18 de diciembre de 2008

Entremeses literarios (XXVI)

¡APRENDE GEOMETRIA!
Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

Henry miró su reloj. Eran las dos de la mañana. Cerró el librejo desesperado. Seguramente lo reprobarían al día siguiente. Cuanto más estudiaba la geometría, menos la comprendía. Había fracasado ya dos veces. Con seguridad lo echarían de la Universidad. Sólo un milagro podía salvarlo. Se enderezó. ¿Un milagro? ¿Por qué no? Siempre se había interesado por la magia. Tenía libros. Había encontrado instrucciones muy sencillas para convocar a los demonios y someterlos a su voluntad. Nunca había probado. Aquel era el momento o nunca. Tomó de la estantería su mejor obra de magia negra. Era sencillo. Algunas fórmulas. Ponerse a cubierto en un pentágono. Llega el demonio, no puede hacerte nada y se obtiene lo que se desea. ¡El triunfo es tuyo! Despejó el piso retirando los muebles contra las paredes. Luego dibujó en el suelo, con tiza, el pentágono protector. Por fin, pronunció los encantamientos. El demonio era verdaderamente horrible, pero Henry se armó de coraje.
- Siempre he sido un inútil en geometría -comenzó.
- ¡A quién se lo dices! -replicó el demonio, riendo burlonamente.
Y cruzó, para devorar a Henry, las líneas del hexágono que aquel idiota había dibujado en vez del pentágono.


DIECISEIS ENANOS Y MEDIO
Rafael Ballester
Chile (1968)

En Maracaibo vivían dieciséis enanos y un medio enano. Todos eran hermanos y el medio enano era el hermano de al medio. También hay que decir que eran sus medio hermanos pues sólo compartían el padre, claro que lo compartía sólo con la mitad pues los otros ocho querían mas a su madre que a su padre, al que no le perdonaban haberla engañado. Los ocho ignoraban que era un engaño a medias, es decir, su madre también había engañado a su padre, de hecho esos ocho eran hijos de otro enano. Lo que nos deja con el hecho que los ocho y los ocho son sólo medio hermanos. Si un día descubrieran toda la verdad, se sentirían desilusionados, pero sólo a medias, claro.


NAUFRAGIO
Ana María Shua
Argentina (1951)

¡Arriad el foque!, ordena el capitán. ¡Arriad el foque!, repite el segundo. ¡Orzad a estribor!, grita el capitán. ¡Orzad a estribor!, repite el segundo. ¡Cuidado con el bauprés!, grita el capitán. ¡El bauprés!, repite el segundo. ¡Abatid el palo de mesana!, grita el capitán. ¡El palo de mesana!, repite el segundo. Entretanto, la tormenta arrecia y los marineros corremos de un lado a otro de la cubierta, desconcertados. Si no encontramos pronto un diccionario, nos vamos a pique sin remedio.


LA CUCARACHA SOÑADORA
Augusto Monterroso
Guatemala (1921-2003)

Era una vez una cucaracha llamada Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha llamada Franz Kafka que soñaba que era un escritor que escribía acerca de un empleado llamado Gregorio Samsa que soñaba que era una cucaracha.


EL PULPO QUE NO MURIO
Sakutaro Jaguiwara
Japón (1886-1942)

Un pulpo que agonizaba de hambre fue encerrado en un acuario por muchísimo tiempo. Una pálida luz se filtraba a través del vidrio y se difundía tristemente en la densa sombra de la roca. Todo el mundo se olvidó de este lóbrego acuario. Se podía suponer que el pulpo estaba muerto y sólo se veía el agua podrida iluminada apenas por la luz del crepúsculo. Pero el pulpo no había muerto. Permanecía escondido detrás de la roca. Y cuando despertó de su sueño tuvo que sufrir hambre terrible, día tras día en esa prisión solitaria, pues no había carnada alguna ni comida para él. Entonces comenzó a comerse sus propios tentáculos. Primero uno, después otro. Cuando ya no tenía tentáculos comenzó a devorar poco a poco sus entrañas, una parte tras otra. En esta forma el pulpo terminó comiéndose todo su cuerpo, su piel, su cerebro, su estómago; absolutamente todo. Una mañana llegó un cuidador, miró dentro del acuario y sólo vio el agua sombría y las algas ondulantes. El pulpo prácticamente había desaparecido. Pero el pulpo no había muerto. Aún estaba vivo en ese acuario mustio y abandonado. Por espacio de siglos, tal vez eternamente, continuaba viva allí una criatura invisible, presa de horrenda escasez e insatisfacción.


