14 de enero de 2009

Jean Paul Sartre. Veinte mil palabras (4)

Unas semanas antes de la publicación en el diario "La Opinión" de Buenos Aires -el 6 de julio de 1975- de la entrevista realizada por el periodista francés Michel Contat a Jean Paul Sartre, el diario anunció que publicaría su "Autorretrato a los setenta años" y recomendó a los lectores que reservaran su ejemplar. Este, efectivamente, fue reservado por miles de lectores y se agotó. En los años '70, y hasta su muerte, Sartre había recuperado en nuestro país sus fueros de intelectual comprometido y había defendido al único acontecimiento latinoamericano del siglo XX que había gozado de repercusión permanente, sobre todo en la Argentina: la revolución cubana. Lo que sigue es la cuarta parte de aquella histórica entrevista.Sin embargo hubo un período en que a usted le gustaba conocer gente nueva...

Sí, por ejemplo, después de la guerra, me encontré con Hemingway, Dos Passos... Me encontraba con escritores como Salacrou, Leiris, Queneau, Cocteau... Sí, mantenía las relaciones que todo escritor mantiene con los escritores de su época. Todo eso comenzó sólo a partir de 1942 o 1943. Todos los escritores a quienes yo veía esta­ban en contra de los nazis y estaban en la resis­tencia de uno u otro modo. Después de la guerra, me encontré con escritores norteamericanos, italianos, algunos ingleses. Y además estaban los que pasaban por Francia y pedían verme: entre 1945 y 1948 mucha gente quería encontrarse conmigo.

¿Y por qué esas relaciones literarias, que a me­nudo eran tan amistosas, se perdieron?

Fue a causa de ellos y también por mi causa. En cuanto a los escritores extranjeros, simplemen­te estaba la distancia y el hecho de que yo escribo muy pocas cartas. Nunca mantuve correspondencia con los escritores. Entonces nos veíamos de tanto en tanto, cuando llegaban a París. Con los escri­tores franceses, es diferente; está el hecho de que he perdido mi vista, pero nunca tuve la menor desavenencia. Sin embargo, a causa de que nues­tras ocupaciones y nuestras preocupaciones se vol­vían muy diferentes... Usted sabe cómo ocurre esto. Con otros, a pesar de nuestras diferencias, yo seguía teniendo excelentes relaciones. Por ejemplo, lo quería mucho a Cocteau a quien había conocido en 1944 y a quien vi a menudo hasta el fin -cené con él algunos días antes de su muerte-. Lo encon­traba muy simpático y mucho menos payasesco de lo que era en la vida o de lo que ahora se le atribuye. Sobre todo, era él quien hablaba. Hablaba de su manera de ver el mundo, de sus ideas, a las que yo sólo prestaba poca atención porque lo consideraba un tanto superficial. Era un brillante conversador, tenía sensibilidad pero pocas ideas, lo cual no quiere decir que yo no lo estime como un poeta de gran valor.

En el fondo, durante todo ese periodo, usted formó parte de la farándula parisina.

En verdad, yo no formaba parte de esa farándula. Más bien fue el teatro el que me llevó a encontrarme con gente que de otro modo no hubiera conocido nunca. Así me encontré con Colette en casa de Simone Berriau, con la cual tenía una gran familiaridad porque todas mis piezas, salvo "Los secuestrados de Altona", fueron montadas en su tea­tro. Ella conocía muchísimas personas y recibía agradablemente. Quería mucho a Yves Mirande, que vivía con ella en esa época, y que me divertía mucho. Recuerdo un día en que yo hice una lectura de "El Diablo y el buen Dios" a la manera de Jouvet. De aquella pieza sólo había escrito una parte, el primer acto. Por otra parte, Jouvet había pedido permiso a su con­fesor para ponerla en escena. Entonces, Jouvet me iba a escuchar leer ese primer acto en el salón de Simone Berriau. Mirande estaba al lado de él. Jouvet no decía ni una palabra; escuchaba mi lectura con las cejas fruncidas y una actitud pen­denciera. Y cuando terminé, luego de un largo si­lencio, Mirande dijo: "Tus palabras son de vitrio­lo". Ese fue el único comentario porque de inme­diato Jouvet se levantó y se excusó: al día siguiente partía para América. ¡Pobre Mirande, que buscaba un cumplido y que sólo había encontrado ese clisé de la vieja época! Ese género de cosas -siempre ligado al teatro- era mi única concesión a la farándula parisina. Si no, yo siempre recibía a la misma hora, después del tra­bajo matinal, a eso de la una, a la gente que que­ría verme, que quería mostrarme un libro que ha­bían escrito, personas que querían pedirme mi opi­nión sobre tal o cual cosa...

