14 de diciembre de 2008

Witold Gombrowicz: "Toda erudición es y no puede ser otra cosa que seudo erudición"

En 1939 el escritor polaco Witold Gombrowicz (1904-1969) se exilió voluntariamente en Buenos Aires. Vivió algún tiempo como vagabundo hasta que consiguió empleo en un Banco, mientras escribía algunos artículos para las revistas "El Hogar" y "Aquí Está", y para el diario "La Nación". También colaboró -bajo el seudónimo de Mariano Lenogiry- en la revista católica "Criterio". En 1946 se tradujo al castellano su obra máxima, "Ferdydurke", que tuvo una fría recepción por parte del "establishment" literario argentino. Censurado por los nazis, el gobierno polaco y el estanilismo, en 1963, al regresar a Europa, se radicó en Francia, donde obtuvo algún reconocimiento y fue traducido a varios idiomas. Entre sus obras figuran, además de la citada, las novelas "Kosmos" (Cosmos), "Trans Atlantyk" (Transatlántico), "Powieść" (Pornografía) y "Opetani" (Los hechizados); el libro de relatos "Bakakaj. Pamiętnik z okresu dojrzewania" (Bacacay. Memorias de un adolescente); las obras teatrales "Slub" (El casamiento), "Iwona, ksiezniczka Burgunda" (Ivone, princesa de Borgoña) y "Operetka" (Opereta); y los tomos de memorias "Dzienniki" (Diarios). Dos años antes de su muerte, Gombrowicz mantuvo en Vence, una pequeña localidad al sureste de Francia, una serie de conversaciones con el editor francés Dominique de Roux (1935-1977), que se publicaron en 1968 con el nombre de "Testament" (Testamento). De allí son los fragmentos que siguen. Luego de la muerte del autor polaco, el libro se reeditó con el agregado de sus cartas inéditas.En 1937 apareció "Ferdydurke", su primera novela. ¿Qué sucedió después?

Después de Ferdydurke se produce un corte de diez años en mi trabajo. Hasta 1947, cuando aparece "El matrimonio".

Esos diez años representan dos años de preguerra en Polonia, más una parte de su estancia en Argentina.

Sí, un mes antes de la guerra me marché a Argentina, donde permanecería durante veintitrés años.

¿Y cómo fue que se trasladó a Argentina?

Por pura casualidad.

¿Casualidad?

Un día, en el Zodiac, una café de Varsovia, me encontré con un amigo escritor, Czeslaw Straszewicz, y me dijo: "Me voy a Sudamérica". "¿Cómo es eso?". "Dentro de un mes, el nuevo trasatlántico polaco Chrobry leva anclas para Buenos Aires; será su primera travesía. He sido invitado como escritor para publicar algunos artículos en los periódicos". "Oiga, ¿y no podrían invitarme a mí también?". "Podemos probar. Les propondré su candidatura. ¿Quién sabe? Quizá resulte. Siendo dos, el viaje sería más agradable". Resultó. A veces leo en la prensa que me fui a Argentina para huir de la guerra. ¡En absoluto! Me preparé para ese viaje con tanta despreocupación que sólo a la casualidad -¿a la casualidad?- debo el no haberme quedado en Polonia. La víspera de mi partida, con todo listo y todos mis papeles en regla, me pasé por el café. Allí, alguien me dijo: "Supongo que tendrá usted un permiso de las autoridades militares...". "Tengo el pasaporte, y he presentado todos los certificados militares posibles, de otro modo no lo tendría". "¡No es suficiente! Necesita además un permiso especial de la autoridad militar; se trata de una simple formalidad, pero sin ese papel no podrá subir al barco". Consulté mi reloj. Las siete menos veinte. La oficina militar cerraba a las siete. Tomé un taxi, entré corriendo en el edificio, subí los escalones de cuatro en cuatro hasta el cuarto piso. ¡Demasiado tarde! La puerta estaba cerrada. Eran las siete y tres minutos. A pesar de todo llamé. Salió el ordenanza. "La oficina está cerrada. Deje de armar tanto escándalo". La puerta volvió a cerrarse. ¡Adiós América! Empecé a bajar melancólicamente la escalera; de pronto oí un gran barullo procedente de abajo. Era un equipo de fútbol que tenía que jugar un partido internacional en Dinamarca. También ellos habían llegado tarde. Nuevos golpes en la puerta. Esta vez el ordenanza nos dejó entrar, y por gracia especial nos estamparon el sello necesario. Como ve, mis veintitrés años en Argentina se decidieron en cuestión de minutos.

