ranicki. Pero lo que me parece escandaloso es que "Der Spiegel", un semanario supuestamente serio, se preste a una actitud que nos recuerda lo vivido durante el nazismo.

Me parece que a usted le molesta hablar de esto.

Es que el tema no da mucho más de sí. Mire usted, desde "El tambor de hojalata", todos mis libros han sido controvertidos. Quizá la diferencia radique en que, cuando entonces el crítico del diario "Frankfurter Allgemeine Zeitung" hizo pedazos mi libro, se notaba que la ira le vino leyéndolo. Al menos yo tenía la seguridad de que los críticos leían mis obras. Sin embargo, ahora tengo muchas veces la impresión, incluso la seguridad, de que ni siquiera se lee el libro que se critica. Todo se basa en prejuicios políticos. Mi libro fue acogido como una ofensa y eso es sencillamente ridículo.

Escribieron con virulencia contra usted. Lo llamaron traidor y cobarde. Hasta lo compararon con Goebbels.

Lo cierto es que en un primer momento sí que me sentí herido. Todo esto ocurrió mientras pasaba unas vacaciones en Dinamarca y aproveché para hacer algo que tenía previsto desde hacía mucho tiempo: volver a sacar mis acuarelas. Es una técnica tan complicada que no te permite pensar en otras cosas. Así que todo lo que estaba ocurriendo en Alemania me quedó muy lejos.

Dice que las críticas a sus obras se basan en prejuicios políticos. Pero usted hace literatura política. Y viceversa.

Cuando un escritor se entrega a una temática de actualidad política, siempre es complicado. Se encuentra en el filo de una navaja. Es inevitable. Yo crecí en una época marcada por la política y siempre me he relacionado con personas dedicadas a la política profesional. Como escritor siempre he tenido una relación muy directa con la sociedad, pero con un planteamiento diferente al de los políticos. Mis conocimientos son otros. Yo cuento la historia de otro modo y eso conlleva enfrentamientos. Pero si renunciamos a ellos habría que prescindir de la mitad de la literatura universal. Por escribir su "Metamorphoseon" (La metamorfosis) y "Ars amandi" (El arte de amar), Ovidio fue confinado al Mar Negro. Nadie conoce hoy al dictador que decretó su destierro, pero la obra de Ovidio perdura.

Dicen que usted le escribía los discursos al canciller Willy Brandt.

Sí, escribí algunos y colaboré en la redacción de otros. Pero siempre eran meros proyectos, porque Brandt cambiaba siempre sus discursos. Fue una de las pocas personalidades políticas con una gran cualidad: sabía escuchar.

Siento curiosidad por su anillo...

Es similar al que tiene mi esposa. Los compramos en Hong Kong, en una tienda donde había una caja llena de anillos viejos. Nos dijeron que eran de compromiso y llevan símbolos de fertilidad.

De su fertilidad no cabe la menor duda.

Sí, yo tengo un sentido de la familia muy pronunciado. Hace dos primaveras realicé un viaje con mis tres hijas, de tres madres diferentes. Estuvimos quince días en Italia. Fue una experiencia muy interesante. Desde luego, con las tres madres no habría sido capaz de realizarlo.