12 de enero de 2009

Jean Paul Sartre. Veinte mil palabras (1)

Cuando en junio de 1975 Jean Paul Sartre cumplió setenta años, el periodista francés Michel Contat (1938), uno de los máximos conocedores de la obra sartreana, sostuvo con él una prolongada conversación. En ella, su condición de filósofo, novelista, cuentista, dramaturgo, psicólogo, sociólogo, periodista y militante político quedó expuesta con la misma familiaridad que sugiere todo lo cotidiano, y configuró un singular autorretrato. Lo que sigue es la primera parte de la entrevista publicada el 6 de julio de 1975 por el diario "La Opinión" de Buenos Aires.Desde hace un año escuchamos cómo se trasmiten rumores más o menos benevolentes sobre su estado de sa­lud. Usted acaba de cumplir setenta años. Sartre, ¿podría decirnos cómo se siente?

Es difícil decir que me siento bien, pero tam­poco puedo decir que me siento mal. Desde hace dos años me ocurrieron una serie de accidentes. En particular me duelen las piernas cuando ca­mino más de un kilómetro y, en general, me li­mito a recorrer esa distancia. Por otra parte tengo molestias a causa de la tensión, bastante fuertes pero que, sin embargo, desaparecieron bruscamen­te en estos últimos tiempos: tenía una hiperten­sión bastante grave, y, ahora, luego de un trata­miento con medicamentos, volví a un estado casi de hipotensión. En fin, tuve hemorragias, sobre todo en la parte posterior de mi ojo izquierdo -el único de mis dos ojos que ve dado que mi ojo derecho prác­ticamente perdió la vista cuando yo tenía tres años- y, en estos momentos, todavía veo las for­mas vagamente, veo las luces, los colores, pero ya no veo los objetos, ni distingo las caras. Y, en consecuencia, no puedo leer, ni escribir. Más exac­tamente, puedo escribir, es decir, formar pala­bras con mi mano. Actualmente lo hago de una manera más o menos conveniente, pero no veo lo que escribo. Y la lectura me es absolutamente im­posible: veo líneas, espacios entre las palabras pero no puedo distinguir a las propias palabras. Privado de mi capacidad para leer y escribir no tengo ninguna posibilidad de realizar actividades como escritor: mi oficio de escritor está comple­tamente destruido. Sin embargo todavía puedo hablar. Y por eso, mi próximo trabajo será, si la televisión logra encontrar quien los financie, una serie de pro­gramas donde intentaré hablar de los setenta años de este siglo. Dicho trabajo lo hago en común con Simone de Beauvoir, Pierre Victor y Philippe Gavi que también expresan sus ideas y que, además, se encargan de la tarea de redacción que yo soy incapaz de realizar por mí mismo; yo hablo frente a ellos y ambos toman notas, por ejemplo, o bien discutimos y luego ellos redactan el proyecto sobre el cual nos hemos puesto de acuerdo. A veces también escribo; es decir que anoto el contenido de un discurso que deberá ser incluido en esas emisiones. Pero sólo ellos lo po­drán leer y decir por mí. Esa es mi situación actual. Aparte de ello, me encuentro muy bien. Duermo muy bien. El men­cionado trabajo con mis camaradas, lo hago con eficacia. Mi espíritu, probablemente, es tan agu­do -no más pero tampoco menos- como hace diez añas y mi sensibilidad sigue siendo la mis­ma. Mi memoria, la mayoría del tiempo, es bue­na, salvo en lo que respecta a los nombres: a menudo tengo que hacer un esfuerzo para recor­darlos y, a veces, se me escapan... Puedo servir­me de los objetos que reconozco tal como están. En la calle camino solo sin demasiadas dificul­tades.

No poder escribir, de todos modos, es un gol­pe considerable. Usted habla de ello con sereni­dad...

En un sentido eso me quita toda razón de ser: fui y no soy, si usted quiere. Sin embargo yo debería estar abatido, pero, por una razón que ig­noro, me siento bastante bien. No me siento tris­te, ni tengo momentos de melancolía pensando en lo que he perdido.