Todavía hoy usted recibe a los jóve­nes que trabajan sobre una u otra de sus obras.

Sí, siempre los recibo. El otro día vi a estudiantes secundarios, amigos de Puig, que tenían que hacer un trabajo sobre "La puta respetuosa" y que querían que yo les expusiera un poco mis ideas con respecto al tema de dicha pieza.

Pero hubo una época en que parecía divertirlo el encuentro con celebridades.

En realidad, nunca fui yo quien pidió verlas. Me escribían o entraban en contacto conmigo por intermedio de Jean Cau y yo decía sí o no. Fue así como me encontré con un actor que me gustaba mucho, Eric von Stroheim. Lo vi varias veces, pero las conversaciones que uno puede mantener con gen­te así, aún cuando son un poco sinceras, siempre tienen algo de afectado. Si uno se encuentra con un hombre que se vuelve célebre es más interesan­te, se puede ver por qué etapas, por qué grados pasa. Uno puede aprehender su transformación y su ser. Pero si uno ve a un señor que ya es el "se­ñor Chaplin" o el "señor von Stroheim", sólo ve lo que éste está habituado a dejar filtrar y el perso­naje está allí, permanentemente. No es que re­presente, ha sido atrapado por el personaje.

Y al mismo tiempo, ¿usted no es atra­pado por su propio personaje?

No, porque yo no tengo realmen­te un personaje. Sé bien que existe una imagen de mí, pero, precisamente, es la de los otros, no la mía. Yo no sé cuál es la mía; no pienso gran cosa sobre mí, sobre mi en tanto indi­viduo. Cuando pienso reflexivamente, mas bien es sobre ideas que son válidas para todos. Yo me interesé en mí mismo a eso de los diecinueve años y, más tarde, cuando me observaba para escribir "Lo imaginario" y cuando urgaba en mi conciencia. En cuanto a "Las palabras", se trata­ba de comprender mi infancia, para saber en qué se había convertido lo que yo era en el momento en que escribía. Pero habrían sido necesarios mu­chos otros libros para explicarlo. Y es lo que yo hago actualmente con Simone de Beauvoir, cuando tengo tiempo de volver a ese volumen autobio­gráfico: intento explicar cómo han cambiado las cosas, cómo ciertos acontecimientos actuaron sobre mí. No creo que la historia de un hombre esté inscrip­ta en su infancia. Pienso que hay épocas muy im­portantes también donde las cosas se insertan: la adolescencia, la juventud y aún la edad madura. Lo que yo veo como más neto en mi vida, es un corte que hace que haya dos momentos casi com­pletamente separados, al punto que, estando en el segundo, no me reconozco muy bien en el primero, es decir, antes y después de la guerra. La guerra verdaderamente ha dividido mi vida en dos: ella comenzó cuando yo tenía treinta y cuatro años, terminó cuando yo tenía cuarenta, y ello, en verdad, fue el paso de la juventud a la edad madura. Al mismo tiempo, la guerra me re­veló ciertos aspectos de mí mismo y del mundo. Por ejemplo, gracias a ella conocí la alienación profunda que implicaba el cautiverio; gracias a ella conocí también la relación con las gentes, co­nocer al enemigo, al enemigo real, no al adversa­rio que vive en la misma sociedad que usted y que lo ataca verbalmente, sino al enemigo que puede hacerlo arrestar y conducir a la cárcel haciendo una simple señal a otros hombres armados. Y luego, allí conocí también, oprimido, abatido pero existiendo todavía, al orden social, a la so­ciedad democrática, en la medida precisamente en que ella estaba oprimida, destruida y por la que luchamos para conservar su valor, esperando que después de la guerra renaciera. En ese momento fue, si usted lo quiere, que yo pasé del individualis­mo y del individuo puro de la preguerra, a lo so­cial, al socialismo. Ese fue el verdadero giro de mi vida: antes, después. El antes me llevó a escribir obras como "La náusea" donde la relación con la so­ciedad era metafísica, y el después me condujo lentamente hasta la "Crítica de la razón dialéctica".

