11 de enero de 2009

Entremeses literarios (XXXI)

LITERATURA
Julio Torri

México (1889-1970)

El novelista, en mangas de camisa, metió en la máquina de escribir una hoja de papel, la numeró, y se dispuso a relatar un abordaje de piratas. No cono­cía el mar y sin embargo iba a pintar los mares del Sur, turbulen­tos y misteriosos; no había tratado en su vida más que a emplea­dos sin prestigio romántico y a vecinos pacíficos y oscuros, pero tenía que decir ahora cómo son los piratas; oía gorjear los jilgue­ros de su mujer, y poblaba en esos instantes de albatros y gran­des aves marinas los cielos sombríos y empavorecedores. La lucha que sostenía con editores rapaces y con un público indiferente se le antojó el abordaje; la miseria que amenazaba su hogar, el mar bravío. Y al describir las olas en que se mecían ca­dáveres y mástiles rotos, el mísero escritor pensó en su vida sin triunfo, gobernada por fuerzas sordas y fatales, y a pesar de todo fascinante, mágica, sobrenatural.


ULTIMAS PALABRAS
Juan Sabia
Argentina (1962)

El personaje de su histo­ria se moriría, ese era el final previsto desde la primera línea. Lo que aún no podía encontrar era sus últimas palabras. La desespe­ración de buscarlas inútilmente durante mucho tiempo lo llevó a decidirse. "Si el arte imita a la vida" pensó, "por qué no a la muer­te". Primero tímidamente, más tarde con la confianza que da la costumbre, fue a los hospitales para acompañar a moribundos desconocidos y escribir lo que decían. Insultos, invocaciones, pe­didos de auxilio; en el momento todo parecía servir pero, al vol­ver a su casa, todo lo desechaba. Un día, ya sin esperanzas, no anotó casi nada. Ni siquiera esperó a que el viejo de la cama cin­co expirase: se puso de pie y caminó hacia la salida. Iba tan abati­do que no oyó la sirena ni vio la ambulancia que intentó esqui­varlo pero que inevitablemente lo embistió. Quedó tendido en la calle y, mientras se le iba la vida, lamentó haber comprendido demasiado tarde que la muerte del protagonista de su historia ten­dría que haber sido como estaba siendo la suya, sin últimas palabras, en el más significativo de los silencios.


EL JACARANDA
Eduardo Galeano
Uruguay (1940)

En las noches, Norberto Paso acarreaba bolsas en el puerto de Buenos Aires. En los días, lejos del puerto, levantaba esta casa. Blanca le subía los ladrillos y los baldes de mezcla, y las paredes iban creciendo en torno al patio de tierra. Esta casa estaba a medio hacer cuando Blanca trajo un jacarandá del mercado. Era un árbol chiquito, ella había pagado un platal. Norberto se agarró la cabeza:
- Estás loca -dijo. Y la ayudó a plantarlo.
Cuando terminaron esta casa, Blanca murió. Ahora han pasado los años, y Norberto sale poco. Una vez por semana, viaja unas horas hasta el centro de la ciudad, y se junta con otros viejos que protestan porque la jubilación es una mierda que no alcanza ni para pagar la soga donde colgarse. Cuando Norberto regresa, tarde en la noche, el jacarandá lo está esperando.


EL CAMPEONATO NACIONAL DE PAJARITAS
Luis Britto García
Venezuela (1940)