¿No se rebela?

¿Contra quién?, ¿contra qué quiere usted que yo me rebele? No vea en esto una actitud estoica -aunque, usted sabe, siempre tuve simpatía por los estoicos-. No, simplemente es así y nada puedo hacer al respecto; entonces, no tengo razón para estar afligido. He tenido momentos penosos porque todo esto, en un momento dado, hace dos años, fue más grave. Tuve una especie de leves delirios. Recuerdo que me paseaba por Avignon, donde yo estaba con Simone de Beauvoir, buscan­do allí una muchacha que me había dado una cita, en cierto lugar, en un banco. Por supuesto no había tal cita... Ahora, todo lo que yo puedo hacer es acomo­darme a lo que soy, dar vueltas las cosas, eva­luar las posibilidades y servirme de ellas lo me­jor posible. Es la pérdida de la vista, por supues­to, lo que más me molesta y ello, de acuerdo con los médicos que he consultado, es irremediable. Es molesto porque siento muchas cosas como pa­ra tener ganas de escribir. No todo el tiempo, pero sí en ciertas oportunidades.

¿Se siente inactivo?

Sí. Me paseo un poco, me leen los diarios, es­cucho la radio, a veces entreveo lo que pasan por televisión y, en efecto, esas son actividades de la inactividad. El único objetivo de mi vida era escribir. Yo escribía sobre lo que previamente ha­bía pensado, pero el momento esencial era el de la escritura. Pienso siempre, pero al convertirse la escritura en algo imposible, la actividad real del pensamiento, en cierto modo, está suprimida. Lo que de aquí en adelante me estará prohibido es algo que muchos jóvenes de hoy despre­cian: el estilo, digamos la manera literaria de ex­poner una idea o una realidad. Ello necesaria­mente demanda correcciones -correcciones que, a veces, se renuevan cinco, seis veces-. Yo ni si­quiera puedo corregirme una ves, porque no puedo releerme. Por lo tanto, lo que escribo, o lo que digo, permanece en su primera versión. Alguien puede releerme lo que he escrito o dicho y puedo, en rigor, aportar algunas correcciones de detalle, pero eso nada tendrá que ver con lo que sería un trabajo de reescritura hecho por mi propia pluma.

¿No podría usted utilizar un grabador, dictar, volverse a escuchar, grabar sus correcciones?

Pienso que hay una diferencia enorme entre la palabra y la escritura. Lo que uno escribe, lo puede volver a leer. Pero uno lo lee lenta o rápidamente; dicho de otro modo, us­ted no decide el tiempo que debe permanecer in­clinado sobre la frase porque lo que no anda en esa frase, a primera vista no puede aparecer; quizás hay algo en ella, quizás sea una mala re­lación que dicha frase tiene con la frase prece­dente o con la que sigue o con el conjunto del parágrafo o del capítulo, etcétera. Todo eso supone que usted mire su texto un poco como un garabato, al que le cambia pala­bras de aquí y de allá, luego vuelve sobre ese cambio y hace otro, al que a su vez modifica, un elemento, en seguida, que se encuentra mucho más lejos y así hasta el infinito. Si yo escucho un grabador, el tiempo está definido por la velocidad con que pasa la cinta y no por mis propias necesidades. Es decir, estaré siempre más allá o más acá del tiempo que me otorga el aparato.

¿Intentó grabar?