El año 1952, en que usted se acerca a los comunistas, y después el año 1968, ¿representaron para su vida giros decisivos?

1952 no fue muy importante. Durante cuatro años estuve muy cerca de los comunistas, pero mis ideas no eran las suyas; ellos lo sabían. Me usa­ban sin embarrarse demasiado y dudaban que si ocurría un acontecimiento como el de Budapest, yo me haría a un lado; lo cual ocurrió en verdad. Objetivamente, ello puede representar un giro im­portante, pero subjetivamente no significa gran cosa porque yo tenía casi formadas mis ideas y no las he abandonado mientras estuve cerca de los co­munistas; las recuperé y las desarrollé en la "Cri­tica de la razón dialéctica". El año 1968 sí fue importante. Para todo el mun­do. Pero para mí particularmente, porque si yo me aproximé a los comunistas fue finalmente porque antes de 1968 no había nada a su izquierda, salvo los trotskistas que en el fondo son unos co­munistas desgraciados. Si hubiera habido un mo­vimiento izquierdista después de la guerra, yo me habría comprometido con él de inmediato.

Fuera de sus íntimos, los de "la familia" como usted dice, ve muy poca gente. ¿Y a los que escriben sobre su obra también les cierra su puerta?

No, a la gente que trabaja sobre mis obras y a la que puedo ayudar en ello, la recibo con todo gusto. Como a ese joven crítico que usted conoce, Michel Sicard, quien realiza un estudio sobre "El idiota de la familia". Muy a menudo, universitarios británicos o norteamericanos que preparan una tesis sobre tal o cual aspecto de mi obra, tienen que hacerme preguntas dado que en mis libros las respuestas existentes son ambiguas. Hay tantas interpretaciones posibles en las cosas que dice un escritor... Entonces, hay que aprovechar mientras esté vivo...

A la inversa, ¿ha ocurrido que algunos co­mentaristas le hayan aclarado ciertos aspectos de su obra?

No. Nunca aprendí nada de mis comentaristas. Sin embargo, desde 1945 yo pensaba que ello sucedería, que un día alguien escribiría sobre mí algo que me aclarara algún aspecto de mi pensamiento. Yo veía que cuando uno leía a Zola o a Hugo en 1940, ponía cosas que dichos autores consciente­mente no habían puesto y que, por consecuencia, se los descifraba de otro modo. Entonces, yo pen­saba que lo mismo ocurriría con un escritor vivo, lo cual no es verdad; hay que estar muerto para que eso ocurra. O que el comentarista sea él mis­mo más avanzado que el escritor a quien estudia, que lo haya redondeado completamente, que ya esté un poco más alejado, más adelantado, pero eso es algo muy raro.

Verdaderamente, ¿no hay nada útil en la enor­me masa de estudios que ya le han consagrado?

