14 de enero de 2009

Jean Paul Sartre. Veinte mil palabras (5)

Durante el tercer cuarto del siglo XX, la voz de Jean Paul Sartre llenó el mundo con su ateísmo existencialista y demolió todos los valores morales, sociales y religiosos. La terminología sartreana era aceptada como verdad absoluta por los intelectuales de buena parte del planeta y la prensa, la radio y la televisión reproducían con devoción hasta sus declaraciones más triviales. La entrevista que le concedió al periodista francés Michel Contat al cumplir los setenta años fue una de las más valiosas, tanto por la variedad de los temas tratados como por la profundidad con que lo hizo. Lo que sigue es la quinta y última parte de esa famosa charla, que fuera publicada el 6 de julio de 1975 por el diario "La Opinión" de Buenos Aires.Volvamos a las mujeres...

Mi trato con las mujeres siem­pre fue mucho mejor, porque la re­lación sexual propiamente dicha per­mite más fácilmente que lo objetivo y lo subjetivo se den conjuntamente. Las relaciones con una mu­jer, aún cuando uno no se acueste con ella, son más ricas, pero si uno lo ha hecho o hubiera podi­do hacerlo, lo son todavía más. En primer lugar, hay un lenguaje que no es la palabra, que es el de las manos, el de los rostros. No hablo del len­guaje sexual propiamente dicho. En cuanto al len­guaje mismo, viene de lo más profundo, viene del sexo, cuando se trata de una vinculación amo­rosa. Con una mujer, la totalidad de lo que uno es está ahí.

Lo que me sorprende, desde que lo conozco, es que cuando usted habla de sus amigos, a me­nudo dispara sin piedad contra ellos...

¡Porque yo sé como son!, y como soy yo. Del mismo modo puedo ser muy severo conmigo mismo.

Si tuviera que ser severo con usted mismo, ¿qué diría?

En general, me reprocharía no haber llegado hasta el final de mi radicalización. Naturalmente, durante mi vida he cometido una multitud de erro­res, grandes o pequeños, que pueden provenir de tal o cual causa, pero el fondo del asunto, cada vez que he cometido una falta fue por no ser lo bastante radicalizado.

Sorprendentemente, de lo que usted está des­pojado es de culpabilidad.

Es verdad, no tengo; de ninguna clase. Jamás me siento culpable, y no lo soy. En mi familia rápidamente me hicieron sentir que yo era un niño valioso. Al mismo tiempo, sin embargo, existía el sentimiento de mi contingencia que se opo­nía un poco a la idea de valor, porque el valor es un torbellino que supone ideologías, alienaciones, y la contingencia es la realidad desnuda. Pero encontré un truco: atribuirme el valor porque yo sentía la contingencia que los otros no sentían. Entonces, yo me convertía en el hombre que ha­blaba de la contingencia y, por lo tanto, en el hombre que había puesto todo su valor para bus­car el sentido y la significación de la contingencia. Eso está muy claro.

¿Y usted no piensa que en la manera como actúa con el dinero, por ejem­plo, se podría encontrar rastros de culpabilidad?

No lo creo. La primera cosa que tengo que de­cir es que yo no pertenecía a una familia en la cual la relación del dinero con el trabajo se com­prendiera claramente, como algo duro y penoso. Mi abuelo trabajaba mucho, pero trabajaba es­cribiendo y, para mí, leer y escribir era divertirse. El escribía, se divertía; yo había visto las pruebas que corregía y eso me divertía; además, estaban los libros en su gabinete de trabajo y también hablaba con la gente, les daba lecciones de alemán. Todo eso le producía dinero. Como usted ve, la relación no era clara. Luego, cuando yo escribí, el nexo entre el dine­ro que yo recibía y los libros que yo hacía era com­pletamente nulo; no lo comprendía dado que con­sideraba que el valor de un libro se establecía en el transcurso de los siglos. En consecuencia, el di­nero que me producían mis libros era una especie de signo contingente. Si usted quiere, la primera relación de mi vida con el dinero ha perdurado. Es una relación tonta. Estaba mi trabajo, mi manera de vivir, mi es­fuerzo, que me agradaba -siempre estuve conten­to escribiendo- y, accesoriamente, mi oficio de profesor ligado un poco a todo eso, no me irrita­ba, me gustaba hacerlo. En esas condiciones, ¿por qué tenían que darme dinero? Y sin embargo me lo daban.

