8 de abril de 2009

Dos Marthas (Recordando a Cortázar)

Tras la muerte del creador de "Las armas secretas" se le preguntó al periodista, crítico literario y escritor chileno Volodia Teitelboim (1916-2008) quién era Cortázar. Dijo el autor de "Hijo del salitre" y "Pisagua", galordonado con el Premio Nacional de Literatura de Chile en 2002: "Medía más de un metro noventa y tenía un aire de perpetuo adolescente. Cara de muchacho bueno, de escocés pecoso, dijo alguien. Tenía un niño en la mirada, agregó otro. La leucemia lo había sentenciado y él lo sabía. Un infarto cardíaco fue el tiro de gracia en el hospital Saint-Lazare, donde había sido internado diez días antes. A los sesentinueve años se fue a dormir cerca de la tumba de Baudelaire en el cementerio de Montparnasse. Cortázar hizo paradoja literaria, y su vida no estuvo exenta de paradojas: argentino nacido en Bruselas, murió técnicamente como ciudadano francés".
A propósito de su muerte dijo Gabriel García Márquez (1928): "En las muchas veces que nos vimos años después, lo único que había cambiado era la barba densa y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo siempre en la misma edad con que había nacido", y José Lezama Lima (1910-1976), años antes había contado: "Julio posee una envidiable enfermedad llamada efebicia que lo mantiene joven al precio de que sus huesos crecen desmesuradamente".
En la Argentina tuvo muchos enemigos y hasta se lo tachó de escritor afrancesado. Juan Gelman (1930), uno de los más grandes poetas argentinos, escribió: "Nunca nos traicionaste. En Corrientes y Esmeralda, en otros tiempos, vi pasar a escritores que nunca dejaron el país y escribían como un francés cualquiera. Yo entendí mejor a Buenos Aires leyendo lo que vos escribías en París. Así es tu grandeza, así tu amor". Cortázar fue el hombre de la trasgresión, la autenticidad y la solidaridad. En febrero de 1984, a los pocos días de su muerte, dos escritoras argentinas escribieron sobre lo que Cortázar significó en sus vidas. Ellas son Martha Lynch y Martha Mercader.
Martha Lynch (1925-1985) fue una de las escritoras más leídas desde mediados de los '60 hasta bien entrados los '70. En ese momento, la crítica especializada opinaba que "su obra literaria, con altibajos, ha llenado un espacio importante en la narrativa argentina contemporánea" y se la describía como una escritora "poco menos que única entre nosotros, por su ímpetu y destreza narrativa". En 1970 viajó a Cuba y quedó fascinada hasta el punto de comparar la experiencia con la de tener un hijo. De esa fascinación por la revolución cubana pasó a una abierta simpatía por el supuesto "peronismo de izquierda" representado por Montoneros y, en noviembre de 1972, estuvo en el avión que trajo de vuelta a Juan D. Perón (1895-1974) a la Argentina. Se arrepentió de eso más tarde: "Me equivoqué -dijo en 1978-, y conmigo se equivocaron siete millones de argentinos. Yo fui una idiota y una zanahoria".
En pleno gobierno militar dijo que creía que esos hombres que gobernaban tenían "muy buena voluntad y muy buena fe. Tienen en la cabeza una imagen de la Argentina saneada, importante. Espero que no sea demasiado tarde", para hablar luego de "una dura represión inevitable". Siguiendo con su zigzagueante oportunismo político, tiempo después creyó que hacía falta volver a la democracia y que "el tema de los desaparecidos es una de las lacras espeluznantes de un período de la vida argentina difícil de calificar".
