26 de febrero de 2009

Entremeses literarios (XLIII)

CELEBRACION DE LA FANTASIA
Eduardo Galeano

Uruguay (1940)

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé que aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano. Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quién una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaba los que pedían un fantasma o un dragón. Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba mas de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
- Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima -dijo.
- ¿Y anda bien? -le pregunté.
- Atrasa un poco -reconoció.



AGUA DE LLUVIA
Jorge Gómez Jiménez
Venezuela (1971)

La lluvia caía con su monótono ruido una tarde de febrero cuando Evalina murió. Tenía los senos carcomidos por la enfermedad y el pelo se le había empezado a caer, pero tuve la satisfacción de que me reconoció hasta el momento de su muerte. Me tomó la mano como el que se despide, en lugar de hacerlo con el fuerte apretón agónico del que muere. Había una gota eterna que caía por entre las junturas del techo y las paredes y que había formado un charquito en un rincón del cuarto. Era como un mensaje de la lluvia, la visita al enfermo que no podía dejar de dispensar. Evalina veía de vez en cuando hacia la ventana y sonreía a las diagonales líneas de agua que golpeaban la calle más allá de los límites del colonial marco de madera. Allá afuera estarían los transeúntes tardíos maldiciendo el agua fría del cielo mientras corren frenéticos en busca de cualquier toldo. Pero dentro de Evalina no. Ella bendecía la lluvia y la amaba tanto como yo la amé toda mi vida. Habían sido demasiados años bajo la lluvia o el sol intenso. Ella debía estarlos recordando uno a uno, mientras veía el agua en la ventana y tomaba y acariciaba mi mano. Hace algunos años de eso. Ahora, Evalina viene a mí en cada aguacero, transformada en, justamente, agua de lluvia.


EL POZO
Luis Mateo Diez
España (1942)

Mi hermano Alberto cayó al pozo cuando tenía cinco años. Fue una de esas tragedias familiares que sólo alivian el tiempo y la circunstancia de la familia numerosa. Veinte años después mi hermano Eloy sacaba agua un día de aquel pozo al que nadie jamás había vuelto a asomarse. En el caldero descubrió una pequeña botella con un papel en el interior. "Este es un mundo como otro cualquiera", decía el mensaje.


LA MANCHA INDELEBLE
Juan Bosch

República Dominicana (1909-2001)

Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa macabra experiencia. La situación era en verdad aterradora. Parecía que no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería de tres metros, tal vez de cuatro. Sin embargo lo que veía indicaba que la separación entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.
- Entregue su cabeza -dijo una voz suave.
- ¿La mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
- Claro -¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba todo el salón y resonaba entre las paredes que se cubrían con lujosos tapices. Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor y la alfombra similar que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica, las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de las vitrinas había emitido el menor sonido. Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo, pregunté:
- ¿Y cómo me la quito?
- Sujétela fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.
- ¿No ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave. Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba la menor importancia a lo que decía. Al fin logré hablar:
- Sí, he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo sin ella, ¿con qué voy a pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un ligero gruñido, como de risa burlona:
- Aquí no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
- ¿Vida sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta. El espacio era largo y de techo alto, lo cual me hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente. Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era humana, no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban mi pensamiento.
- Por favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día que muere y la que todavía no ha cerrado. En medio de mi terror actué como un autómata. Me lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle. Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco. Durante una semana no me atreví a salir de casa. Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte visitado siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con intensidad y luego dijo al otro:
- Ese fue el que huyó después que estaba...
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó en la camisa. Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:
- Después que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré librarme de este miedo, que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido. Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa. Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.



UN CUENTO DE AMOR
Marcial Fernández
México (1962)

Rudolf, con la cabeza levantada y reclinado en su cadencioso cuerpo, la miraba con sus profundos ojos verdes. Ella, esbelta y apetitosa, bailaba enfrente y en torno a Rudolf apenas sin tocar el suelo. El -es de suponerse- estaba en posición de ataque, con esa nerviosidad serena que siempre le fue tan característica. Ella, seductora, como si no se diera cuenta de la situación, seguía exhibiéndose alegre y provocativa. Rudolf, entonces, de un solo movimiento atrapó entre sus fauces gatunas a la mariposa y, de dos mordidas, se la comió.