¿Y cree usted que no fue una casualidad?

Toda esta historia de las dificultades para salir fue como si una mano enorme me hubiera agarrado del cuello, sacado de Polonia y depositado en esa tierra perdida en medio del océano, y sin embargo europea..., precisamente un mes antes de que estallara la guerra.

¿Y por qué esa mano no lo depositó en Europa Occidental?

Porque un día u otro habría terminado en París. Si no hubiera abandonado Europa, es casi seguro que habría vivido en París después de la guerra, y eso, evidentemente, la "mano" no lo deseaba.

¿Por qué?

Porque, a la larga, París me habría convertido en un parisino, y yo tenía que ser antiparisino. Ahora bien, en aquella época aún no estaba suficientemente inmunizado. Mi destino quería mantenerme, durante muchos años todavía, en la periferia de Europa, lejos de sus capitales y lejos de los mecanismos literarios, escribiendo "para los cajones", como se dice hoy en Polonia. Examine usted el mapa. Sería difícil encontrar un lugar mejor que Buenos Aires. Argentina es un país europeo; allí se siente la presencia de Europa con mucha más intensidad que en la propia Europa, y al mismo tiempo se es exterior a ella. Además, en aquel territorio de vacas no se aprecia la literatura. Y también tenía necesidad de eso. Un distanciamiento con respecto a Europa y con respecto a la literatura. La magia. La forma de la vida como si dijéramos preconcebida. Cuanto más alejados estamos de la "forma", más nos hallamos en su poder. Contradicciones misteriosas, contrastes...

¿Cómo organizó su vida en la Argentina?

Arribamos a Buenos Aires el 22 de agosto -el dos es mi número- de 1939, cuyas cifras suman también veintidós, tras una travesía de tres semanas. La situación internacional parecía volverse menos tensa. No obstante, al día siguiente de nuestra llegada, los telegramas de Moscú y de Berlín que anunciaban el pacto de no agresión entre Alemania y Rusia cayeron sobre el mundo como un rayo. ¡Era la guerra! Una semana después, las primeras bombas alemanas se abatían sobre Varsovia. Yo seguía viviendo en el barco con mi amigo, Straszewicz. Al enterarse de la declaración de guerra, el capitán decidió regresar a Inglaterra ya que no cabía pensar en llegar hasta Polonia. Straszewicz y yo celebramos un consejo de guerra. El optó por Inglaterra. Yo me quedé en Argentina.

En su novela "Trasatlántico", todavía inédita en francés, narra usted esos momentos, y se describe como un desertor.

