9 de abril de 2009

A propósito del desastre económico: Groucho Marx y la crisis del '29

Hace muy poco tiempo se montó un espectáculo patético en Londres: la reunión de la cúpula del G-20 terminó con sonrisas y abrazos que coparon los noticieros. La representación se llevó a cabo para que los ciudadanos del mundo se sintiesen aliviados y confortados con los resultados obtenidos. El dinero asomó más de lo previsto, no hubo conflictos -del tipo de los que hubo en la Conferencia de Londres de 1933 en igual tiempo de crisis, cuando Franklin D. Roosevelt (1882-1945) abandonó la reunión en señal de protesta contra los banqueros- y, como si no hubiese un mejor indicador del éxito, los índices de las bolsas de valores, comenzando por el de Wall Street, se dispararon en un estado de euforia. Fue todo muy eficaz. Mientras una reunión anterior, con objetivos similares, duró más de veinte días -Bretton Woods, en 1944, de donde salió la arquitectura financiera de los últimos cincuenta años-, la reunión de Londres duró tan sólo un día. Y la euforia también.
Ni bien comenzó la actual crisis, muchos analistas detectaron inquietantes paralelos entre esta coyuntura y la generada a partir del crac del 29 de octubre de 1929 que dio paso a la crisis mundial del año '30. A propósito de ésta, el actor y comediante estadounidense Groucho Marx (1890-1977) ofreció su propia visión en un artículo que apareció en "Groucho and me" (Groucho y yo), su libro publicado en 1959 en el que repasó los acontecimientos más importantes de su carrera desde los inicios hasta el momento en que lo escribió. El artículo dice así:

Muy pronto un negocio mucho más atractivo que el teatral atrajo mi atención y la del país. Era un pequeño asunto llamado mercado de valores. Lo conocí por primera vez hacia 1926. Constituyó una sorpresa muy agradable descubrir que era un negociante muy astuto. O por lo menos eso parecía, porque todo lo que compraba aumentaba de valor. No tenía asesor financiero ¿Quién lo necesitaba? Podías cerrar los ojos, apoyar el dedo en cualquier punto del enorme tablero mural y la acción que acababas de comprar empezaba inmediatamente a subir. Nunca obtuve beneficios. Parecía absurdo vender una acción a treinta cuando se sabía que dentro del año doblaría o triplicaría su valor. Mi sueldo semanal era de unos dos mil, pero esto era calderilla en comparación con la pasta que ganaba teóricamente en Wall Street. Disfrutaba trabajando en la revista pero el salario me interesaba muy poco. Aceptaba de todo el mundo confidencias sobre el mercado de valores. Ahora cuesta creerlo pero incidentes como el que sigue eran corrientes en aquellos días.
Subí a un ascensor del hotel Copley Plaza, en Boston. El ascensorista me reconoció y dijo: "Hace un rato han subido dos individuos señor Marx, ¿sabe? Peces gordos de verdad. Vestían trajes cruzados y llevaban claveles en las solapas. Hablaban del mercado de valores y, créame amigo, tenían aspecto de saber lo que decían. No advirtieron que yo estaba escuchándolos, pero cuando manejo el ascensor siempre tengo el oído atento. ¡No voy a pasarme toda la vida haciendo subir y bajar uno de estos cajones! El caso es que oí que uno de los individuos le decía al otro: ponga todo el dinero que pueda obtener en United Corporation".
Le di cinco dólares y corrí hacia la habitación de Harpo. Le informé inmediatamente acerca de esta mina de oro en potencia con que me había tropezado en el ascensor. Harpo acababa de desayunar y todavía estaba en bata. "En el vestíbulo de este hotel están las oficinas de un agente de Bolsa -dijo-. Espera a que me vista y correremos a comprar estas acciones antes de que se esparza la noticia". "Harpo -le dije-, ¿estás loco? ¡Si esperamos hasta que te hayas vestido, estas acciones pueden subir diez veces!". De modo que con mis ropas de calle y Harpo con su bata, corrimos hacia el vestíbulo, entramos en el despacho del agente y en un santiamén compramos acciones de United Corporation por valor de ciento sesenta mil dólares, con una garantía del veinticinco por ciento. Para los pocos afortunados que no se arruinaron en 1929 y que no estén familiarizados con Wall Street, permítanme explicar lo que significa esa garantía del veinticinco por ciento. Por ejemplo, si uno compraba ochenta mil dólares de acciones, sólo tenía que pagar en efectivo veinte mil. El resto se le quedaba a deber al agente. Era como robar dinero.