Hablando de culpabilidad, yo pensaba más bien en su manera de gastar el dinero.

Para gastarlo, ante todo era necesario que lo tuviese. Yo pude gastar sólo a partir de los dieciocho, diecinueve años, cuando estaba en la Es­cuela Normal y daba lecciones a los más adelanta­dos que, por consiguiente, me pagaban. En ese momento, tuve un poquito y pude gastar. Pero, ¿qué gastaba? Ese papel moneda que recibía des­pués de un trabajo, del cual estaba satisfecho. No sentí el valor de la moneda, de lo que cuesta, de lo que es difícil conseguir; sentí billetes de papel que yo daba tal como los recibía, por nada.

¿Usted habrá querido comprarse cosas, poseer?

También me ocurría que yo no gastaba todo lo que recibía, por lo tanto me compraba cosas. Pero nunca quise tener una casa o un departa­mento para mí. Dicho esto, no pienso que haya la menor culpabilidad en mi manera de disponer del dinero. Yo lo gastaba porque podía hacerlo y por­que aquellos que me interesaban tenían necesidad de él. Nunca he dado dinero para lavar una culpa o porque aquél me pesara como tal.

Una cosa que me sorprendió cuando lo conocí, al principio, fue que usted siempre llevaba grandes rollos de billetes consigo. ¿Por qué?

Es verdad, a veces llevaba en mi bolsillo más de un millón. Muchas veces me reprocharon el llevar demasiada plata. Simone de Beauvoir, por ejemplo, encontraba ridículo todo eso y, efectiva­mente, es idiota. Pero, a decir verdad, ahora no lo hago, no porque podría perderlo o porque po­drían desvalijarme, sino a causa de mi vista: confundo los billetes y eso puede crear situaciones mo­lestas. Lo cual no impide que me guste mucho lle­var conmigo mi dinero y me desagrada no poder hacerlo. Le diré que es la primera vez que me pre­guntan por qué... Sé que sacar del bolsillo un fajo de billetes lo convierte a uno en un potentado grosero. Me acuer­do de un hotel en la Costa Azul donde íbamos a menudo Simone de Beauvoir y yo. Un día, la reem­plazante de la patrona se quejó a Simone de Beau­voir de que, para pagarle, yo había sacado dema­siado dinero... Y sin embargo no soy un poten­tado grosero. No, creo que si me gusta llevar con­migo mucho dinero, en cierta manera corresponde a cómo vivo entre mis muebles, al modo como llevo mi traje de todos los días, casi siempre el mismo, mis anteojos, mi encendedor, mis cigarrillos. Esa idea de tener conmigo la mayor cantidad de cosas posibles definen mi vida íntegra, todo lo que representa mi vida cotidiana en ese momen­to. Por lo tanto: la idea de ser totalmente íntegro en el momento presente, lo que yo soy, de no de­pender de nadie, de no tener nada que pedir sea a quien fuere, de disponer inmediatamente de to­das mis posibilidades. Ello representa una especie de manera de sentirme superior a la gente, lo cual evidentemente es falso, y yo lo sé.

A menudo usted también da propinas excesi­vas.

Siempre.

Lo cual puede ser molesto para quienes la re­ciben.

En eso, usted exagera.

No será usted quien me enseñe que es necesa­rio que la reciprocidad sea posible para que la generosidad no sea, en cierta manera, humillante.

La reciprocidad no es posible, pero la amabi­lidad lo es. Los mozos de café aprecian que yo les dé fuertes propinas y me lo devuelven siendo ama­bles. Mi idea es que, desde el momento en que un hombre vive de nuestras propinas, yo quiero darle lo más que puedo, porque pienso que, si de mí de­pende que un hombre viva, es necesario entonces que viva bien.

¿Usted ha ganado mucho dinero?

Sí, he ganado dinero.

Si sacamos la cuenta de lo que usted ganó, nos encontraríamos con una suma enorme. ¿Qué hizo con ella?

Me costaría decirlo. Se la di a la gente, la gas­té en cosas mías, generosamente. Generosamente quiere decir libros, viajes -yo gasté mucho en via­jes-. Antes, cuando tenía más dinero que ahora, mi tendencia era llevar conmigo mucho más de lo necesario.

¿Por miedo a que le faltara?