No se trataba en absoluto de una deserción; de todos modos, Polonia estaba ya separada del resto del mundo. En cuanto abandoné el barco, acudí a la legación polaca en Buenos Aires; luego, cuando se empezó a constituir un ejército polaco en Inglaterra, me presenté ante la comisión de reclutamiento de la legación con el traje de Adán... En una palabra, en el plano formal yo estaba absolutamente en regla. Si en "Trasatlántico" me pinté como un desertor es porque moralmente era un desertor. No hay nada que decir, me hallaba trastornado, anonadado, pero me sentía asimismo feliz de encontrarme milagrosamente al abrigo allende el océano. En el capítulo VII del volumen I de mis "Diarios", hablo un poco de los comienzos de esta existencia argentina. Doscientos dólares -toda mi fortuna- me bastaron durante cerca de seis meses. Argentina era por entonces un país excepcionalmente barato. Me hospedaba en pequeños hoteles económicos, algunos polacos me ayudaban, empecé a escribir un poco para los periódicos, principalmente folletines, con seudónimos, y durante un tiempo gocé de una modesta subvención de nuestra legación. Todo esto junto no bastaba, no sabía cómo iba a vivir al mes siguiente, y a veces me veía obligado a pedir prestados algunos pesos para poder comer. Esta situación se prolongó, en función de las circunstancias, hasta 1947. Después trabajé en el Banco Polaco durante siete años. Eso me resultó mucho más aburrido. Sin embargo, el regusto amargo, trágico y poético de los primeros siete años no había de borrarse fácilmente.

¿Cuál fue su experiencia de la guerra?