Abierto oficialmente el cam­peonato nacional de pajaritas, el señor Pereira se dirige al proscenio, toma una hoja de papel, la dobla, la vuelve a doblar, y de los plie­gues surge lentamente una montaña. Pliegue tras pliegue, de la mon­taña surgen un arroyo y un arcoiris, el arcoiris desciende y junto a él fulguran las nubes y finalmente las estrellas. Un gran aplauso resuena, el señor Pereira se inclina y baja lentamente a la sala.
Acto seguido se instala en el proscenio el señor Delgado, quien toma en cada mano sendas hojas de papel, la mano izquierda dobla dobla dobla dobla, sale una paloma, sosteniendo el pico con los dedos anular y meñique y tirando de la cola con los dedos índice y medio las alas su­ben bajan suben bajan, finalmente la paloma vuela, entretanto la mano derecha dobla dobla dobla dobla, sale un halcón, colocando el dedo ín­dice en el buche y presionando con el pulgar en las patas, las poderosas alas suben bajan suben bajan, al final el halcón vuela, persigue a la palo­ma, la atrapa, cae al suelo, la devora. Un entusiástico aplauso resuena, el señor Delgado se inclina y desciende lentamente a la sala.
Sube al proscenio el señor Iturriza, quien es calvo, viejo, tímido y usa lentecitos con montura de oro. En medio de un gran silencio el señor Iturriza se inclina ante el público, hace una contorsión, se vuel­ve de espaldas. La segunda contorsión lo despliega, asume una forma extraña, y luego vienen la tercera, la cuarta, la quinta contorsión, la apertura del pliegue longitudinal y la vuelta del conjunto. La sexta y la séptima contorsiones son apenas visibles pero definitivas, la gente va a aplaudir pero no aplaude, en el proscenio el señor Iturriza deshace su último pliegue y se transforma en una límpida, solitaria, gran hoja cuadrada de papel blanco.



EL DEDO
Feng Meng Lung
China (1574-1646)

Un hombre pobre se encontró en su camino a un antiguo amigo. Este tenía un poder sobrenatural que le permitía hacer milagros. Como el hombre pobre se quejara de las dificultades de su vida, su amigo tocó con el dedo un ladrillo que de inmediato se convirtió en oro. Se lo ofreció al pobre, pero éste se lamentó de que eso era muy poco. El amigo tocó un león de piedra que se convirtió en un león de oro macizo y lo agregó al ladrillo de oro. El amigo insistió en que ambos regalos eran poca cosa.
- ¿Qué más deseas, pues? -le preguntó sorprendido el hacedor de prodigios.
- ¡Quisiera tu dedo! -contestó el otro.


CUENTO CHINO
Herbert Allen Giles
Inglaterra (1845-1935)

Cierto hombre, que había com­prado una vaca magnífica, soñó la misma noche que crecían alas sobre la espalda del animal, y que éste se marchaba volando. Considerando esto un presagio de infortunio inminente, llevó la vaca al mercado nuevamente y la vendió con gran pérdida. Envolviendo en un paño la plata que recibió, la echó sobre su espalda, y a la mitad del camino a su casa, vio a un halcón co­miendo parte de una liebre. Acercándose al ave, descubrió que era bastante mansa, de manera que le ató una pata a una de las esquinas del paño en que estaba su dinero. El halcón ale­teaba mucho, tratando de escapar, y tras un rato, al aflojarse momentáneamente la mano del hombre, voló con todo y el trapo y el dinero. "Fue el destino", dijo el hombre cada vez que contó la historia; ignorante de que, primero, no debe tenerse fe en los sueños, y segundo, de que la gente no debe recoger cosas que ve al lado del camino. Los cuadrúpedos generalmen­te no vuelan.


EL MURO
Antonio López Ortega
Venezuela (1957)