LOS DESALMADOS
Sergio Gaut vel Hartman
Argentina (1947)

- Se terminaron.
- ¿Cómo?
- ¿Es sordo? Se terminaron, no hay más almas. Los que nacen son más que los que se van muriendo y en el depósito no queda un alma.
- ¡Es inaudito! La primera vez que pasa algo así.
- ¡Por favor! Pasa todo el tiempo, en este ciclo, en los anteriores. ¡Cómo se nota que usted es nuevo aquí!
- La ineficiencia debería ser castigada, ¿no le parece?
- Cháchara. ¿No se le ocurrió pensar que el jefe hace eso a propósito, que obedece a un plan cuidadosamente diseñado?



LA MARIONETA
Edmundo Valadés
México (1915-1994)

El marionetista, ebrio, se tambalea mal sostenido por invisibles y precarios hilos. Sus ojos, en agonía alucinada, no atinan la esperanza de un soporte. Empujado o atraído por un caos de círculos y esguinces, trastabilla sobre el desorden de un camerino, eslabona angustias de inestabilidad, oscila hacia el vértigo de una inevitable caída. Y en última y frustrada resistencia, se despeña al fin como muñeco absurdo. La marioneta -un payaso cuyo rostro de madera asoma, tras el guiño sonriente, una nostalgia infinita- ha observado el drama de quien le da transitoria y ajena locomoción. Sus ojos parecen concebir lágrimas concretas, incapaz de ceder al marionetista la trama de los hilos con los cuales él adquiere movimiento.


EL PECHO DESNUDO
Italo Calvino

Italia (1923-1985)