En seguida hablaremos de eso. Déjeme decirle antes algunas palabras más sobre mis comienzos en Argentina. Es algo que no puede contarse... y que, sin embargo, no se puede omitir... Como acabo de decirle, vivía en los hoteles más modestos, e incluso en los denominados "conventillos", esos cuchitriles de las grandes ciudades, atestados de seres miserables. ¡Con cuánta pasión me sumí en la "inferioridad"! ¡Yo, el señor Gombrowicz! Bruscamente, de un brochazo, volvía a ser joven, tanto moral como físicamente. Por la calle me decían "joven", como si no hubiera cumplido los veinticinco años. Nunca he sido tan poeta como en aquella época, por las calles rebosantes de gente, completamente perdido. Perdido entre la multitud y perdido también en lo que a mi suerte se refería. Enjambre, hormiguero, multitudes, luces, estrépito ensordecedor, olores, y mi pobreza era un goce, mi caída un echar a volar. Me dejé arrastrar sin vacilaciones, sin problemas, en aquel caos de lenguas diversas; me convertí en uno de ellos. Y los compañeros ocasionales, con los que entablaba una amistad superficial y sin compromiso con asombrosa facilidad -esa naturalidad la descubrí en mí, un ser tan artificial, como el tesoro más preciado, como una gracia, un reposo, una liberación-, me ayudaban en la medida de sus posibilidades. Un día en que me paseaba con uno de ellos por la calle Corrientes devorando los escaparates, dije que tenía hambre. ¡Qué honor! "Tranquilo repuso él, no te preocupes. Tengo un cadáver y habrá de sobra para los dos". Tomamos un tranvía y fuimos a los suburbios, a una casa en un barrio obrero donde, en efecto, yacía en su ataúd un difunto de ya no recuerdo qué nacionalidad, completamente cubierto de flores y al que familia, amigos y conocidos estaban dando su último adiós en un silencio macabro. Tras rezar nuestras oraciones, pasamos a la habitación contigua, donde se había dispuesto un "buffet" para los asistentes: ¡Sandwiches y vino! Comimos, y me explicó que con frecuencia buscaba cadáveres por aquellos barrios y que lo mejor era conseguir las direcciones por medio del sacristán. Aquel ágape "cadavérico", aquella consumición joven y elegante de un cadáver subsiste en mi memoria como el símbolo de esa época. Aquel consumo cadavérico con un apetito joven y voraz, al que no obstante yo, a mi edad, ya no tenía derecho... Toda mi "naturalidad" no era a fin de cuentas sino artificio y juego...; eso sí, el juego más sublime y espléndido que podía llevarme conmigo mismo. Gracias a ese gusto paradójico por la degradación que descubría en mí, logré atravesar victoriosamente la guerra y la miseria. Y hoy no experimento remordimiento alguno por haber utilizado el desastre, mi desgracia, o la de los míos, o la de medio mundo, como un puente hacia una especie de goce amargo, maldito; no, pese a todo tenía derecho a ello... Sin embargo, la prudencia burguesa no me abandonaba, y jamás me dejé arrastrar a empresas más arriesgadas. En varias ocasiones, la "cana" -la policía- me metió entre rejas, pero por breve tiempo, y más bien por historias de mis amigos que por mis delitos personales. He aquí otro recuerdo que también permanece en mí como un símbolo: en marzo del '42, el propietario del hotel en que me hospedaba empezó a reclamarme con excesiva energía los seis meses que le debía; había que largarse. Una noche abandoné el hotel, y mi vecino don Alfredo, magnánimo, me pasó las maletas por la ventana. Me fui con ellas a un café, y me senté a una mesa, sin saber qué hacer. Toda posibilidad de conseguir crédito quedaba descartada. De pronto oí una voz: "¿Usted aquí?". Era un polaco, un periodista llamado Taworski, que residía en Argentina desde hacía cierto tiempo. Le expliqué lo que ocurría, y él me dijo: "Mire, ahora tengo unos socios capitalistas, y hemos alquilado un chalet en los alrededores de Buenos Aires, en Morón, para montar un pequeño taller de tejidos. Puede usted vivir allí". El chalet no estaba mal, cinco habitaciones dando a un jardín, eso sí, completamente vacías. Taworski dormía en una cama, y yo sobre un montón de periódicos. En cuanto llegué me advirtió en tono misterioso: "Si penetra alguien en la casa, aunque sea por la ventana, o de noche, sobre todo no se mueva, no dé ninguna señal de vida". Durante varias noches dormí tranquilo sobre mi montón de periódicos. Por fin una noche, hacia las tres de la madrugada, me despertó un ruido y vi a dos tipos corpulentos que desenroscaban las bombillas y quitaban los plomos. No hice el menor movimiento. Desaparecieron. Eran unos ex socios de Taworski que, al no poder vengarse de él ni echarle de allí, venían a hacerle todas las jugarretas imaginables. Taworski, por su parte, condenado a prisión con la sentencia en suspenso por una pequeña imprudencia, no se atrevía a protestar, y ellos lo sabían. Y aquellas visitas nocturnas, crueles y alcohólicas -pues casi siempre estaban borrachos-, así como nuestra impotencia para defendernos, tomaron para mí, una vez más, el aspecto de un símbolo tan patético como misterioso. Pasé unos seis meses en aquel chalet que iban desvalijando poco a poco. Taworski, que era la bondad personificada, cuidaba de mí como un padre; nos alimentábamos casi exclusivamente de carne ahumada y maíz, que cocinaba de una vez para toda la semana. En Morón gocé de gran popularidad, tanto en la pizzería de la plaza como en el café, donde se podía jugar al billar y al ajedrez. Me bebía mi litro de leche diario y me comía mi pan sentado en el suelo, sobre la hierba, mientras contemplaba la calle. En la pizzería, un mozo al que le caía simpático me daba un sandwich por veinte centavos, pero con una lonja de jamón cuatro veces más gruesa de lo normal, casi como un bistec. Y en eso, he aquí que en el suplemento literario de "La Nación", un periódico muy popular, aparece en primera plana un artículo mío. Desde ese momento mi posición social en Morón quedó liquidada. La gente empezó a darme muestras de consideración.

Con todo, esa vida no debía de resultarle muy fácil...

Era la catástrofe lo que me sostenía. Mi propia catástrofe, así como la catástrofe de Polonia y la catástrofe de Europa.

Pero al mismo tiempo, ¿actuaba a un nivel diferente, más elevado?

Sí.

¿Cómo eran sus relaciones con los medios literarios argentinos?

Muy escasas. Al principio me esforcé por entrar en contacto con ellos, con fines prácticos, para serle franco. Pero pronto renuncié. En primer lugar porque mis libros, que no habían sido traducidos a ninguna lengua, eran absolutamente inaccesibles para ellos. Después, porque durante años mi español era detestable, y por último, porque no les parecía lo bastante convencional. Si hubiera podido enzarzarme en conversaciones sobre "los nuevos valores literarios" en Polonia o en Francia, o sobre "la influencia de Mallarmé en Valéry", quizá habría tenido más suerte.