Sería ir demasiado lejos. Pero puedo decir que en el conjunto de lo que he leído sobre mi -por supuesto que no he leído todo, apenas una décima parte- no aprendí nada. O bien encuentro una exposición fiel de mis ideas, en el mejor de los casos, o bien no puedo acordarle ningún valor a las impugnaciones que se me hacen porque ellas se fundan sobre una incomprensión flagrante -para mí- de lo que quise decir.

En todo caso hay alguien que desde hace mucho tiempo y con constancia discute sus ideas: su viejo camarada Raymond Aron.

Pero, con respecto a ello, yo conozco demasia­do las ideas de Aron. Sé demasiado hacia dónde va. En lo que a mí concierne, hace mucho tiempo que he sobrepasado su punto de vista. Cuando él escribe sobre mí, expone su pensamiento y no me aporta nada en lo que concierne al mío. He leído su último libro, donde él impugna la "Critica de la razón dialéctica". Plantea problemas, preguntas, que tiene mucho derecho a hacerlas desde su pun­to de vista pero que no me ccnciernen en absoluto. Según mi opinión, disfraza mi pensamiento para impugnarlo mejor.

Aron, con más tristeza que amargura, dice que usted nunca respondió a sus argumentos sino mediante injurias...

Lo he insultado poco en mi vida. Lo insulté -si se quiere- en 1968, porque su posición en aquel momento me parecía insoportable. Que este pro­fesor, inteligente, instruido, no tenga en cuenta los acontecimientos de mayo de 1968 tal como lo hizo, muestra una limitación de su inteligen­cia y de su conocimiento; no comprendió lo que pasaba.

No es una razón para insultarlo.

Sí. Lo hice voluntariamente. Para mí era una manera de marcar que por sí mismo se ponía fuera de la sociedad anunciada por Mayo del '68 y de retomar esta exclusión por mi cuenta. Antes de eso, él era un profesor con ideas con las cuales yo podía no estar de acuerdo pero que las exponía en la Sorbona frente a estudiantes que po­dían discutirlas. Todo eso yo lo aceptaba perfec­tamente antes de 1968. Pero, cuando vi lo que pensaba de sus ex alumnos que impugnaban el sis­tema universitario íntegro, pensé que nunca ha­bía comprendido a sus alumnos. Es al profesor a quien yo atacaba, al profesor hostil a sus propios estudiantes y no al editorialista de "Le Figaro" que bien puede decir lo que quiera.

En general, usted se presta a la discusión de ideas...

Yo escribo libros; allí hay ideas y sólo se pue­de responder a ellas escribiendo otros libros.

Pero usted no le respondió a Merleau Ponty, ni a Lévi Strauss, ni a Raymond Aron, que sin embargo escribieron libros para impugnar los suyos.

No, ¿por qué? Yo dije lo que tenía que decir; ellos dieron un punto de vista diferente al mío. Los que no están de acuerdo con lo que escribieron sobre mí sólo tienen que decirlo. Yo no tengo por qué hacerlo. Eso no es desprecio. Por ejem­plo, estoy lejos de despreciar a Lévi Strauss, por el contrario, lo considero como un buenísimo et­nólogo; pero ha escrito páginas sobre la "Crítica de la razón dialéctica" que, según mi opinión, son absurdas. Pero no tengo por que decírselo, ¿Para qué?

¿Y el simple intercambio de ideas?

Detesto la discusión de ideas entre intelec­tuales, uno siempre está por debajo de sí mismo. Se dicen grandes tonterías...

¿Usted no descubrió su pensamiento formulándolo frente a un interlocu­tor?

No. Se lo pude formular a Simone de Beauvoir en un momento en que todavía estaba poco sólido. Le expuse las grandes tesis de "El ser y la nada" que aún no estaba escrito. Era durante los primeros meses de la guerra pasada; le expuse todas mis ideas cuando estaban en vías de formación.

¿Porque ella estaba a un mismo nivel de co­nocimiento filosófico que usted?