El miércoles por la tarde, en Broadway, Chico encontró a un habitual de Wall Street quien le dijo en un susurro: "Chico, ahora vengo de Wall Street y allí no se habla de otra cosa que del Cobre Anaconda. Se vende a ciento treinta y ocho dólares la acción y se rumorea que llegará hasta los quinientos. ¡Cómpralas antes de que sea demasiado tarde! Lo sé de muy buena fuente". Chico corrió inmediatamente hacia el teatro con la noticia de esta oportunidad. Era una función de tarde y retrasamos treinta minutos el alzamiento del telón hasta que nuestro agente nos aseguró que habíamos tenido la fortuna de conseguir seiscientas acciones. ¡Estábamos entusiasmados!Chico, Harpo y yo éramos cada uno propietarios de doscientas acciones de estos valores que rezumaban oro. El agente incluso nos felicitó. Dijo: "No ocurre a menudo que alguien entre con tan buen pie en una compañía como la Anaconda".
El mercado siguió subiendo y subiendo. Cuando estábamos de gira, Max Gordon, el productor teatral, solía llamarme por teléfono cada mañana desde Nueva York sólo para informarme de la cotización del mercado y de sus predicciones para el día. Dichos augurios nunca variaban. Siempre eran "arriba, arriba, arriba". Hasta entonces yo no había imaginado que uno pudiera hacerse rico sin trabajar. Max me llamó una mañana y me aconsejó que comprara unos valores llamados Auburn. Eran de una compañía de automóviles, ahora inexistente. "Marx -dijo-, es una gran oportunidad. Pegará más saltos que un canguro. Cómpralo ahora, antes de que sea demasiado tarde". Luego añadió: "¿Por qué no abandonas el teatro y olvidas esos miserables dos mil semanales que ganas? Son calderilla. Tal como manejas tus finanzas, aseguraría que puedes ganar más dinero en una hora instalado en el despacho de un agente de valores, que los que puedes obtener haciendo ocho representaciones semanales en Broadway". "Max -le contesté-, no hay duda de que tu connsejo es sensacional, pero al fin y al cabo tengo ciertas obligaciones con Kaufman, Ruskind, Irving Berlin y con mi productor Sam Harris". Los que por entonces no sabía era que Kaufman, Ruskind, Berlin y Harris también compraban a crédito y que, finalmente, iban a ser aniquilados por sus asesores financieros. Sin embargo, por consejo de Max, llamé inmediatamente a mi agente y lo instruí para que me comprara quinientas acciones de la Auburn Motor Company. Pocas semanas más tarde, me encontraba paseando por los terrenos de un club de campo con el señor Gordon. El día anterior, las Auburn habían pegado un salto de treinta y ocho enteros. Me volví hacia mi compañero de golf y le dije: "Max, ¿cuanto tiempo durará esto?". Max repuso utilizando una frase de Al Jolson: "Hermano, ¡todavía no has visto nada!".
Lo más sorprendente del mercado en 1929 era que nadie vendía una sola acción. La gente compraba sin cesar. Un día, con cierta timidez, hablé a mi agente acerca de este fenómeno especulativo. "No sé gran cosa sobre Wall Street -empecé a decir en son de disculpa- pero, ¿qué es lo que hace que esas acciones sigan subiendo? ¿No debería haber alguna relación entre las ganancias de una compañía, sus dividendos y el precio de venta de sus acciones?". Por encima de mi cabeza miró a una nueva víctima que acababa de entrar en su despacho y me dijo: "Señor Marx, tiene mucho que aprender acerca del mercado de valores. Lo que usted no sabe respecto a las acciones serviría para llenar un libro". "Oiga, buen hombre -repliqué-. He venido aquí en busca de consejo. Si no sabe usted hablar con cortesía hay otros que tendrán mucho gusto en encargarse de mis asuntos. Y ahora, ¿qué estaba usted diciendo?". Adecuadamente castigado y amansado me respondió: "Señor Marx, tal vez no se dé cuenta, pero éste ha dejado de ser un mercado nacional. Ahora somos un mercado mundial. Recibimos órdenes de compra de todos los países de Europa, de América del Sur e incluso de Oriente. Esta mañana hemos recibido de la India un encargo para comprar mil acciones de Tuberías Crane". Con cierto cansancio pregunté: "¿Cree que es una buena compra?". "No hay otra mejor -me contestó-. Si hay algo que todos hemos de usar son las tuberías". Se me ocurrieron otras cuantas cosas más, pero no estaba seguro de que apareciesen en las listas de cotizaciones. "Eso es ridículo -dije-. Tengo varios amigos pieles rojas en Dakota del Sur y no utilizan las tuberías". Solté una carcajada para celebrar mi ocurrencia pero él permaneció muy serio, de modo que proseguí: "¿Dice usted que desde la India le envían órdenes de compra de Tuberías Crane? Si en la lejana India piden tuberías deben saber algo sensacional. Apúnteme para doscientas acciones; no, mejor aún, que sean trescientas". Mientras el mercado seguía ascendiendo hacia el firmamento, empecé a sentirme cada vez más nervioso. El poco juicio que tenía me aconsejaba vender, pero, al igual que todos los demás primos, era ambicioso. Lamentaba desprenderme de cualquier acción pues estaba seguro de que iban a doblar su valor en pocos meses.