Quizá un poco. Mi abuela me decía siempre cuando me daba plata: "Si rompes un vidrio, ten­drás que pagarlo". De eso me quedó algo. Todavía hoy, cuando en mi cuenta no me queda gran cosa, no me siento muy contento. Tal es el caso en la actualidad. Y conocí períodos en que estuve sin un centavo. Mi madre una vez me dio doce millones para que pagara mis impuestos. Si usted quiere, yo siempre gasté más dinero del que tenía... No pre­veía mis impuestos... Desde hace algunos años, la editorial Gallimard retiene de mi cuenta lo nece­sario para pagar al fisco...

¿Y en qué gasta usted su dinero?

Después de todo, fuera de los viajes, yo gasto poco en mí. El restaurante una vez por día, pero siempre acompañado -lo cual hace diez mil fran­cos viejos por día-, los cigarrillos, en ropa muy raramente, a los libros los recibo -gasté bastante en ellos, pero hace ya mucho tiempo-, la emplea­da de servicio, un departamento relativamente costoso -doscientos mil francos viejos de alquiler mensual-. Pero en fin, eso no representa lo que gasto por mes.

¿Cuánto gasta usted por mes?

¿Teniendo en cuenta todo? Hay gente que fi­nancieramente depende de mí: esto hace un millón y medio de francos viejos por gastos fijos, más lo que gasto para mí, alrededor de trescientos mil francos de los de antes. Por lo tanto, en total, casi un millón ochocientos mil francos viejos por mes. Y, en efecto, todos los meses Puig saca los stecientos cincuenta mil francos viejos de la mensualidad que me deposita Gallimard por mis libros, más un millón, general­mente.

Y ese millón, ¿de donde proviene?

De la Sociedad de Autores; por una parte, de mis obras que se representan en Francia o que son adaptadas para la radio o la televisión, y de Giséle Halimi -que es mi agente literario para el extran­jero-; por otra parte, de mis piezas o de films, de las entrevistas, etcétera. Todo eso me produce mucho más que mis libros propiamente dichos. El año pasado creo que hubo que pagar quince millones al fisco. Y además, hay una jubilación de mi profe­sión liberal, que representa ochocientos mil fran­cos viejos, más o menos, cada semestre. Lo que me produce más, es lo que pasa por las manos de Giséle Halimi; dos veces por año me entregan va­rios millones, lo cual es mucho. Pero, actualmente, por primera vez no hay nada y yo me pregunto cómo voy a hacer para arreglármelas.

¿Ya no es cuestión, pues, de ayudar a grupos como el de Liberación, cosa que antes hiciera a menudo?

Eso no, ya no lo puedo hacer.

Cambiemos de tema. En 1967 usted decía: "La Pléiade es una lápida, yo no quiero que me entierren mientras esté vivo". Más tarde usted cambió de opinión, y dentro de poco, Michel Rybalka y yo vamos a publicar sus novelas en La Pléiade. ¿Por qué se ha vuelto usted en contra de esa primera decisión?

Sobre todo por la influencia de quienes les había pedido una opi­nión y que me dijeron que eso estaría bien. Y ade­mán La Pléiade publicó a otros autores vivos, por lo tanto no tiene ya tanto ese carácter de lápida. Ser publicado en La Pléiade representa simplemen­te un paso a otro tipo de celebridad; me coloco al lado de los clásicos, mientras que antes yo era un escritor como los otros.

En suma, ¿una consagración?

Esa es la palabra. Sí. Más bien me causa placer. Y es verdad que estoy apurado por ver publicado esos tomos de La Pléiade. Pienso que eso provie­ne de la infancia, cuando la celebridad consistía en ser publicado en una gran edición, muy bien cuidada, que las gentes se disputaban. Me debe quedar algo de eso. Aparezco en la misma colec­ción que Maquiavelo...

Usted ya es un escritor clásico... Un escritor clásico y "comprometido". ¿Pero no teme que la parte más difundida de su pensamiento -las no­ciones de libertad y de responsabilidad individual- obstaculice una toma de conciencia política real?