No sólo por eso, sino porque ella era la única que podía tener un nivel para conocerme a mi mismo, para saber qué es lo que yo quería hacer. Por lo tanto, era el interlocutor perfecto, el inter­locutor que uno no tiene nunca. Fue una gracia única. Probablemente hay muchos escritores, hombres o mujeres, quienes fueron ayudados y amados por alguien muy inteligente. Tal es el caso de George Elliot, por ejemplo: su segundo marido la ayudó mucho. Lo que es único entre Simone de Beauvoir y yo es esa relación de igualdad.

¿Y de alguna manera ustedes se dan, el uno al otro, la aprobación?

Exacto. Es esa la fórmula que conviene. Las críticas que llegan después, en los diarios o las revistas, más o menos me pueden agradar, pero en verdad no cuentan. Desde "La náusea" siempre ocurrió así.

¿Tuvo que defenderse de las críticas de Simone de Beauvoir?

¡Ah, muchísimo! Por otra parte, hasta nos insultamos... Pero yo sabía que ella finalmente tendría razón. Lo cual no quiere decir que yo acepte todas sus criticas, sino la mayoría.

¿Usted es severo con ella como ella lo es con usted?

Absolutamente. El máximo de severidad. No tiene sentido hacer críticas que no sean severas, cuando se tiene la suerte de amar al que o a la que uno critica.

Su único interlocutor, según entiendo, sería Simone de Beauvoir, pero sus discusiones de estudiante con Paul Nizan o Raymond Aron, ¿de al­guna manera no le dejaron algo?

No verdaderamente. Yo discutí mucho con Politzer, con Aron, pero ello no sirvió para nada. Con Nizan si, un poquito. Lo que nos separó al uno del otro solamente fue que él se volvió marxista, es decir que adoptó un pensamiento que todavía no era el suyo cuando nos hicimos amigos y que tenía implicancias mucho más ricas de lo que él creía. De golpe, yo me encontraba frente a un pensamiento que comprendía mal, que todavía co­nocía bastante poco -yo habla leído "El Capital" pero sin comprenderlo, es decir sin que me trans­formara- y este pensamiento se volvía molesto, como gesticulante, maldito, farsante; porque otro, otro a quien yo quería, se servía de él como si, al mismo tiempo, fuera una verdad seria y una burla hacia mi persona. Me sentía impugnado por el marxismo, porque era el pensamiento de un amigo y porque venía a travás de nuestra amistad. Y el marxismo si­guió siendo, por lo menos hasta la guerra, algo que me molestaba, que me incomodaba, que me indicaba que yo no conocía todo y que había que aprender. Y yo no lo lograba. En un momento da­do, en El Havre, leí obras de Marx y obras marxistas; pero no las retenía, no veía el sentido que podían tener. Fue durante la guerra, durante la ocupación, que el marxismo comenzó a convertirse en algo fuerte para mí, cuando formé parte de un grupo de la Resistencia donde había comunistas. Y lue­go, después de la guerra, llené docenas de cua­dernos con notas para una moral que siento haber perdido; esas notas no eran otra cosa que una discusión con el marxismo.

¿Mantiene usted, aún ahora, la autonomía del existencialismo dentro del marxismo, como lo decía en 1957?

Sí, totalmente.

Por lo tanto, ¿usted acepta todavía la etique­ta de existencialista?

Esa etiqueta es estúpida. Por otra parte, no soy yo quien la eligió, como usted bien sabe. Me la pegaron y yo la acepté. Hoy, no la aceptaría, pero nadie me llama ya "existencialista", salvo los manuales, donde eso no quiere decir nada.

Etiqueta por etiqueta, ¿usted prefiere la de "existencialista" o la de "marxista"?

Si fuera absolutamente necesaria una etiqueta, me gustaría más la de "existencialista".

Hay una prueba de que el existencialismo no ha conocido el acceso al poder. Ahora bien, muchas gentes afirman hoy que el marxismo, al instituirse como ideología de un poder -el poder soviético- ha revelado su naturaleza profunda como pensamiento de poder. ¿Qué piensa usted de ello?