El señor Palomar camina por una playa solitaria. Encuentra unos pocos bañistas. Una joven tendida en la arena toma el sol con el pecho descubierto. Palomar, hombre discreto, vuelve la mirada hacia el horizonte marino. Sabe que en circunstancias análogas, al acercarse un desconocido, las mujeres se apresuran a cubrirse y eso no le parece bien: porque es molesto para la bañista que tomaba el sol tranquila; porque el hombre que pasa se siente inoportuno; porque el tabú de la desnudez queda implícitamente confirmado; porque las convenciones respetadas a medias propagan la inseguridad e incoherencia en el comportamiento, en vez de libertad y franqueza. Por eso, apenas ve perfilarse desde lejos la nube rosa-bronceado de un torso desnudo de mujer, se apresura a orientar la cabeza de modo que la trayectoria de la mirada quede suspendida en el vacío y garantice su cortés respeto por la frontera invisible que circunda las personas. Pero -piensa mientras sigue andando y, apenas el horizonte se despeja, recuperando el libre movimiento del globo ocular- yo, al proceder así, manifiesto una negativa a ver, es decir, termino también por reforzar la convención que considera ilícita la vista de los senos, o sea, instituyo una especie de corpiño mental suspendido entre mis ojos y ese pecho que, por el vislumbre que de él me ha llegado desde los límites de mi campo visual, me parece fresco y agradable de ver. En una palabra, mi no mirar presupone que estoy pensando en esa desnudez que me preocupa; ésta sigue siendo en el fondo una actitud indiscreta y retrógrada. De regreso, Palomar vuelve a pasar delante de la bañista, y esta vez mantiene la mirada fija adelante, de modo de rozar con ecuánime uniformidad la espuma de las olas que se retraen, los cascos de las barcas varadas, la toalla extendida en la arena, la henchida luna de piel más clara con el halo moreno del pezón, el perfil de la costa en la calina, gris contra el cielo. "Sí -reflexiona, satisfecho de sí mismo, prosiguiendo el camino-, he conseguido que los senos quedaran absorbidos completamente por el paisaje, y que mi mirada no pesara más que la mirada de una gaviota o de una merluza". "¿Pero será justo proceder así? -sigue reflexionando-. ¿No es aplastar la persona humana al nivel de las cosas, considerarla un objeto, y lo que es peor, considerar objeto aquello que en la persona es específico del sexo femenino? ¿No estoy, quizá, perpetuando la vieja costumbre de la supremacía masculina, encallecida con los años en insolencia rutinaria?". Gira y vuelve sobre sus pasos. Ahora, al deslizar su mirada por la playa con objetividad imparcial, hace de modo que, apenas el pecho de la mujer entra en su campo visual, se note una discontinuidad, una desviación, casi un brinco. La mirada avanza hasta rozar la piel tensa, se retrae, como apreciando con un leve sobresalto la diversa consistencia de la visión y el valor especial que adquiere, y por un momento se mantiene en mitad del aire, describiendo una curva que acompaña el relieve de los senos desde cierta distancia, elusiva, pero también protectora, para reanudar después su curso como si no hubiera pasado nada. "Creo que así mi posición resulta bastante clara -piensa Palomar-, sin malentendidos posibles. ¿Pero este sobrevolar de la mirada no podría al fin de cuentas entenderse como una actitud de superioridad, una depreciación de lo que los senos son y significan, un ponerlos en cierto modo aparte, al margen o entre paréntesis? Resulta que ahora vuelvo a relegar los senos a la penumbra donde los han mantenido siglos de pudibundez sexomaníaca y de concupiscencia como pecado...". Tal interpretación va contra las mejores intenciones de Palomar que, pese a pertenecer a la generación madura para la cual la desnudez del pecho femenino iba asociada a la idea de intimidad amorosa, acoge sin embargo favorablemente este cambio en las costumbres, sea por lo que ello significa como reflejo de una mentalidad más abierta de la sociedad, sea porque esa visión en particular le resulta agradable. Este estímulo desinteresado es lo que desearía llegar a expresar con su mirada. Da media vuelta. Con paso resuelto avanza una vez más hacia la mujer tendida al sol. Ahora su mirada, rozando volublemente el paisaje, se detendrá en los senos con cuidado especial, pero se apresurará a integrarlos en un impulso de benevolencia y de gratitud por todo, por el sol y el cielo, por los pinos encorvados y la duna y la arena y los escollos y las nubes y las algas, por el cosmos que gira en torno a esas cúspides nimbadas. Esto tendría que bastar para tranquilizar definitivamente a la bañista solitaria y para despejar el terreno de inferencias desviantes. Pero apenas vuelve a acercarse, ella se incorpora de golpe, se cubre, resopla, se aleja encogiéndose de hombros con fastidio como si huyese de la insistencia molesta de un sátiro. "El peso muerto de una tradición de prejuicios impide apreciar en su justo mérito la intenciones más esclarecidas", concluye amargamente Palomar.


HISTORIA VERIDICA
Julio Cortázar

Argentina (1914-1984)

A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan muy caros, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto. Ahora este señor se siente profundamente agradecido y comprende que lo ocurrido vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de curarse en salud. Una hora más tarde se le cae el estuche y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.


LA ARAÑA
Enrique Wernicke
Argentina (1915-1968)

Ella decía:
- ¡Bla, bla, bla!
Se refería al modesto empleo de su marido, a la necesidad de que trajera más dinero al hogar, y criticaba su carácter pusilánime que le impedía reclamar un aumento de sueldo al gerente. Y él respondía:
- Pero, querida...
Y explicaba las complicadas circunstancias que acorralaban su vida; el temperamento irascible del gerente, la situación financiera de la compañía y su natural y humilde timidez. Apareció una arañita en el patio donde estaban sentados, al fin de la tarde. Y ella dijo:
- ¡Una araña! ¿Por qué no la matás? Bla, bla, bla... ¡Gómez! ¿Por qué no la matás?
Y él agarró un hacha que tenía en el patio y le partió la cabeza. Veinte minutos después se presentó en la comisaría.
- Buenas tardes -dijo.
- Buenas noches -contestó el oficial de guardia.
- Vengo a entregarme. He matado una araña. -Se pasó la mano por la frente y entregó el hacha asesina.
- ¿Una araña? ¿Cómo se llamaba? -preguntó el oficial, mecánicamente.
- Juana... Juana Gómez, para servir a usted.
- Pase al calabozo. Cuando llegue el Comisario se explicará in extenso.
Mansamente, siguió el largo corredor. Vaya a saber en qué pensaba.