Lo intentaré, lo intentaré, se lo digo con toda lealtad, pero estoy seguro de que eso no me satisfará. Por mi pasado, por mi formación, por los elementos esenciales de mi actividad hasta aho­ra, yo ante todo, soy un hombre de letras y es demasiado tarde para cambiar. Si hubiera perdi­do la vista a los cuarenta años, eso tal vez podría haber sido diferente. Quizás habría aprendido otras téc­nicas de expresión, como el uso del grabador, del cual otros escritores se sirven seguramente. Pero en lo que a mí respecta, no veo que él pueda dar­me lo que la escritura me permitía. Dentro de mí mismo, la actividad intelectual si­gue siendo lo que era, es decir, un control de la reflexión. Por lo tanto puedo tener en el pla­no reflexivo, con relación a lo que pienso, una actividad correctiva, pero ella sigue siendo sub­jetiva. Una vez más, el trabajo del estilo, tal como lo entiendo, supone necesariamente la escritura. Muchos jóvenes, hoy, no tienen ninguna preo­cupación por el estilo y piensan que lo que hay que decir, hay que decirlo simplemente y eso es todo. Para mí, el estilo -que, por el contrario, no excluye la simplicidad- es ante todo una manera de decir tres o cuatro cosas en una. Está la frase simple, con su sentido inmediato y luego, por debajo, simultáneamente, diferentes sentidos que se ordenan en profundidad. Si uno no es ca­paz de hacer que el lenguaje rinda esa plurali­dad de sentidos, no vale la pena escribir. Lo que distingue a la literatura de la comuni­cación científica, por ejemplo, reside en que la primera no es unívoca; el artista del lenguaje es aquel que dispone de las palabras de tal manera que, según como las ilumine, el peso que les dé, significan una cosa y otra y aún otra, cada vez en diferentes niveles.

Sus manuscritos filosóficos están escritos al correr de la pluma, casi sin tachaduras; por el contrario, sus manuscritos literarios, son extrema­damente trabajados, depurados. ¿Por qué esa di­ferencia?

Es la diferencia de objetos: en filosofía, cada frase sólo debe tener un sentido. El trabajo que hice en "Las palabras", por ejemplo, al intentar dar sentidos múltiples y superpuestos a cada frase, sería un mal trabajo en filosofía. Si tengo que ex­plicar qué es, pongamos, el "en-sí" y el "para-sí", ello quizás resulte difícil; puedo utilizar diferentes demostraciones para lle­gar a ello, pero es necesario permanecer dentro de ideas que deben poder volver a cerrarse: no es en ese nivel que se encuentra el sentido completo -que puede y debe ser plural a nivel de la obra completa-; tampoco quiero decir, en efecto, que la filosofía, como la comunicación científica, sea unívoca. En la literatura que, de alguna manera, siempre tiene que ver con lo vivido, nada de lo que digo se expresa totalmente mediante lo que yo diga. Una misma realidad puede expresarse prácticamente con un número infinito de formas. Y el libro íntegro es quien indica el tipo de lectura que requiere cada frase, y hasta el tono de voz que, a su vez, requiere esa lectura, se haga o no en voz alta. Una frase de tipo puramente objetivo, como a veces encontramos en Stendhal, forzosamente deja caer una multitud de cosas, pero esa frase comprende en sí misma a todas las otras y por lo tanto contiene un conjunto de significaciones que el autor debe tener constantemente en su es­píritu para que sucedan todas ellas. En conse­cuencia, el trabajo de estilo no consiste tanto en cincelar una frase como en conservar permanentemente en su espíritu la totalidad de la escena, del capítulo y, más allá, del libro íntegro. Si con­serva esa totalidad, usted escribe la frase exacta. Si no la tiene, su frase se hará añicos o parecerá gratuita. Dicho trabajo es más o menos largo, más o me­nos laborioso, según los autores. Pero, de una ma­nera general, siempre es más difícil escribir -di­gamos- cuatro frases en una que una dentro de una sola, como pasa en la filosofía. Una frase como "Pienso, luego existo" puede tener consecuen­cias infinitas en todas direcciones, pero, en tanto frase, ella tiene el sentido que Descartes le dio. Mientras que cuando Stendhal escribe: "En cuanto pudo ver el campanario de Verriéres, Julien se volvió de pronto", diciendo simplemente lo que su personaje hace, nos da lo que Julien Sorel siente y, al mismo tiempo, lo que siente Madame de Renal, etcétera. Por lo tanto, hay evidentemente más dificultad en encontrar una frase que valga por muchas que encontrar una frase como "Pienso, luego existo". Y esta frase, supongo, Descartes la encontró de gol­pe, en el mismo momento que la pensó.