Es verdad. En ese sentido pienso que aún cuan­do haya sido adulterado en la Unión Soviética el marxismo, de todos modos se encuentra dentro del sistema soviético. El marxismo no es, en absoluto, una fi­losofía alemana o inglesa del siglo XIX que ha servido como cobertura a un sistema dictatorial del siglo XX. Pienso que marxismo es lo que está con certeza en el corazón del sistema soviético y que no ha sido desnaturalizado por éste.

Pero también usted juzga que el régimen soviético es un fracaso completo. ¿Ello no invalida lo que usted decía en 1957: "El marxismo es la filosofía indispensable de nuestro tiempo"?

Pienso que hay aspectos esenciales del marxismo que permanecen: la lucha de clases, la plusvalía, etcétera. El elemento de poder contenido en el marxismo es lo que ha sido adoptado por los soviéticos. En tanto que filosofía del poder, pienso que el marxismo ha dado su medida a la Rusia soviética. Estimo que hoy, como intento decirlo un poco en "Tenemos razón para rebelarnos", hace falta otro pensamiento que tenga en cuenta al marxismo para superarlo, para rechazarlo y retomarlo, encerrarlo en sí mismo. Es la condición para llegar a un verdadero socialismo. Creo haber indicado, con muchos otros que hoy lo piensan, las vías de esa superación. Es en ese sentido que querría trabajar ahora, pero estoy demasiado viejo para hacerlo. Todo lo que deseo es que mi trabajo sea retomado por otros. Deseo, por ejemplo, que Pierre Victor haga ese trabajo, como intelectual y militante, tal cual él quiere cumplirlo.

¿Y usted ve en Pierre Victor dibujarse las ma­yores posibilidades para que un trabajo semejante se logre?

Sí. Es de todos los que he conocido el único que, desde ese punto de vista, me satisface por completo.

Lo que usted parece apreciar en él es la radicalización de sus ambiciones. Es lo que usted apreció también en Alberto Giacometti.

Sí, es exactamente la misma cosa. Nizan no tenía una ambición tan radical. El Partido Comu­nista le impedía llegar hasta el final de su radi­calismo. Si no hubiera muerto, esto quizá habría ocurrido, porque, según él, el Partido lo había trai­cionado.

En el fondo, la gente que usted estima, ¿no son aquellos que tienen una "sed de absoluto", como se decía en el siglo XIX?

Sí, por cierto. Aquellos que quieren todo. Es lo que también yo quise. Naturalmente, nunca se logra, pero hay que quererlo.

¿Hay otros contemporáneos suyos por quienes sienta una estimación tan íntegra? Usted había proclamado su estimación y amistad por Fidel Castro.

Sí, pero no sé en qué se ha convertido. Nos rechazó cuando protestamos por la prisión de Heberto Padilla. Estuvo violento con nosotros, que lo fuimos mucho menos con él, porque yo aún sen­tía amistad, en el fondo, por el hombre a quien había conocido. Me había agradado, cosa muy ra­ra; me había agradado mucho.

¿Y quién otro?

Mao. Siento una gran estima, por Mao, por lo menos hasta hace algunos años. No comprendí muy bien la "revolución cultural", no por que esté contra ella en absoluto, sino porque no logré una idea precisa de lo que significaba y pienso que eso tampoco está claro en los hechos. Uno de los últimos viajes que me gustarla hacer es un viaje a China. Yo la vi en cierto mo­mento de su historia, en 1955. Y luego vino la "revolución cultural". Me gustaría volver a ver China ahora, creo que la comprendería mejor.

¿La admiración es un sentimiento que usted conoce?

No. Yo no admiro a nadie y no quisiera que me admiraran. Los hombres no tienen que ser admirados: son todos iguales, todos semejantes. Le que importa es lo que hacen.

Sin embargo, usted me dijo un día que admiraba a Victor Hugo...