¿Y Victoria Ocampo?

No quisiera repetir lo que ya he dejado escrito en mis "Diarios". Si logré alcanzar cierto renombre en Argentina no fue tanto en mi calidad de autor como por ser el único escritor extranjero que no había acudido en peregrinación al salón de la señora Ocampo. Tenía la certeza de que, tanto mis opiniones y mi manera de ser, como mis obras, le resultarían demasiado chocantes. En lo que respecta a mis obras, la aparición de "Ferdydurke" en Argentina corroboró mi opinión, puesto que la revista "Sur", que ella dirigía, fue la única publicación que no le hizo el menor caso.

¿Y Borges?

Borges y yo somos polos opuestos. El se halla enraizado en la literatura, yo en la vida. A decir verdad, yo soy antiliterario. Precisamente por ese motivo un acercamiento entre Borges y yo hubiera podido resultar fructífero, pero se interpusieron algunas dificultades técnicas. Nos encontramos una o dos veces, y eso fue todo. Borges tenía ya su pequeña camarilla, un tanto obsequiosa; él hablaba y ellos escuchaban. Lo que decía no me parecía de la mejor calidad; era demasiado limitado, demasiado literario, paradojas, frases ingeniosas, sutilezas, en una palabra, el genero que más detesto. Su inteligencia no me deslumbró; sólo más tarde, cuando leí sus obras propiamente artísticas -sus cuentos-, no pude menos que reconocer que poseía una rara perspicacia de alma y de espíritu. Pero el Borges "hablado", ese Borges de conversaciones, de conferencias, de entrevistas, y también el de los ensayos y las críticas, siempre me ha parecido pobre, y más bien superficial. En Argentina me citaban a menudo como "excelentes" las frases ingeniosas de Borges. Pues también, siempre sufría una decepción. Aquello sólo era literatura, y ni siquiera de la mejor.

¿Cómo se explica usted esa palpable diferencia entre el arte de Borges y el Borges "hablado"?

Tengo mi propia teoría sobre esta cuestión; a mi entender, no se presta suficiente atención al hecho de que Borges está casi ciego. Su ceguera es lo que le ha permitido esa intensa concentración interior que ha originado obras artísticas de gran valor. Pero también le ha condenado a vivir en un círculo determinado, demasiado estrecho, formado por literatos, ninguno de los cuales tenía la talla suficiente para contradecirle; se le prodigaba una admiración un tanto afectada y se le seguía cada vez más allá en los finos arabescos de su pensamiento y en su seudo erudición. Toda erudición es y no puede ser otra cosa que seudo; Borges erudito es de una ignorancia aterradora, y además, de una inteligencia discutible, pues la erudición es por esencia ininteligente. Por consiguiente, en su ceguera, Borges se ha vuelto cada vez más profundo y, en su trato con el mundo exterior, cada vez más superficial. Una evolución semejante merece respeto, ya que un hombre ciego no está en condiciones de llevar una vida normal. No obstante, creo que sus admiradores cometen un error al no distinguir entre los dos Borges y al prodigar las mismas alabanzas a su inteligencia y a su ininteligencia. Ininteligencia que se manifiesta tanto en el picoteo obsesivo de migajas literarias sin valor como en una revelación de este tipo: "¿Qué opina usted del duelo?". "Estoy absolutamente en contra; cuando se produce una discrepancia entre dos personas, a mi entender esa discrepancia no tiene nada que ver con las espadas ni con la muerte de una de ellas".

En este punto se le podría hacer a usted una objeción. Si el hecho de que Borges sea en cierto sentido limitado o intelectualmente extravagante, hubiera que atribuirlo a su ceguera entonces, en la época en que su vista era aún bastante normal, no habría poseído tales características. Y sin embargo, en los comienzos de su creación, Borges era menos original y más prisionero todavía de los esteticismos, tanto en lo que escribía como en lo que decía.