En 1984 se definía a sí misma como una "pavota y pusilánime" y afirmaba que no creía que fuera posible la felicidad sin belleza, intentando justificar las innumerables cirugías estéticas a que se había sometido. Finalmente, el 8 de octubre de 1985 se encerró en su cuarto y se suicidó con un disparo en la cabeza. Su obra incluye "La alfombra roja", "Al vencedor", "Los cuentos tristes", "El cruce del río", "Un árbol lleno de manzanas", "Los dedos de la mano", "La penúltima versión de la Colorada Villanueva", "La señora Ordóñez", "Cuentos de colores" y "No te duermas, no me dejes".Sobre Cortázar escribió:
Nadie querrá creérmelo, pero es verdad. La muerte de Cortázar me tomó totalmente sumergida en él, como solamente lo consigue la atmósfera de un libro. Estaba -estoy- leyendo con deleite, con usura casi, "Los autonautas de la cosmopista", la crónica de su aventura en la autopista del Sur, París-Marsella, en compañía de su mujer Carol Dunlop, su preciosa "Osita". Y me llamaron para decirme que él, el "Lobo", el entrañable relator, había muerto. ¿Cómo? ¿De qué? ¿Cómo pasó? Estaba enfermo, es verdad, pero no tan enfermo. Yo digo que, en parte, Cortázar se murió de pena porque Carol se había muerto antes. Y me he puesto a llorar porque estaba viajando con ellos; estaba deslizándome por esos paraderos de la ruta que él hizo memorables y mágicos por imperio de su maravillosa manera de escribir. No lo quiero creer y también lo creo ciegamente: que quienes escribieron ese libro tan estrechamente enlazados, no hayan querido desenlazarse ante la muerte. Déjenme que crea eso porque estoy segura de acertar. Los que ponen en duda esta afirmación, que lean "Los autonautas de la cosmopista": nadie se puede querer tanto, nadie se puede entender tanto, nadie puede ser tan feliz y después aceptar la muerte de la mitad de la pareja como si tal. Y él era así. Apasionado y sencillo en materia política, en materia literaria, en materia humana. Fue uno de los mayores escritores del habla española y un maestro. Toda mí generación aprendió a escribir, leyéndolo. Muchas de mis pobres mejores páginas, fueron escritas bajo su influencia. Era un escritor motor de esos que dan ánimos e impulsos para escribir a su vez. Escribió el lenguaje de los argentinos. A pesar de la lejanía siempre miró hacia el Sur, porque quizá aquí tenía el corazón de su infancia. Interpretó como nadie nuestra hibridez: un pie puesto en Europa, un pie en la Argentina. Expresó nuestra angustia de dominados en "Casa tomada", nuestra desesperación por ser o no ser en "Rayuela". Suya fue la ternura de los cuentos, la peculiaridad de los cronopios, el horror de la tortura y del torturador o de aquel otro pobre condenado al que lo persigue la desesperación de alcanzar el resplandor del arte. Entonces inmortalizó a Charlie Parker y dio su novela testimonio en "El libro de Manuel", calmando su ardiente cosmovisión de revolucionario. Creyó en la revolución latinoamericana y ella lo aceptó. Vivió de acuerdo a lo que era y ya muy tarde tuvo ese logro infinito del amor que dejó impreso en su última maravillosa aventura de la autopista, la misma autopista sobre la que construyó un cuento genial. Pero quizá lo más hermoso que rescato en esta tarde tristísima de un domingo de lluvia, es su muerte. No murió ni antes ni después. Murió cercano a Carol y escribiendo. No puedo menos que envidiar su suerte. Lo he leído durante toda mi vida. Lo he llevado en viajes y en acontecimientos personales. En mi viaje a Europa de hace tres semanas viaje con "Deshoras" sabiendo que siempre iba a acompañarme. Así lo hizo. Lo hizo también en el terreno personal. Nos conocimos en 1968 y cuando lo llamé por teléfono a su departamento de París, me dijo: "Cuando llames decí que sos la señora Ordoñez; me gustará verla entrar con vos". Nos escribimos largamente y tengo de él el dulce recuerdo de lo mucho que se preocupaba por mis pulmones de asmática. Se fue de aquí hace muchos años pero escribió con nuestro lenguaje y le dio profundidad a nuestra problemática, conservó la gracia argentina y las palabras entrañables. No conoció altibajos. Siempre escribía magistralmente bien. Yo lo quería como quiero a las baldosas de las calles de Buenos Aires y como quise a los que, en la vida, todo me enseñaron. No sé como haré para terminar de leer ese libro al que leía despacito, relamiéndome, por el gusto de leer, para que ese gusto me durara más. Ahora, querido Julio, tengo que terminar el recorrido de la autopista, sin vos, "Lobo", sin la "Osita". Creo que es lógico que se me permita llorar.

Martha Mercader (1926) ejerció la docencia, el periodismo y escribió para distintos medios, incluidos la radio y la televisión. Entre 1963 y 1966 fue Directora de Cultura de la Provincia de Buenos Aires, y entre 1984 y 1989 se desempeñó como Directora del Colegio Mayor Nuestra Señora de Luján de Madrid dependiente del Ministerio de Eduación de la Nación Argentina. Luego, entre 1993 y 1997 ocupó una banca en la Cámara de Diputados de la Nación. En 1984 fue galardonada con el Premio Konex en el rubro Literatura para Niños.
