8 de diciembre de 2008

Isidoro Blaisten: "En literatura sólo importan los resultados"

Nacido en Entre Ríos, Isidoro Blaisten (1933-2004) se hizo porteño muy temprano. Fue fotógrafo y redactor publicitario. Después fue periodista, decidió ser poeta, puso una librería en San Juan y Boedo, pero se abrió camino como narrador. "La felicidad", "La salvación", "El mago", "A mí nunca me dejaban hablar", "Carroza y reina", "Al acecho" son algunos de los títulos con los que ganó lectores y reconocimiento. Sus cuentos, siempre en tensión con el lugar común y el "deber ser", dejan reconocer una mirada perspicaz de la calle y de los buscavidas que imaginan el modo de ganarse el pan llevando como pueden las marcas de origen y las fantasías de una vida mejor. "Dublín al sur" y "Cerrado por melancolía", dos de los libros que reúnen sus cuentos más conocidos, fueron reeditados a fines de 1998. Por esa razón, la periodista Mónica Sifrim del diario "Clarín" lo entrevistó para la edición del 17 de enero de 1999.


El personaje de uno de sus cuentos más famosos dice: "En este país, cuando estás bien vestido tenés talento". ¿Esto es realmente así?

Bueno, es un cuento escrito hace veinte años, pero creo que la situación no ha variado. Los personajes de mi cuento "Los tarmas" disimulan que son pobretes. Y también disimulan lo que no son: se hacen pasar por periodistas, por gente de pro. Han pescado, con esa sutileza que da la necesidad, cómo funciona la cosa. En otro cuento mío un diputado presumía de tener el living más grande de Sudamérica. Va una pareja de periodistas y le dice: "Salvo el del general Noriega". Y él le contesta: "Lo que pasa es que nunca le pudimos sacar el olor a caballo". Claro, el living ese lo habían montado sobre un antiguo stud. Yo tengo una teoría casera sobre algo que me importa mucho, que es la doble realidad. Un restaurante, por ejemplo, tiene lo que se ve: mesa servida, mozos simpáticos. Lo que no se ve es la cocina. La simultaneidad de esas dos realidades me fascina. Muchos de mis cuentos están regidos por eso. Lo que está atrás se oculta. Pero entrar a esos mundos por la puerta de atrás a mí me encanta.

¿Los escritores tienen que producirse un poco, como las modelos?

No necesariamente. Yo, por ejemplo, ahora tengo un estudio, algo que siempre había soñado. Y una vez que lo tuve, hice un proceso inverso. Vuelvo al café. Necesito escribir en el café, como lo hacía antes.

¿Hay que escribir en un lugar incómodo?

No. Necesito el murmullo de la gente. Yo hablo con los mozos. Los mozos te ven en el diario. Te quieren distinguir. Primero me decían "señor Isidoro". Después me empezaron a decir "doctor". Está hecho con todo afecto. Como si pensaran: "Yo no he leído nada de este hombre pero aparece en los diarios y lo quiero distinguir". Me parece que ahora, que tengo el escritorio, me angustia la soledad.

Tal vez el sueño del lugar para escribir tiene que ver con la clandestinidad. Una vez que se oficializa el "bulín" puede perder encanto.

Vos te referís al aspecto de la transgresión. Puede ser. Roberto Arlt dice que cuando se tiene algo que decir se escribe en cualquier lado. "En un cuarto infernal o sobre una bobina de papel. Dios y el diablo están junto a uno dictándole inefables palabras". Proust escribía en la cama con edredones, asmático, histérico. No toleraba un ruido. Hemingway, en cambio, era más creativo: en mitad de la batalla, a la luz de una vela y conduciendo ambulancias. No tiene nada que ver. En literatura sólo importan los resultados. Cada vez estoy más convencido de eso.

En el cuento al que hacíamos referencia antes, los personajes son unos "crotos" que se visten bien y se hacen pasar por "gente de la cultura" para participar de cócteles y eventos donde dan de comer. Es su profesión y lo hacen bien. ¿Sigue existiendo ese oficio?