Tiene usted razón. Tal vez habría que decir que la ceguera no le ha permitido vender, tanto en el plano de "fino conversador" como en el plano de la vida, lo que gracias a ello ha superado en su arte. No sé...

Sin embargo, a veces se muestra usted muy severo con su arte. En un capítulo de sus "Diarios" publicado en "Les Lettres Nouvelles", le calificaba usted de "caldo insípido para literatos".

Me expliqué torpemente. Lo cierto es que le aprecio mucho en cuanto artista. Pero, ¡qué facilidad tiene para atraer a eruditos, estetas, "cinceladores", bibliófilos, profesores, glosadores y otros sibaritas y especialmente en letras! En ellos pensaba al hablar de "caldo insípido", no en él. En Argentina tuve ocasión de conocer a algunos de sus admiradores pertenecientes a su círculo íntimo. No me deslumbraron ni por su excesiva inteligencia ni por alguna desbordante energía espiritual. No es sorprendente que no entendieran ni una sola palabra de "Ferdydurke", recién traducido por entonces al español. Pero aún en el caso de que los acólitos de Borges hubieran sido capaces de transmitirle una vaga idea de mi libro -a él, que no puede leer solo-, no habría servido de nada. Este hombre, muy sincero y profundamente humano en soledad, en la vida cotidiana tiene miedo de los hombres; su timidez, su finura aristocrática le obligan a huir de la sinceridad. Su pretendida modestia no es sino una coraza para su sensibilidad aristocrática. El modesto sir Jorge Luis Borges, Knight of the British Empire, Comandeur des Lettres et des Arts, Caballero de la Orden del Sol y de la Orden de la Madonnina, etcétera, experimentaría, en mi opinión, grandes dificultades para entenderse con cierto vanidoso Gombrowicz a secas.

¿Y qué relaciones mantuvo usted con los demás escritores argentinos?

Casi nulas. Sólo se habría podido hablar de relaciones tras la aparición de "Ferdydurke", cuando yo ya tenía a mis espaldas siete años de vida en Argentina. Pero para entonces me había instalado en el anonimato y me tenía sin cuidado el mundo literario; era libre, independiente, caprichoso y provocador. Me había habituado al hecho de que nadie me tomaba en serio y que tampoco yo tomaba a nadie en serio. Por lo demás, una obra como "Ferdydurke" debía verse confirmada por París para que les fuera posible reconocerme. Lanzamos ese poderoso panfleto, yo y un grupo de jóvenes escritores que colaboraron en su traducción, en medio de una atmósfera más bien frivola. "Ferdydurke" despertó algunos entusiasmos, sobre todo entre los jóvenes, y se le dedicaron unas cuantas críticas en la prensa; pero finalmente todo quedó en agua de borrajas. Fue entonces cuando conseguí mi empleo en el Banco Polaco, y por lo tanto, la última razón que podía tener para implicarme en la literatura argentina, es decir, la perspectiva de rascar algún dinero aquí y allá, perdía su validez.

¿Le ayudaron en sus dificultades económicas?

Se me ha referido que, no hace mucho, un agregado de la embajada argentina en París le dijo a un agregado de la embajada polaca: "Gombrowicz ha comido nuestro pan durante un cuarto de siglo y ahora ladra contra nuestro país". Yo no ladro contra Argentina, a lo sumo ladro un poquito contra la burguesía argentina, que no es lo mismo. Por otra parte, mi pan argentino me llegó en realidad del extranjero; para empezar, los polacos me ayudaron un poco, después tenía el sueldo del Banco Polaco, y finalmente viví de mis ediciones extranjeras. Sólo en una ocasión, si no recuerdo mal, un argentino, un escritor millonario, prometió dejarme en un sobre trescientos pesos, que me permitirían llegar a Córdoba, en la montaña, a reponerme de una gripe. Dejó el sobre, pero en su interior sólo encontré ciento cincuenta pesos.