Durante tres semanas se­guidas, echando el cuento a quien se le atravesara en el camino, mi hermano refirió repetidamente un episodio visto en la televisión: una mujer enferma y paralítica está en su cuarto. Hay muy poca luz. Maniobrando de un lado a otro la silla de ruedas, te das cuenta de que la vieja está levantando un muro de ladrillos en la mitad del cuar­to. Con la ayuda de una cuchareta de albañil, va colocando y pegan­do trabajosamente un ladrillo tras otro. La vieja sonríe: no sabes por qué pero sonríe. De pronto oyes una voz, oyes una voz que dice "no me hagas esto, mamá, no me hagas esto". La cámara te descubre a un hombre que está del otro lado del cuarto. El hombre llora y se amarra el cuerpo con las manos. Tú supones que es el hijo, tú lo supones porque el hombre no cesa de decir "no me hagas esto, mamá, no me hagas esto". Pero la vieja, nada. Está abstraída, está fuera de sí. Sólo una sonrisa ciega la sostiene. El muro va creciendo y el hombre ya no puede hacer nada. Queda un último orificio, sí, queda el último orificio en el que la vieja va a calzar el ladrillo final. Y es entonces cuando la vieja asoma un ojo desorbitado y dice "es mejor así, hijo mío, es mejor así". La vieja coloca la última pieza de su obra y el hombre cae de rodillas tapiado para siempre. Pero hay una cosa que no entiendes: ¿por qué sigue habiendo luz si el hombre ha quedado tapiado? La cámara va abriendo lentamente la toma y es entonces cuando te das cuenta. No es el hombre el que ha quedado tapiado: es la vieja la que se ha encerrado a sí misma, es la vieja la que ríe del otro lado mien­tras el hijo golpea el muro con los puños.


UN FINAL INESPERADO
Pere Calders
España (1912-1994)

El caballo desorientado por un torpe tirón de la brida, dio un salto y el jinete cayó de mala manera. El hombre se rompió una pierna, y el caballo, convencido de que cumplía un deber piadoso, lo remató con una coz en la nuca.


TRAGEDIA
Vicente Huidobro
Chile (1893-1948)

María Olga es una mujer encantadora. Especialmente la parte que se llama Olga. Se casó con un mocetón grande y fornido, un poco torpe, lle­no de ideas honoríficas, reglamentadas como árboles de paseo. Pero la parte que ella casó era su parte que se llamaba María. Su parte Olga permanecía soltera y luego tomó un amante que vi­vía en adoración ante sus ojos. Ella no podía comprender que su marido se enfureciera y le re­prochara infidelidad. María era fiel, perfectamente fiel. ¿Qué tenía él que meterse con Olga? Ella no comprendía que él no comprendie­ra. María cumplía con su deber, la parte Olga adoraba a su amante. ¿Era ella culpable de tener un nombre doble y de las conse­cuencias que esto puede traer consigo? Así, cuando el marido cogió el revólver, ella abrió los ojos enormes, no asustados, sino llenos de asombro, por no poder en­tender un gesto tan absurdo. Pero sucedió que el marido se equivocó y mató a María, a la parte suya, en vez de matar a la otra. Olga continuó viviendo en brazos de su amante, y creo que aún sigue feliz, muy feliz, sintiendo sólo que es un poco zurda.


LUGAR DE AUTOR
Julio Ortega
Perú (1942)

La obra va a empezar. Re­conozco la íntima urgencia de los actores, antes de que se levante el telón, en la penumbra del estreno. El director me llama, con una vehemencia que sólo puedo calificar de teatral. Pero soy culpable de su angustia: no he terminado de escribir la pieza que se estrena en unos minutos. Sin embargo, sé de memoria la obra, y puedo dictarla a los actores en el mismo momento en que ellos deben representarla. Como además me toca el papel principal, precisamen­te el de autor, la pieza depende de mis acciones, y aunque dudo entre escenas y parlamentos, confío salir del aprieto. En el primer acto, la obra no ha empezado porque no he termi­nado de imaginarla. La escena se desarrolla, por lo mismo, como la promesa del próximo acto, que deberá plantear el tema y sus dile­mas. La misma escena reproduce este proceso verbal: se va constru­yendo de a poco, como si existiera sólo después de ser nombrada. En el segundo acto, opto por una línea argumental episódica: soy el autor de mi propia fábula, pero debo ponerla a prueba para que las palabras me cuesten su precio de oro. El diálogo se va armando cuando los personajes me piden un lugar en el lenguaje, y yo les pre­gunto por mi función entre ellos. Me aseguran que como autor pro­blemático no pertenezco a la escena sino a sus prolegómenos, antes de que se enciendan las luces y el decorado reemplace a la platea.