En los periódicos actuales leo con frecuencia artículos relativos a espectadores que se quejan de haber pagado hasta un centenar de dólares por dos entradas para ver "My fair lady" (Mi bella dama): personalmente opino que vale esos dólares. Bueno, una vez pagué treinta y ocho mil por ver a Eddie Cantor en el Palace. Cantor era vecino mío en Great Neek. Como era un viejo amigo suyo, cuando terminó la representación fuí a verlo en su camerino. "Encanto -me dijo Cantor-, ¿qué te ha parecido mi espectáculo?". Miré hacia atrás suponiendo que habría entrado alguna muchacha. Desdichadamente no era así, y comprendí que se dirigía a mí. "Eddie, cariño -le contesté con entusiasmo verdadero-, ¡has estado soberbio!". Me disponía a lanzarle unos cuantos piropos más cuando me miró afectuosamente con aquellos ojos grandes y brillantes, apoyó las manos en mis hombros y dijo: "Precioso, ¿tienes algunas Goldman Sachs?". "Dulzura -respondí (a este juego pueden jugar dos)-, no sólo no tengo ninguna, sino que nunca he oído hablar de ellas. ¿Qué es Goldman Sachs? ¿Una marca de harinas?". Me tomó por ambas solapas y me atrajo hacia sí. Por un momento pensé que iba a besarme. "¡No me digas que nunca has oído hablar de las Goldman Sachs! -exclamó incrédulamente-. Es la compañía de inversiones más sensacional de todo el mercado de valores". Luego consultó su reloj y dijo: "Hoy es demasiado tarde. La Bolsa está ya cerrada. Pero, mañana por la mañana nene, lo primero que tienes que hacer es tomar el sombrero y correr al despacho de tu agente para comprar doscientas acciones de Goldman Sachs. Creo que hoy ha cerrado a 156… ¡y a 156 es un robo!". Luego Eddie me palmoteó una mejilla, yo le palmoteé la suya y nos separamos. ¡Amigo! ¡Qué contento estaba de haber ido a ver a Cantor a su camerino! ¡Figúrese, si no llego a ir aquella tarde al Teatro Palace no hubiese tenido aquella confidencia! A la mañana siguiente, antes del desayuno, corrí al despacho del agente en el momento en que se abría la Bolsa. Aflojé el veinticinco por ciento de treinta y ocho mil dólares y me convertí en afortunado propietario de doscientas acciones de la Goldman Sachs, la mejor compañía de inversiones de Norteamérica.