Por supuesto. Los "tarmas" ahora están en los grandes hoteles, en las entregas de premios. Los reconocen los periodistas y los fotógrafos. Es toda una estrategia para sobrevivir en Buenos Aires. Toman las secciones culturales de los diarios y buscan las "vernissages" y las presentaciones de libros. Se hacen pasar por lectores preocupados y son capaces de desarrollar una fascinación que te hace sucumbir. En algunos casos incluso los organizadores los llaman para quedar bien. Hubo una galería de arte que convidaba al público en las inauguraciones de las muestras con pequeñas porciones de pizza. Pero un buen día les dijeron que dejaran de servir pizza porque no era fino. Las señoras "tarmas" solían acercarse al pintor y le decían: "¿Y maestro, qué me anda produciendo ahoooora? Lo noto un poco haragán". Pero cuando les avisaron que no servirían más pizza dejaron de ir. Claro. No las iban a conformar con una simple copa de champán y unos miserables amarettis. Iban a comer, llevaban a los hijos y comían todos a cuatro manos. Yo no sé. No voy a muchos eventos. La última vez que fui a uno, un amigo me empujó para adelante: "Isidoro, hace falta que te vean. Si no te ven, es como si no hubieras venido". Y ahí vuelvo a tu primera pregunta. Si lo importante es que te vean, no podes ir mal vestido. Los "tarmas" se privaban de comer con tal de tener buena ropa. Roberto Arlt, en una de sus aguafuertes, decía que por más que estés en la "lona" tenés que tener un traje impecable: el traje de ir a pedir trabajo. Si vas a pedir trabajo mal vestido no te toman. Hay otro oficio que se ha puesto de moda y es el de los asaltantes que te venden una foto, te la cobran y después no te la mandan nunca.

Ahora que ha desaparecido la charla en la vereda y que los grupos sociales tienden a encerrarse en guetos urbanos, ¿sería posible escribir esos cuentos que se nutren de la mezcla social y de la observación de la calle?

Creo que sí. En mi libro "Al acecho" traté de hacer eso. Pero claro, era una observación trasvasada con una experiencia de veinte años. Pienso que, de hecho, la nueva pobreza trajo nuevos personajes. Por ejemplo, "mangueros" de diverso plumaje. El otro día vi que le estaban vendiendo a un turista algo seguramente fabricado en el Once y le decían: "Esto está hecho por los presos del penal de Sing-Sing". El turista estaba conmovido. De todos modos, si no tenés curiosidad por lo popular, el esfuerzo es inútil. Pienso, por ejemplo, en el fino oído que tiene Joyce para representar todos los niveles de lengua que aparecen en el episodio del burdel en el "Ulysses" (Ulises). A mí, modestamente, me gustaría que lo que yo escribo les pudiera gustar tanto a los amigos de San Juan y Boedo como a Roland Barthes.

¿Quiénes son los amigos de San Juan y Boedo en su realidad actual?

Es el lector simple, que busca que le cuenten una historia, pero no es ningún estúpido. Es capaz de percibir los guiños, la ironía, las realidades simultáneas. Yo, por ejemplo, tengo un cuento en el que hay un hombre y una mujer. Alguien mata a alguien. El que está al acecho es él, pero ella lo madruga y lo mata. Incluso en la tapa se la ve a ella enarbolando de forma amenazante una plancha de churrascos. En el texto están todas las marcas de que la asesina es ella. Ahora bien, cuando el cuento apareció publicado en un diario, yo hice una encuesta entre todos mis conocidos para averigurar qué habían entendido. El lector de San Juan y Boedo lo había percibido perfectamente. Los otros, más intelectuales, lo leían al revés.

¿No leían lo literal?

Exactamente. Hacían lecturas presumiendo un nivel más alto, más lleno de sobreentendidos. Interpretativo. Aquel que tiene con la literatura un compromiso de placer, no de crítica, percibe la información literal que le da un cuento sin ningún problema. En las otras lecturas el texto queda oculto por el aluvión de teorías y no queda claro si el lector entendió los sucesos que el texto explicita.

En sus libros aparece la figura del "outsider", el personaje que para los otros parece tener una especie de tara. Recuerdo "La balada del boludo" o "Victorcito el hombre oblicuo". Precisamente el libro que Jean Paul Sartre le dedica a Flaubert se titula "L'idiot de la famille" (El idiota de la familia). Para una familia burguesa y organizada, el hijo que quiere ser artista, ¿es el idiota de la familia?

Y... sí. En mi cuento "Violín de fango" la madre le pregunta al personaje: "Nene, ¿ni el violín querés tocar?". El quería escribir letras de tango. Para la familia, el escritor es siempre un inútil.

¿Usted lo sintió así?

Lo sigo sintiendo. Puedo ganar el Premio Nobel y aun así escuchar que me digan "seguís siendo siempre el mismo desorganizado" o "no sos práctico" o "no tenés una buena relación con el dinero". Puedo llegar a dar propinas dispendiosas o veinte centavos con gesto principesco.