A DESTIEMPO
Tomás Onaindia

Venezuela (1956)

Llevaba tantos días sin hablar con nadie ni oír las noticias que no podía saber que los servicios de limpieza de la ciudad estaban en huelga. Cuando saltó desde la ventana del octavo piso fue a caer sobre una montaña de bolsas de basura. Y ni siquiera tenía las llaves de su apartamento.


EL BUEN AMANTE
Alphonse Allais
Francia (1854-1905)

Fumando cigarrillos, esperaba en el balcón. Hacía un tiempo frío y seco como un bastonazo. Pero él estaba a tal punto combustionado por la fiebre de la espera que la temperatura le importaba poco. Por fin se detuvo un coche. Una masa negra sobre el fondo gris perla de la vereda pasó como un relámpago y se zambulló en la puerta. Era ella. Un poco sofocada por las dos escaleras que acababa de subir, ella entró, y fue de inmediato glotonamente besada en sus pequeñas manos y sus grandes párpados. Recién entonces, él pensó en mirarla. Ella era verdaderamente encantadora, de un encanto turbador e inolvidable. Su cabecita fina y morena, emergiendo de las pieles, estaba cubierta con un sombrero tirolés en fieltro gris, de muchachito. Las alas estaban echadas muy bajas sobre la frente. Los grandes ojos parecían tener miradas más largas que de costumbre, y esa noche se había hecho coquetos rulitos, no a la manera de las españolas sino verdaderos bastoncitos de joven pelambre. Luego de las primeras efusiones, una vez que se hubo desabrigado:
- ¡Pero en su casa hace un frío negro, querido mío!
Entonces, muy desesperado, él buscó febrilmente vagos combustibles, pero en vano. Como vivía constantemente afuera, siempre había descuidado ese detalle de la vida doméstica. Entonces ella se volvió furiosa y cruel:
- ¡Pero es tonto, querido mío! ¡Queme sus sillas, pero, le ruego, encienda fuego! ¡Tengo los pies congelados!
El se negó en seco. Su mobiliario le venía de herencia por su madre, y quemarlo le parecía un odioso sacrilegio. Adoptó un medio término. La hizo desvestir y acostarse. El también se desvistió totalmente. Con una navaja que previamente había afilado bien, él se abrió el vientre verticalmente, desde el ombligo hasta el pubis, cuidando que fuera cortada sólo la piel. Ella, algo sorprendida, lo miraba hacer, no sabiendo adonde quería llegar. Luego, de pronto, comprendiendo la idea, explotó en una carcajada y tuvo una palabra amable:
- ¡Ah, eso, es muy amable, querido mío!
La operación estaba terminada. Comprimiendo con las dos manos los intestinos que se escapaban, él se acostó. Ella, muy divertida con el juego, hundió sus pequeños piececitos en la masa irisada de las entrañas humeantes y lanzó un gritito. Jamás hubiera creído que haría tanto calor allí adentro. El, por su parte, sufrió cruelmente por ese contacto tan frío, pero la idea de que ella estaba bien lo reconfortó, y así pasaron la noche. A pesar de que ella ya se había calentado hacía rato, dejó sus pies en el vientre de su amigo. Y era un espectáculo adorable ver esos piececitos tan bien arqueados, en los que el glauco verdusco de los intestinos ponía de relieve el rosa exquisito.
Por la mañana, él estaba un poco cansado, e inclusive ligeros cólicos lo atormentaban. ¡Pero cuán deliciosamente recompensado fue! Ella se empeñó obstinadamente en recoser ese calentadorcito fisiológico. Como una buena mujercita de su casa, bajó, en cabellos, para comprar una bella aguja de acero y lindo hilo de seda verde. Luego, con mil precauciones, comprimiendo con su pequeña mano izquierda los intestinos que no hacían sino salirse, ella cosió con su pequeña mano derecha los dos labios de la herida de su amigo. Para ambos dos, esa noche ha quedado como su mejor recuerdo.