¿El no poder leer es para usted un obstáculo en contra?

Por el momento, yo diría que no. No puedo tomar conocimiento por mí mismo de ninguno de los libros que podrían interesarme y que actualmente aparecen, pero hay gente que me habla de ellos o me los leen y yo me mantengo al corriente de lo que se pu­blica. Simone de Beauvoir me ha leído muchos libros que hemos terminado completamente, obras de todas clases. Sin embargo, yo tenía el hábito de leer los li­bros o revistas que recibía y no poder hacerlo más es un empobrecimiento. Pero, para mi trabajo actual sobre esos programas históricos, si yo en­tro en contacto con una obra -digamos de socio­logía o de historia-, da lo mismo si la escucho leída por Simone de Beauvoir o si la leo con mis propios ojos. Por el contrario, si tuviera no sólo que asimilar conocimientos, sino criticarlos, exa­minar si dichos conocimientos son coherentes, si el libro está construido según sus propios principios, etcétera, esa lectura no seria suficiente. Entonces tendría que pedir a Simone de Beauvoir que me los leyera varias veces y que se detuviera no sólo en cada frase, sino por lo menos, en cada parágrafo. Simone de Beauvoir lee y habla extremadamente rápido. La dejo que vaya a su velocidad habitual y soy yo quien intenta adaptarse al ritmo de su lectura. Ello demanda, por supuesto, un cierto es­fuerzo. Y además, intercambiamos reflexiones al final de cada capítulo. El problema es que jamás este elemento de crítica reflexiva, que se encuen­tra presente en forma constante cuando uno lee un libro con sus ojos, no resulta claro durante una lectura en voz alta. Lo que domina, simple­mente, es el esfuerzo por comprender. El elemento de crítica permanece en el trasfondo y sólo en el momento en que Simone de Beauvoir y yo com­paramos nuestras opiniones siento que saco de mi espíritu lo que estaba escondido por la lectura.

¿No es penoso para usted el haber caído, así, bajo la dependencia de los otros?

Sí, aunque decir penoso es demasiado, puesto que, lo digo una vez más, nada me es penoso en este momento. A pesar de todo, esta dependencia me es un poco desagradable. Yo estaba habituado a escribir solo, a leer solo y aún hoy creo que el verdadero trabajo intelectual exige soledad. No digo que ciertos trabajos intelectuales -y hasta ciertos libros- no puedan ser hechos entre va­rios. Pero el verdadero trabajo, el trabajo que conduce simultáneamente hacia una obra escrita y hacia reflexiones filosóficas, no veo cómo se lo puede hacer entre dos o tres. En esta época, con nuestros métodos actuales de pensamiento, la re­velación de un pensamiento frente a un objeto implica soledad.

¿No piensa que todo eso es algo muy parti­cular en usted?

Me sucedió que hice un trabajo colectivo, en la Escuela Normal, por ejemplo, o más tarde, en El Havre, en común con otros profesores, un pro­yecto de reforma de la enseñanza universitaria. Olvidé lo que allí decíamos y por eso no debía valer gran cosa. Pero todos mis libros, aparte de "Tenemos razón para rebelarnos" y las "Conversa­ciones sobre política que mantuve alguna vez con David Rousset y Gérard Rosenthal, los escribí ín­tegramente solo.

¿Le molestaría que lo interrogara sobre usted?

No, ¿por qué? Estimo que cada uno debería poder decir, frente a quien lo entrevista, lo más profundo de sí mismo. Según mi opinión, lo que vicia las relaciones en­tre la gente es que cada uno conserva, con rela­ción al otro, algo escondido, secreto, no necesa­riamente con todos, pero sí con quien habla en cierta circunstancia. Pienso que la transparencia debe sustituir, en todo momento, al secreto, e imagino muy bien el día en que dos hombres no tengan secretos el uno para el otro porque ya no lo tendrán para nadie, porque la vida subjetiva, tanto como la vida ob­jetiva, será ofrecida, será donada totalmente. Es imposible admitir que entreguemos nuestro cuer­po como lo entregamos y que escondamos nues­tros pensamientos, dado que, para mí, no hay di­ferencia de naturaleza entre el cuerpo y la con­ciencia.