Oh, muy poco. No le puedo ex­presar el sentimiento exacto que tengo por Victor Hugo. Hay muchas cosas que se le pueden reprochar y otras que en verdad son muy hermosas. Era confuso y complicado; enton­ces, yo me libraba de él diciendo que lo admiraba. Pero, en verdad, no lo admiro más que a otro, No, la admiración es un sentimiento que supone que uno es inferior al que admira. Por lo tanto, usted lo sabe, según mi opinión todos los hombres están en una línea de igualdad y la admiración nada tiene que hacer entre los hombres. Estimar es el verdadero sentimiento que uno puede exigir de un hombre con respecto a otro hombre.

¿Más que querer?

No, querer y estimar son dos aspectos de una misma realidad, es una misma relación con el otro. Lo cual no quiere decir que la estima sea absolu­tamente necesaria al amor ni el amor a la estima. Pero cuando se tiene ambas cosas, se sabe cuál es la verdadera actitud de un hombre con respecto al otro. Todavía no hemos llegado allí. Llega­remos cuando lo subjetivo esté totalmente al descubierto.

Pero, ¿cómo explica que usted sea inconstante en la amistad y constante en sus relaciones amorosas?

Yo no soy inconstante en la amistad. Digamos, si usted quiere, que mis amistades contaron menos que mis relaciones amorosas. ¿Por qué dice usted que yo soy inconstante?

Pienso en Camus, por ejemplo.

Pero yo nunca estuve en contra de Camus. Estuve en contra del papel que mandó a "Les Temps Modernes" llamándome "Señor Director" y desarro­llando ideas insensatas sobre el artículo de Francis Jeanson -una crítica de "El hombre rebelde"-. El podía contestarle a Jeanson, pero no como lo hizo; su artículo fue lo que me enco­lerizó.

¿Y la ruptura posterior no lo afectó a usted?

No, en verdad, no. Ya nos veíamos mucho me­nos y, los últimos años, cada vez que nos encontrábamos me gritaba que yo había hecho esto, que yo había dicho aquello, que yo había escrito algo que le desagradaba. Y me gritaba. Todavía no estábamos enemistados pero la situación se había vuelto menos agradable. Camus estaba muy cam­biado. Al comienzo, no sabía que era un gran es­critor; era un chistoso y juntos nos divertíamos mucho. Tenía un lenguaje muy crudo -yo tam­bién, por otra parte- y contábamos un montón de porquerías y su mujer y Simone de Beauvoir se hacían las escandalizadas. Durante dos o tres años, tuve buenas relaciones con él, verdadera­mente. No podíamos ir muy lejos en el plano in­telectual porque él se espantaba rápidamente; en efecto, tenía un costado de pequeño bribón arge­lino, muy pícaro, muy chistoso. Probablemente es el último buen amigo que tuve.

En fin, hay mucha gente que ha desaparecido de su vida y, sobre todo, son hombres.

Hay muchas mujeres que también han de­saparecido de mi vida. A veces, a causa de la muer­te o por otras causas. Pero, en conjunto, no veo que yo haya sido más inconstante que cualquier otro con mis amistades. Mis relaciones con Pierre Bost, por ejemplo, son muy antiguas. De aquellos a quienes llamá­bamos "la familia", todavía los veo a casi todos... Pouillon, por ejemplo, es mi amigo desde hace treinta y cinco años... Sin embargo, mis relaciones con Giacometti tu­vieron un final extraño, un malentendido que no comprendí bien, pero eso es otra historia... También él, en cierto modo, se volvió contra mí poco antes de su muerte y, en mi opinión, fue un malentendido de su parte.

Mucha gente le sorprende que usted haya mantenido como secretario durante tanto tiempo a alguien como Jean Cau, teniendo en cuenta en lo que luego se convirtió, cuando paso a una militancia de derechas a través de su admiración por Charles de Gaulle.

Escuche, la evolución de Jean Cau no me con­cierne para nada...