Es posible. Pero pienso que ese género de ma­los entendidos siempre suceden cuando una obra cae en manos del público. La parte más viva y más profunda de un pensamiento es a la vez la que puede aportar una mayor dosis de bien y, si es mal comprendida, la mayor dosis de mal. Pienso efec­tivamente que una teoría de la libertad que no explique al mismo tiempo lo que son las alienacio­nes, en qué medida la libertad puede dejarse ma­nipular, desviar, volverse contra sí misma, una teoría semejante puede engañar muy cruelmente a alguien que no comprenda todo lo que la misma implica y que cree que la libertad está en todos lados. Pero, si se lee bien lo que yo he escrito, no creo que se pueda cometer un error semejante. Sobre ello, y dentro de un plano político, me ex­plicaré mejor en mis audiciones de televisión. Ese será uno de los grandes temas de dos o tres pro­gramas con los cuales cerraré el ciclo. Pero, en ese momento, lo explicaré teniendo en cuenta casos precisos, concretos; no haré filosofía, o por lo me­nos, lo que tengo que decir no será expresado filo­sóficamente.

¿Y usted piensa convencer a la gente?

No lo sé. Lo voy a intentar.

En un último artículo publicado en "Les Temps Modernes", Francois George escribe esto: "Si mis ideas fracasaron en su propósito de convencer a más gente, sin duda es porque no eran totalmente ver­daderas". ¿Diría usted una frase de este género?

Está muy bien dicho y es lo que todo el mun­do piensa en un momento determinado. Lo cual no prueba que sea verdad; hay ideas que para convencer llevan mucho más tiempo. Cada uno tiene sus momentos de desaliento. Entonces pien­so que, en efecto, en tales momentos, yo habría podido decir algo similar. Pero, a la vez, es hacerle demasiado honor "a toda la gente" -porque es la verdad de las ideas lo que aquí se cuestiona y no a toda la gente- y admitir que las ideas verda­deras triunfan de inmediato -lo cual es igualmente falso-. Imaginemos que Sócrates haya dicho una frase de este tipo al morir. ¡Qué risa! Su pensamiento actuó sobre el mundo, pero mucho después.

¿Y usted tiene la impresión de que su pensamiento ha actuado sobre el mundo?

Espero que lo hará. Pienso que uno tiene po­cos datos referentes a la importancia que han te­nido sus ideas durante su vida y eso está bien.

Las cartas de los lectores, por ejemplo, ¿no lo inquietan a este respecto?

Son cartas de un lector, ¿qué representa él? Por otra parte, ahora me escriban mucho menos. Durante un tiempo sí, recibí muchas cartas. Aho­ra casi no me escriben, y las cartas que recibo me interesan menos; que me digan que me quieren no me causa gran efecto, no quiere decir gran cosa.

¿Y usted tiene la impresión de que en eso consis­te la vejez, en la indiferencia?

¡Yo no dije que era indiferente!

Entonces, ¿qué es lo que le interesa en verdad?

La música, ya se lo dije. La filosofía y la po­lítica.

¿Pero eso lo excita?

No, no hay cosa por grande que sea que me excite. Me coloco un poco por encima...

¿Hay algo que querría agregar?

Todo, en un sentido, si usted quiere, y en otro, nada. Todo, porque con relación a lo que hemos formulado, queda el resto, lo cual demandaría una profundización cuidadosa. Pero eso no se puede hacer en una entrevista. Es lo que siento cada vez que concedo una. En cierto sentido, una entrevis­ta es frustrante; y lo es porque, en efecto, habría muchas más cosas por decir. La entrevista hace nacer al mismo tiempo las respuestas que se dan y también su contrario, las cosas no dichas. Pero, al margen, pienso que, como retrato de lo que soy a los setenta años, esto era lo que había que hacer.

Usted no opinará, como lo hizo Simone de Beauvoir, que fue "estafado"...

Oh no, yo no diría eso. Por otra parte, ella misma, usted lo sabe, explicó con razón que no quiso decir que había sido estafada por la vida, sino que se sentía estafada dentro de las circuns­tancias en que escribía el libro "La fuerza de las cosas", el tercer tomo de sus memorias. Es decir, después de la guerra de Argelia, etcétera. Pero yo no diría eso, yo no he sido estafado por nada, no he sido decepcionado por nada. He visto gentes, buenas y malas -las malas por otra parte, nunca lo son sino con relacion a ciertos fines-; he escrito, he vivido, no tengo nada que lamentar.

En suma, hasta ahora, ¿la vida ha sido buena para usted?

En conjunto, si. No veo qué es lo que podría reprocharle. Ella me ha dado lo que yo quería y, al mismo tiempo, me hizo reconocer que no era gran cosa. Pero, ¿qué pode­mos hacer? Hay que conservar la risa. Ponga usted: "Acom­pañamiento de risas".