Su novela "Juanamanuela, mucha mujer" de 1980, sobrepasó los cien mil ejemplares y se sigue reeditando. También ha escrito guiones de televisión y cine, obras teatrales y ensayos. Su bibliografía incluye "Una corona para Sanón" y "Amor de cualquier humor" (teatro); "Octubre en el espejo", "De mil amores", "La chuña de los huevos de oro", "Decir que no" y "El hambre de mi corazón" (cuento); "Los que viven por sus manos", "Solamente ella", "Belisario en son de guerra" y "Donar la memoria" (novela); "Cultura. Problema político de la Provincia de Buenos Aires" y "Para ser una mujer" (ensayo); y "Conejitos con hijitos", "La fuga", "Cuentos de un dormilón", "Un cuento de pilas y pilas de cuentos", "Una abuela y ciento veinte millones de nietos" y "De amistades y encuentros" (cuentos para niños).Sobre Cortázar escribió:
Es domingo y llueve, y por teléfono me dicen que Julio Cortázar ha muerto, supongo que en Francia, supongo que repentinamente. Una sola vez compartí con él una reunión, en casa de Inés Malinov, allá por el cincuentaitantos, antes de la caída de Perón. Pronto llegó para él la fama internacional y desde entonces se hablaba de Cortázar como de un escritor que ha adquirido indiscutibles títulos de propiedad en un hermoso lote del Parnaso y con ellos la solidez del mármol. Eso tiene la fama: enfría la tibieza humana, convierte la letra, que no es más que sangre y aliento, en abstracción. Y sin embargo, este domingo, mientras los dedos de la lluvia escriben en el teclado del techo de mi escritorio, siento que se me ha muerto un tiempo de juventud. Cortázar fue para mí "Bestiario", "Las armas secretas", "Final del juego". Cortázar fue el compatriota -en épocas en que pocos todavía se atrevían, en que no muchos veneraban a Arlt- que me contó en el idioma de los argentinos el cuento de una casa tan familiar que en ella una chica de La Plata como yo podía haberle cebado mate, mientras me convertía en otra cosa, a un muchacho de Banfield como él que hablaba mi mismo lenguaje y que no obstante no era como cualquier muchacho porque proyectaba una sombra inquietante que obligaba a ir cerrando puerta tras puerta. Cortázar fue sacar boleto de "Omnibus" para viajar por los barrios y sin darnos cuenta meternos en la otra vía, la que permite ver los signos cifrados que nos manda un ramo de crisantemos como queriendo decir ¡ojo! la realidad no es tan simple como la gorra del guarda. Por Cortazar comprendí que en una familia hay tanto sitio para una fuente de arroz con leche y un beso antes de acostarse como para un tigre que se pasea por el jardín de los tréboles o el comedor de los cristales. Y cuando digo tigre quiero decir rayas misteriosas, la otra faz, la sombra de la realidad por las baldosas del patio o la luz de la luna en las hormigas. Por Cortazar comprendí que "todos los ñatos como Torito, cuando están abajo, cuando los fajan, hasta el más maula", también siente el "pathos" de la vida y pueden tocar mi corazón, mi corazón literario, al igual que un verso de Virgilio. Para mí Cortázar fueron "Las cartas de mamá" que me llevaron a cualquier lugar cuyos puentes atravesaban ciertos riachuelos, ciertas riberas del sentido que me sacaban de quicio. Y eso, sacar de quicio, es algo fundamental en literatura. Cortázar fue para mí, y lo sigue siendo, "El perseguidor", el borracho, el loco de Johnny, con quien me desgarré por el conflicto de conciencia (y no sé por qué tiendo a hablar en pasado) de un creador que persigue la música (como si eso fuera posible, pero Cortázar, en sus cuentos, nos hacía creer que sí) para huir de la nada agazapada debajo del asiento del metro parisino o debajo del paraguas que me cobijaba de la lluvia, de una lluvia distinta, igual a la de este domingo, en las calles de mi Buenos Aires querido que yo atravesaba enredada en "Las babas del diablo" o incluso mientras las leía en el ómnibus que me transportaba hacia Chacarita. Porque ya entonces vivía en Colegiales, mientras en mi país se sucedían los cuartelazos y el pueblo se resistía a dejar la esperanza en el cementerio. Puedo estar de acuerdo o no con las actitudes políticas que adoptó en distintas épocas Cortázar, ese adolescente polémico que no quería aprender a atarse los zapatos y plancharse las camisas, ese adolescente que consideraba derrota o traición ser incapaz de meterse vestido en una fuente para pescar un pececito rojo que él llamaría pescadito porque seguía hablando como argentino aunque viviera en París. Ese adolescente que conservó la rabia adolescente para los gendarmes que rapan a los barbudos y melenudos y queman libros, que insultó a los chacales que matan seres humanos en nombre de consignas sectarias. Pero este domingo, mientras la lluvia sobre el techo evoca y se entrelaza con otras lluvias y otras humedades y en el jardín de mis abuelos renace el perfume de la magnolia foscata, un olor que ya no es y reaparece o lo invento por obra y magia de la palabra, que es un ir y venir entre el autor y el lector y en este caso la lectora era yo y el autor era él, un ser que ya no es y que sigue siendo en sus libros, ellos siguen siendo, pero Julio Cortázar se lleva a su muerte un poco de mi juventud.

A Cortázar jamás le interesó, por humildad y por convicción, la categoría de intelectual sino la de trabajador de la cultura. Resignó gran parte de su tiempo para la actividad literaria para comprometerse política y activamente en las causas de los pueblos latinoamericanos, dedicando conferencias enteras a debatir sobre la construcción social de los pueblos. Pero por sobre todas las cosas demostró -como dice su biógrafo, el periodista y profesor de la Universidad Nacional de Cuyo Jaime Correas (1961)- que "la palabra más lacerante es aquella que no se pronuncia".