Entonces empecé a pasarme las mañanas instalado en el despacho de un agente de Bolsa, contemplando un gran cuadro mural lleno de signos que no entendía. A no ser que llegara temprano, ni siquiera me era posible entrar. Muchas de las agencias de Bolsa tenían más público que la mayoría de los teatros de Broadway. Parecía que casi todos mis conocidos se interesaran por el mercado de valores. La mayoría de las conversaciones se limitaban a la cantidad que tal y tal valor habían subido la semana pasada, o cosas similares. El fontanero, el carnicero, el panadero, el hielero, todos anhelantes de hacerse ricos, arrojaban sus mezquinos salarios -y en muchos casos sus ahorros de toda la vida- en Wall Street. Ocasionalmente, el mercado flaqueaba, pero muy pronto se liberaba la resistencia que ofrecían los prudentes y sensatos, y proseguía su continua ascensión.De vez en cuando algún profeta financiero publicaba un artículo sombrío advirtiendo al público que los precios no guardaban ninguna proporción con los verdaderos valores y recordando que todo lo que sube debe bajar. Pero apenas si nadie prestaba atención a esos conservadores tontos y a sus palabras idiotas de cautela. Incluso Barney Baruch, el Sócrates de Central Park y mago financiero norteamericano, lanzó una llamada de advertencia. No recuerdo su frase exacta, pero venía a ser así: "Cuando el mercado de valores se convierte en noticia de primera página, ha sonado la hora de retirarse". Yo no estaba presente cuando la Fiebre del Oro del cuarenta y nueve. Me refiero a 1849. Pero imagino que esa fiebre fue muy parecida a la que ahora infectaba al todo el país. El presidente Hoover estaba pescando y el resto del gobierno federal parecía completamente ajeno a lo que sucedía. No estoy seguro de que hubiesen conseguido algo aunque lo hubieran intentado, pero en todo caso, el mercado se deslizó alegremente hacia su perdición.
Un día concreto, el mercado comenzó a vacilar. Unos cuantos de los clientes más nerviosos fueron presos del pánico y empezaron a descargarse. Eso ocurrió hace casi treinta años y no recuerdo las diversas fases de la catástrofe que caía sobre nosotros, pero así como al principio del auge todo el mundo quería comprar, al empezar el pánico todo el mundo quiso vender. Al
principio las ventas se hacían ordenadamente, pero pronto el pánico echó a un lado el buen juicio y todos empezaron a lanzar al ruedo sus valores que por entonces sólo tenían el nombre de tales. Luego el pánico alcanzó a los agentes de Bolsa, quienes empezaron a chillar reclamando garantías adicionales. Esta era una broma pesada, porque la mayor parte de los accionistas se habían quedado sin dinero y los agentes empezaron a vender acciones a cualquier precio. Yo fui uno de los afectados. Desdichadamente, todavía me quedaba dinero en el Banco. Para evitar que vendieran mi papel empecé a firmar cheques febrilmente para cubrir las garantías que desaparecían rápidamente. Luego, un martes espectacular, Wall Street lanzó la toalla y sencillamente se derrumbó. Eso de la toalla es una frase adecuada porque por entonces todo el país estaba llorando. Algunos de mis conocidos perdieron millones. Yo tuve más suerte. Lo único que perdí fueron doscientos cuarenta mil dólares (o ciento veinte semanas de trabajo, a dos mil por semana). Hubiese perdido más pero era todo el dinero que tenía. El día del hundimiento final, mi amigo, antaño asesor financiero y astuto comerciante, Max Gordon, me telefoneó desde Nueva York. Todo lo que dijo fue: "¡La broma ha terminado!". Antes de que yo pudiese contestar el teléfono, se había quedado mudo... ¡se suicidó!En toda la bazofia escrita por los analistas del mercado, me parece que nadie hizo un resumen de la situación de una manera tan sucinta como mi amigo el señor Gordon. En aquellas palabras lo dijo todo. Desde luego, la broma había terminado. Creo que el único motivo por el que seguí viviendo fue el convencimiento consolador de que todos mis amigos estaban en la misma situación. Incluso la desdicha financiera, al igual que la de cualquier otra especie, prefiere la compañía. Si mi agente hubiese empezado a vender mis acciones cuando empezaron a tambalearse, hubiese salvado una verdadera fortuna. Pero como no me era posible imaginar que pudiesen bajar más, empecé a pedir prestado dinero al Banco para cubrir las garantías. Las acciones de Cobre Anaconda se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a Hemingway), y finalmente se estabilizaron a 2 7/8. La confidencia del ascensorista de Boston respecto a United Corporation se saldó a 3,50. Las habíamos comprado a 60. La función de Cantor en el Palace fue magnífica. ¿Goldman Sachs a 156 dólares? Cuando la máxima depresión del mercado, podía comprárselas a un dólar por acción. El ir al desahucio financiero no constituyó una pérdida total. A cambio de mis doscientos cuarenta mil dólares obtuve un insomnio galopante y en mi círculo social el desvelamiento empezó a sustituir al mercado de valores como principal tema de conversación".