En realidad, ¿no es cierto que sólo le entre­gamos nuestros pensamientos a aquellos a quie­nes entregamos nuestro cuerpo?

Entregamos nuestro cuerpo a todo el mundo, aún fuera de toda relación sexual: mediante la mirada, mediante los contactos. Usted me entrega su cuerpo, yo le entrego el mío: existimos cada uno como cuerpo gracias al otro. Pero no existi­mos de la misma manera como conciencia, como ideas, aunque las ideas sean modificaciones del cuerpo. Si quisiéramos existir realmente para el otro, si quisiéramos existir como cuerpo, como cuerpo que pueda, por lo tanto, ser desnudado perpetuamente -aún si no lo hacemos nunca- para el otro, las ideas tendrían que aparecer como procedentes del cuerpo. Las palabras son trazadas por la lengua en la boca. Todas las ideas deberían aparecer como eso, aún las más vagas, las más fugaces, las me­nos apresables. Dicho de otro modo, en ello no debería haber más esa clandestinidad, ese secreto que en algunos siglos se creyó que constituía el honor del hombre y de la mujer, lo cual me pa­rece una tontería.

Para usted, ¿cuál es el obstáculo principal que impide esa transparencia?

Ante todo, el Mal. Por ello entiendo los actos que están inspirados por principios diferentes y que puedan llegar a resultados que desapruebo. Dicho Mal hace difícil la comunicación de todos los pensamientos porque yo no sé en qué medida la otra parte tiene los mismos principios que yo para formar los suyos. En cierta medida, dichos principios pueden, por cierto, ser aclarados, discutidos, establecidos; pero no es verdad que yo pueda discutir de cualquier cosa con cualquiera. Lo puedo hacer con usted, pero no lo puedo ha­cer con mi vecino o con el transeúnte que atravie­sa la calle; en última instancia, él preferirá pe­lear a discutir conmigo hasta el final. Por lo tanto hay en efecto, un "referente a mí", nacido de la desconfianza, de la ignorancia, del miedo que hace que a cada instante no le tenga confianza al otro, o le tenga poca... Por otra parte, en forma personal, yo no me expreso so­bre todos los puntos con la gente que encuentro, pero intento ser lo más traslúcido posible por­que estimo que toda esta región sombría que te­nemos en nosotros mismos -a la vez sombría para nosotros y sombría para los otros-, sólo la podemos iluminar intentando ser claros con los otros.

¿Esa transparencia, usted la buscó primero en la escritura?

Primero, no; al mismo tiempo. Si usted quie­re, ha sido mediante la escritura donde llegué más lejos. Pero también está la conversación de todos los días, con Simone de Beauvoir, con otros, con usted -dado que hoy estamos juntos-, donde me propuse ser lo más claro y lo más verídico posible, para intentar entregar en forma total mi subjetividad... En efecto, yo no se la doy, no se la doy a nadie porque quedan cosas que, aún a mí me cuesta decirlas, que yo me las puedo decir a mí pero que no se las puedo decir a los otros. Como todos, tengo un fondo sombrío que rehusa ser expresado.

¿El inconsciente?