¿Y esa sensación se refleja en sus cuentos?

Un poco. En "Violín de fango", por ejemplo, aparecen los personajes de los hermanos "con los diplomas abajo del brazo". Es que en esto de ser escritor no hay título que te avale ni diploma que te sirva. Yo conté en "Anticonferencias" que una vez me preguntaron: "¿Así que usted es poeta? ¿Y qué más?". Me parece que ahora hay nuevos clisés, adaptados para cada circunstancia. En "Después de la presentación" hay un asesino y gente que viene de la presentación de un libro. El asesino está ahí, pero la gente está concentrada en decir un lugar común tras otro: "estaba toda la fauna y la flora", "tengo una asignatura pendiente", "pero cómo hablaba, no terminaba nunca". Creo que nos movemos en el terreno de la hipocresía. Hay cosas que no se pueden decir.

¿Qué cosas no se pueden decir ahora?

¿Hay alguien que se anime a decir que no le gusta Serrat? ¿O que le gusta más Leonardo Favio? Hubo un momento en que si vos decías que leías a Borges eras condenado al ostracismo, entre los sesenta y los setenta.

¿Y usted por qué lo leía?

Porque me gustaba.

¿Tenía acceso a la compra de un libro de Borges y el resto de sus compañeros podía comprarlo y no lo leía?

O lo compraban y lo leían, pero no lo decían. Ahora se habla mal en público y bien en privado. Antes era al revés. Por ejemplo: a mí me aburre Derrida, o Bajtin o Umberto Eco. Quién se anima a decir un sábado a la tarde frente a los chorizos: "A mí no me gustó 'El nombre de la rosa'. Me salteé todas las partes en latín". Si uno lo dice, se incinera. "Ay del solo", dice la Biblia.

Nadie puede obligar al prójimo a leer a Derrida al lado de la parrilla.

Pero ay del solo. Si uno dice lo que piensa es segregado de su confraternidad. Se establece una doble lectura. Por un lado leen a Derrida, por el otro disfrutan con las historias de Stephen King. Pero no lo dicen.

¿Hay factores sociológicos que inducen en cada época a elegir o rechazar determinada lectura?

Hay causas sociológicas que yo no puedo explicar, pero existen. Como leer a Vargas Llosa ahora. Sus posturas políticas lo vuelven ilegible. Pero sus libros, que eran buenos antes, siguen siendo buenos ahora, y eso no pueden modificarlo aunque quieran. Yo tenía un amigo comunista que en su vida había ido a ver ballet. Después, cuando venía el Bolshoi, se la pasaba hablando de eso, como si el ballet fuera lo suyo. Hay temores, consignas sobre lo que hay que ver y sobre lo que te debe gustar. Imaginate que alguien diga en público que no le gustó la película "Taste of cherry" (El sabor de las cerezas). El argentino es muy inteligente, la muchachada también.

Cuando habla de "la muchachada", ¿a quiénes se refiere?

Y... son tus contemporáneos. La muchachada puede ser grande. Yo debo estar pensando en Vicente Battista, Bernardo Jobson, Abelardo Castillo, Liliana Heker.

¿Hombres y mujeres?

Sí. Con Battista íbamos al cine a ver películas de "cowboys". Ahora lo puedo decir pero antes no decíamos nada. Gritábamos y nos enfervorizábamos como si hubiéramos estado asistiendo a una función de "Juan Moreira". Aceptábamos el género y sus reglas. No nos dedicábamos a hacer un análisis estructural del relato cinematográfico.

¿Pero la muchachada no se habrá vuelto más permeable en todo este tiempo?

¿Y vos qué pensás?

Que hay muchachadas nuevas.

Claro, la muchachada de recambio. En las reuniones de la revista "El Escarabajo de Oro", que dirigía Abelardo Castillo, hablábamos de literatura. Venía un fulano, sacaba un cuento, lo leía, y luego todos lo discutíamos calurosamente. El autor se iba y nosotros seguíamos discutiendo. Después nos preguntábamos unos a otros: "¿Y ese quién era?". "No sé, no lo conozco".

Se supone que los muchachos siempre se quejan del sistema que los margina, el "establishment". Se refieren a las editoriales, la universidad, los premios literarios, los suplementos de cultura. ¿Qué pasa si ahora los mimados del sistema son ellos?

Eso es terrible. Es de verdad un problema: las cosas han cambiado. Por eso en "Dublín al sur" me disparó una frase que dice Joyce: "Ten cuidado con lo que sueñas en tu juventud porque puede hacerse realidad en tu edad madura".