UN ACUERDO
Joaquín Lara Rodríguez
España (1956)

"Gus es mi socio por mil razones, y ahora tengo que matarlo por una sóla". Farney entró en su apartamento y no encendió la luz. La claridad de la ventana era suficiente para hacer una llamada. Marcó y recordó las palabras de Sam: "Ese chico no aprende, Farney. Nos ha dicho que fuiste tú quien denunció la mercancía. Tómate tu tiempo, pero demuéstranos que podemos confiar en ti". El zumbido del aparato era la respuesta que menos quería oír. Si Gus no estaba en su agujero, no veía la forma de localizarlo: "Contesta Gus, maldita sea. Quiero darte una oportunidad". Se sirvió un trago y volvió a marcar. Del rincón más oscuro vino un ruido; Farney intentó encender la luz, pero un chasquido seco y un fogonazo lo dejaron clavado en la tumbona. Tenía el pecho partido por una bala. Agonizando, la voz de Gus le retumbó en la cabeza:
- Esta tarde he limpiado a Sam, y a cambio de la deuda me ha propuesto salvarme la vida. Entonces me contó que seguramente pensabas liquidarme. Ya sé que nuestro acuerdo sobre traición se resolvía con la muerte, pero nos falto añadir que, muerte por muerte, es preferible la del otro.


EL ENGAÑO
Marcial Fernández
México (1962)


La conoció en un bar y en el hotel le arrancó la blusa provocativa, la falda entallada, los zapatos de tacón alto, las medias de seda, los ligueros, las pulseras y los collares, el corsé, el maquillaje, y al quitarle los lentes negros se quedó completamente solo.


CADA CUAL CON SU QUIMERA
Charles Baudelaire
Francia (1821-1867)

Bajo un amplio cielo grisáceo, en una amplia llanura polvorienta, sin caminos, ni hierba, sin un cardo, sin una ortiga, me crucé con muchos hombres que caminaban encorvados. Llevaba cada uno, a sus espaldas, una quimera enorme, tan pesada como un saco de harina o de carbón, o la mochila de un soldado romano de infantería. Pero el monstruoso animal no era un peso muerto; envolvía y oprimía, por el contrario, al hombre, con sus músculos elásticos y poderosos; se agarraba con sus dos enormes garras al pecho de su montura, y su fabulosa cabeza dominaba la frente del hombre, como uno de aquellos cascos horribles con que los guerreros antiguos intentaban acrecentar el terror de sus enemigos. Pregunté a uno de aquellos hombres hacia dónde se dirigían de aquella manera. Me respondió que ni él ni los demás lo sabían; pero que, sin duda, iban a algún lugar, ya que les impulsaba una necesidad irresistible de andar. Reflexión curiosa: ninguno de aquellos viajeros parecía molesto por el violento animal colgado de su cuello y pegado a su espalda; hubiérase dicho que lo consideraban como parte de sí mismos. Tantos rostros agotados y serios, ninguna irritación mostraban; bajo la capa melancólica del cielo, hundidos los pies en el polvo de un suelo tan desolado como el cielo mismo, caminaban con la faz resignada de los condenados a esperar siempre. Y el cortejo pasó por mi lado y se perdió en la atmósfera del horizonte, por el lugar donde la superficie redondeada del planeta se sustrae a la curiosidad del mirar humano. Me resistí unos momentos en querer penetrar el misterio; pero pronto la irresistible indiferencia se dejó caer sobre mí, y me quedé más hondamente agobiado que los otros con sus molestas quimeras.