En absoluto. Hablo de lo que yo sé. Siempre hay una especie de pequeña franja que no se expresa y que no quiere ser expresada, pero que quiere ser sabida, sabida por mí. No podemos de­cirlo todo, usted lo sabe bien. Pero pienso que más tarde, es decir, después de mi muerte, y quizá, des­pués de la suya, las gentes hablarán cada vez más de sí mismas, lo cual causará un gran cambio. Pienso que ese cambio está ligado, por otra parte, a una verdadera revolución. Hace falta que un hombre exista íntegramente para su vecino, que igualmente deba existir ínte­gramente para él, para que se establezca una verdadera concordia social. Hoy no es realizable, pero pienso que lo será cuando se haya cumplido el cambio entre las relaciones económicas, cultu­rales y afectivas, primero por la supresión del extrañamiento material que es, en mi opinión como lo he demostrado en la "Crítica de la razón dialéctica", el fundamento de todos los antagonis­mos pasados y actuales entre los hombres. Sin duda, entonces habrá otros antagonismos nuevos que no puedo imaginar, que nadie puede imaginar, pero que no obstaculizarán una forma de sociedad donde cada uno se dará íntegramente. Una sociedad semejante, por supuesto, sólo po­dría ser mundial, puesto que si subsistiera en un solo lugar del mundo desigualdades y privilegios, los conflictos inducidos por dichas desigualdades, poco a poco, ganarían de nuevo el cuerpo social íntegro.

¿Acaso la escritura no nace del secreto y del antagonismo?

Ciertamente, la escritura nace del secreto, pero no olvidemos que ella apunta a esconder ese secreto y a mentir -en­tonces, no es interesante-, o a dar una exposición sumaria de dicho secreto, y hasta intentar agotar­lo dando testimonio de lo que uno es frente a los otros -y en ese caso, marcha en el sentido de la traslucidez que yo pido-.

Una vez, en 1971, usted me dijo: "Ya es tiem­po de que diga por fin la verdad". Y agregó: "Pe­ro no la podré decir sino en una obra de ficción". ¿Por qué?

Entonces yo proyectaba escribir una novela corta. En ella hubiera querido transmitir de ma­nera indirecta todo lo que pensaba decir precedentemente en una especie de testamento político que habría sido la continuación de mi autobiogra­fía y cuyo proyecto había abandonado. El elemen­to de ficción iba a ser muy débil; con un persona­je del que el lector tendría que decir: "Este hom­bre en cuestión es Sartre". Lo cual no significa que, para el lector, debiese haber coincidencias entre el personaje y el autor, sino que la mejor manera de comprender al perso­naje hubiera sido de buscar en él lo que le llegaba de mí. Eso era lo que yo hubiera querido escribir: una ficción que no sea sólo eso. Es lo que en la actualidad significa simplemente escribir. Nosotros nos conocemos poco y no nos podemos entregar todavía hasta las últimas consecuencias. La ver­dad de la escritura acontecería si yo dijese: "Tomo la pluma, me llamo Sartre y esto es lo que yo pien­so".

¿Una verdad no se puede enunciar en forma independiente de quien la expresa?

No es interesante. Es suprimir al individuo y a la persona del mundo en el cual vivimos y atenerse a las verdades objetivas. Se puede llegar a las verdades objetivas sin pensar la propia verdad; pero, si se trata de hablar a la vez de la objetivi­dad que uno es y de la subjetividad que está de­trás de esta objetividad y que forma parte del hom­bre con la misma validez que su objetividad en ese momento, hay que escribir: "Yo, Sartre". Y, como ello no es posible en la hora actual, porque no nos conocemos suficientemente, el rodeo me­diante la ficción permite acercar mejor esta tota­lidad objetividad-subjetividad.

¿Usted diría entonces que acercó más su ver­dad a través de "Roquentin" o "Mathieu", que al escribir "Las palabras"?

Probablemente; o más bien, pienso que "Las palabras" no es más verdadera que "La náusea" o que "Los caminos de la libertad". No porque los hechos que allí relato no sean verdaderos sino porque "Las palabras" es también una especie de novela, una novela en la cual creo pero que, a pesar de todo, sigue siendo una novela.

Cuando usted dice que ha llegado el tiempo finalmente de decir la verdad, se podría compren­der también que, hasta ahora, usted no hizo otra cosa que mentir.

No, mentir no, sino decir la mitad de la ver­dad, un cuarto de la verdad... Por ejemplo, yo no he descripto las relaciones sexuales y eróticas de mi vida. Por otra parte, no veo la razón para hacerlo sino dentro de otra sociedad donde todo el mundo pusiera sus cartas sobre la mesa.