Y cuando al fin Europa le descubrió, ¿cambió la atmósfera? ¿Se podría hablar de una..., digamos, ligera... consternación?

En absoluto. Primero se creyó que se trataba de un falso rumor. Un año antes de mi partida de Argentina -es decir, unos cinco años después de la edición parisina de "Ferdydurke"-, cuando ya se me traducía a la mayoría de las lenguas europeas, me encontré por casualidad en la calle con el poeta Jorge Calvetti, que colaboraba en el primer periódico del país, "La Prensa". Le expliqué mis éxitos, y Calvetti amañó una entrevista conmigo a dos columnas. Pero entonces, otro colaborador del mismo periódico, Manuel Peyrou, amigo de Borges, se encontró con Calvetti en la redacción y le reprochó violentamente que se hubiera dejado embaucar por mis mentiras. Se armó un buen lío. Calvetti fue a quejarse al jefe de redacción. Afortunadamente, un conocido crítico de París, el ruso Wladimir Weidlé, cuyos libros tenían éxito en Argentina, se encontraba de paso en Buenos Aires. El jefe de redacción le sugirió a Calvetti que fuera a verle para comprobar sus informaciones, y Weidlé dio el veredicto al confirmar que, efectivamente, yo era un escritor conocido y apreciado en Europa, lo cual fue proclamado en "La Prensa". Según parece, la agarrada entre Calvetti y Peyrou fue tan tormentosa que hubo que secuestrar a uno de los dos en un ascensor, e inmovilizar éste entre dos pisos, a fin de evitar que llegaran a las manos. "Se non e vero...".

Pero, ¿qué podía importarles que un extranjero que, es cierto, residía desde hacía tiempo entre ellos pero al que no veían jamás, al que nunca se encontraban en sus tés, en sus galas, en sus recepciones, que ese extranjero adquiriera cierta notoriedad?

De mí, individuo siempre privado, ninguna nación puede sacar provecho, yo soy un "outsider". En el encuentro internacional, yo no formaba parte de su equipo literario. Me interesa añadir que sí, que pese a todo encontré amigos benévolos y serviciales. Virgilio Piñera, un escritor cubano hoy eminente, y Humberto Rodríguez Tomeu, otro cubano, hicieron mucho por mí, y es sobre todo a ellos a quienes debo la traducción española de "Ferdyduke". Cecilia Debenedetti, Alejandro Russovitch, Jorge Calvetti, Adolfo de Obieta, Roger Pla, he aquí algunos de los nombres inscriptos por mí, como dice Shakespeare, "en el libro que releo todos los días". Mi amistad con Ernesto Sábato data de mucho más tarde, cuando quedé fascinado por su gran novela "Sobre héroes y tumbas" -que en Francia apareció con el título "Alexandre"-, una obra verdaderamente extraordinaria en la que el romanticismo, la tradición, la historia, una especie de anacronismo telúrico y la patología sudamericana se combinan de manera extraña con un modernismo completamente de vanguardia que expresa a la Argentina actual. Sábato es sin duda uno de los tres "grandes" de América Latina, junto con Asturias y Borges.

Ahora le sitúo a usted otra vez en Argentina.

No son más que anécdotas..., para dar ambiente...

¿Y escribía usted sin interrupción?

¡Oh, no! A lo largo de toda la guerra no escribí otra cosa que folletines para periódicos, con seudónimo, a fin de ganar algunas piastras, y unos cuantos arlículos en "La Nación". No era posible escribir mientras ignoraba de qué viviría al mes siguiente. De vez en cuando, durante breves períodos de remisión, esbozaba mi obra "El matrimonio", pero no la terminé hasta después de la guerra. La guerra supuso para mí unas vacaciones.