¿Y en esos casos qué se hace?

No sé. Creo que el desafío es seguir siendo fiel a uno mismo, también en esas circunstancias. Recuerdo unos versos de un poeta turco que leíamos en aquella época, Nazim Hikmet: "Sin jactarme, querida/ pasé como una bala estos diez años de encarcelamiento/ pero guardo como entonces salvo este mal al hígado/ el mismo corazón y el mismo pensamiento". Para mí, la vida de un escritor es eso: poder conservar siempre el mismo corazón y el mismo pensamiento.

¿Qué representa para usted en lo personal esta reedición de sus libros "Cerrado por melancolía" y "Dublín al sur"?

Es muy curioso, más aún porque son dos libros juntos. La idea de reeditarlos fue de la editorial y allí descubrieron que se cumplían veinte años de la primera edición de "Dublín al sur". Estaba muy agotado. Lo pedían en las escuelas y, como no se conseguía, trabajaban con fotocopias. En realidad me parece bien que estén los libros, porque para mí no han perdido vigencia. Los leo ahora y todavía me conforman. Tuve que hacer algunos cambios. Cuando hablo de una enfermedad, antes decía hepatitis y ahora digo sida. Cambié la palabra "australes" por "pesos".

¿Esto cierra un ciclo para usted? ¿Lo tranquiliza?

Sí. Ya lo había cerrado con "Carroza y reina".

¿Lo tranquiliza para hacer qué?

Bueno. Empecé a escribir un cuentito que no podía parar. Seguí y seguí. Hasta ahora a mí me había pasado convertir en cuentos lo que parecía una novela. Esta vez no sé, lo voy a dejar que haga su vida. Me di cuenta de que estaba ralenteando el final, como si no pudiera despedirme. Me dije: "Isidoro, hay que hacer lo que uno siente. Si va por ese lado, hay que dejarlo ir". Para compensar esa sensación novedosa y desconcertante seguí reescribiendo y modificando hasta el delirio el libro "El mago", que es del '74. Lo reescribí tantas veces que está irreconocible.

¿Por qué el título "Dublín al sur"? ¿Qué tiene Buenos Aires de Dublín?

Yo le puse el titulo genérico de un cuento y en ese sentido formo parte de una tradición clásica que suele elegir como título genérico del libro un cuento que no tiene por qué ser el mejor, pero que da el espíritu general de esos universos cerrados que son los cuentos. El personaje aprendió todo de memoria sobre la vida y obra de Joyce -de quien no entendía un pito- y ganó un concurso respondiendo sobre su biografía. Con la plata del premio se compró en Irlanda un castillo y le puso el nombre "Dublín al sur". En el castillo hay seis puentes levadizos y cada uno tiene un nombre de tango. Este libro se tradujo al francés y el estudio preliminar lo hizo un hispanista muy importante, que me dijo: "Mire, Isidoro: Puente Alsina en Francia no significa nada". Entonces, a ese puente yo le puse "La vie en rose".

Esa es la anécdota, pero cuando usted lo elige como título de un libro no es inocente. Desde "Dubliners" (Dublineses) de Joyce, ese nombre está muy cargado literariamente. Es algo así como un espacio mítico donde se cruza el sueño individual del artista con los deseos colectivos. Y eso sólo por obra de una caminata por la ciudad.

Hay una asociación irlandesa en Rosario. Yo tengo mi hinchada entre los irlandeses. Tengo un personaje que es un "irish man" y se escapa con la austrohúngara. De esa sociedad rosarina me invitan siempre para que vaya a dar charlas. Y, como está al lado de la Asociación Israelita, me dicen: "Venga. Porque si no van los irish, vienen los idish".

Más allá del chiste, Borges veía entre el pueblo judío y el irlandés una relación particular.

Yo no conozco esa ciudad. La vi desde las costas de Inglaterra. Pero Dublín representa para mí la sublime terquedad del artista. Es juntar a Joyce con Gardel. Yo amo a los dos. Dublín es para mí lo que ahora llaman, y no sé por qué, "utopía". Prefiero la palabra poética a la que alude Heidegger, la fundación del ser por la palabra. Vos no sos nadie si no has pronunciado esa palabra. Dublín es el deseo, romper la rutina a que te tienen condenado. Es la poesía, confesa o inconfesa que todo ser humano conserva. No sé. Una línea, un poema, algo que lo redima de un mundo regido por la estupidez. Tal vez Dublín para mí sea esa esperanza.