Unas vacaciones, confiéselo, en la que no faltaron momentos terribles de depresión, viviendo en aquella soledad y aquella humillación más allá del océano.

En efecto, cuando en ocasiones me abandonaba mi humor de ahorcado... Sí, a pesar de todo, era penoso, terrible, desesperante. La guerra me destruyó familia, posición social, patria, porvenir; ya no me quedaba nada, ya no era apenas nada... Y sin embargo... Y sin embargo, Argentina... ¡Qué descanso! ¡Qué liberación! De mis primeros años en Argentina, los más duros, podría decir con Mickiewicz: "Nacido en esclavitud, cargado de cadenas desde la cuna, jamás tuve en mi vida sino esa única, pero ¡qué primavera!". Sólo que esas palabras suyas se refieren al año 1812, cuando Napoleón al marchar sobre Rusia liberó, por un breve tiempo, a Polonia. Mientras que yo relaciono esas palabras con la época en que, tras la caída de Polonia y el estallido de la Guerra Mundial, todo se hundió para mí, todo el orden en el que había vivido hasta entonces... ¡Relajamiento de la forma! Circunstancia excepcional. ¡Ocasión bendita, única! Compréndalo Dominique: los que tomaron parte en la guerra se encontraron de inmediato atrapados en nuevas... yo diría formaciones... todavía más rígidas, en el ejército, en el servicio, en la acción. Y a mí, la guerra me sumergió en un desenfrenado oleaje que no era sino estruendo, vértigo, instantes sin mañana, casi hasta el aniquilamiento. Solo. Liberado. Perdido. Yo lo sabía muy bien. Era una ocasión que el destino me ofrecía, para que pudiese al fin acercarme a aquello que constituía para mí lo más sagrado, lo que yo definía como la "inferioridad", o como lo "bajo", o como la "frescura", la "sencillez" o la "inmadurez", o incluso como un "elemento oscuro y sin nombre". Tales términos no traducen, ni siquiera de manera aproximada, la naturaleza de ese secreto, de ese objetivo que mis libros no lograban descubrir ni expresar adecuadamente. En todo caso, me enconlraba a un paso del gran altar de esa iglesia inaccesible... ¡y me arrojé al agua, como alguien que se muere de sed! No, a decir verdad, aquello no eran unas vacaciones, ni un descanso. Si la pobreza, la humillación, la guerra, el desastre, la soledad, la inseguridad, los zapatos agujereados, el frío, las chinches y mi penas y preocupaciones propias de la miseria, si todo eso quedó reducido a casi nada, es porque jamás me había sentido tan cerca de la belleza, de una determinada y singular belleza... y entonces cedí a la loca esperanza de que podría apropiarme de esa belleza, hacerla mía. Sí, yo, que soy más bien lúcido, estuve poseído durante semanas enteras por esa embriaguez de poesía, ¡hasta el punto de sentirme yo mismo poesía! Espejismos... ¡no, realmente no eran unas vacaciones! Era un trabajo doloroso, agotador... Porque para acercarme a la sencillez y a lo natural, tuve que ponerme máscaras, y era una artimaña, una trapacería, algo que chirriaba, que sonaba a falso. Lo repito, no conseguí nada, no conseguí sino un acercamiento... ¡Un acercamiento que subrayaba, que ponía en evidencia mi artificio! ¡Pobre pelele! Con cerca de cuarenta años, llevaba la existencia de un joven de veinte, y esa edad la revivía frente a la catástrofe mundial, lo cual basta para demostrar hasta qué punto era temeraria mi empresa. No sé... El imperialismo de nuestro "yo" es indomable, y su poder tiene tal alcance que, a veces, me sentía inclinado a creer que el desbarajuste del mundo no tenía otro objeto que depositarme en Argentina y sumergirme de nuevo en la juventud de mi vida, que en su momento no había podido experimentar ni aprovechar. Era por eso por lo que existía la guerra, y Argentina, y Buenos Aires.