10 de junio de 2009

William Somerset Maugham. Una teoría del cuento corto

Sabido es que el británico William Somerset Maugham (1874-1965) llevó una vida inquieta. Pastor frustrado, médico, periodista, agente del Servicio Secreto, diplomático ocasional, fue ante todo un notable escritor. Así lo atestiguan, por ejemplo, sus obras "Of human bondage" (Servidumbre humana), "The moon and sixpence" (La luna y seis peniques), "The hour before dawn" (Antes del amanecer), "The painted veil" (El velo pintado), "The razor's edge" (El filo de la navaja) o "Creatures of circumstances" (Hijos de las circunstancias). Infatigable viajero, Maugham fue también un lector omnívoro. En su libro "The book bag" (Cuadernos de un escritor) contó acerca del difícil equilibrio existente entre ambas pasiones: "He tomado la decisión de viajar con el bolso más grande y llenarlo hasta los bordes con los libros que convengan a cada una de las ocasiones y disposiciones. Pesa una tonelada y los más forzudos de los porteadores se tambalean bajo su peso. Los oficiales de aduanas lo miran con recelo, pero retroceden con consternación cuando les doy mi palabra de que sólo contiene libros".
"Escribir una novela es pegar ladrillos; escribir un cuento es vaciar en concreto" escribió alguna vez Gabriel García Márquez (1928), quien admira algunos de los cuentos del británico. Maugham fue un eximio constructor de relatos breves pero también brilló en el género novelístico, con su sólida capacidad de observación social que ubica a su literatura dentro del realismo aunque con notables influencias del romanticismo francés. "Si la gente sólo hablara cuando tuviera algo que decir, el ser humano perdería muy pronto el uso del lenguaje" dijo quien, sumamente popular y exitoso en las primeras décadas del siglo XX, fue cayendo en el olvido más adelante para ser redescubierto en los últimos tiempos y pasó a ser considerado por cierta crítica como el mejor cuentista inglés del siglo XX.
En los años '40, cuando estaba al tope de su popularidad, fue convocado en múltiples ocasiones para confeccionar antologías. Así surgieron, por ejemplo, "Great novelists and their novels" (Grandes novelistas y sus novelas) y "Ten novels and their authors" (Diez novelas y sus autores), destacados ensayos sobre el arte de la ficción. Pero también se dedicó a escribir recordados prólogos a compilaciones de cuentos, entre ellos las colecciones de Nathaniel Hawthorne (1804-1864), Rudyard Kipling (1865-1936) y Anton Chejov (1860-1904), publicadas en la década del cincuenta tanto en Estados Unidos como en Inglaterra. Precisamente del prólogo a la antología del cuentista ruso pertenecen los siguientes fragmentos, los que constituyen por sí mismos una verdadera teoría del cuento corto.


Es natural que los hombres cuenten historias, y supongo que el cuento corto nació en aquella noche del tiempo en que el cazador narraba junto al fuego de la caverna, para amenizar el descanso de sus compañeros una vez que habían comido y bebido hasta hartarse, algún fantástico incidente que alguna vez oyera. Hasta hoy, en las ciudades del Este, podemos ver al narrador de historias sentado en la plaza del mercado, mientras lo rodea un círculo de ávidos oyentes, y escuchar cómo cuenta las historias que ha heredado de un pasado inmemorial. Pero yo creo que hasta el siglo XIX el cuento no obtuvo una difusión como para convertirlo en un aspecto importante de la creación literaria. Por supuesto que antes de esta época se habían escrito y leído ampliamente cuentos: existían narraciones religiosas de origen griego, las narraciones edificantes de la Edad Media y las inmortales historias de "Las mil y una noches". Durante todo el Renacimiento hubo gran predilección por el cuento corto en Italia y España, en Francia e Inglaterra. Tanto el "Decamerón" de Boccaccio, como las "Novelas ejemplares", de Cervantes, son monumentos imperecederos. Pero la moda decayó con el auge de la novela. Los libreros dejaron de pagar buenos precios por las colecciones de cuentos, y los autores llegaron a mirar desdeñosamente este género literario que no les reportaba ganancia ni renombre. Cuando, de tiempo en tiempo, concebían un tema apto para ser tratado en forma corta y escribían un cuento, no hallaban qué hacer con éste, y así, poco deseosos de perder el tema, lo insertaban sin más en medio de sus novelas, a veces, hay que decirlo, de manera muy torpe. Pero a comienzos del siglo XIX, surgió una nueva forma de publicación que pronto adquirió inmensa popularidad. Fueron los anuarios. Parece que nacieron en Alemania. Se componían de una miscelánea de prosa y verso, y en su país de origen proveyeron a sus lectores de sustancioso alimento, ya que nos han dicho que "La doncella de Orleans" de Schiller y "Hermann y Dorotea" de Goethe, aparecieron por vez primera en periódicos de este tipo. Pero cuando su éxito llevó a los editores ingleses a imitarlos, éstos se basaron primordialmente en los cuentos cortos para atraer una cantidad de lectores suficiente como para que la empresa fuera lucrativa.
Conviene que ahora informe un poco al lector sobre composición literaria, pues hasta donde yo sé, los críticos, cuyo deber consiste sin duda en guiarlos e instruirlos, no lo han hecho. El escritor tiene en sí el imperativo de crear, pero además tiene el deseo de presentar al lector el resultado de su trabajo y la legítima aspiración -que no concierne al lector- de ganar su pan. En general puede dirigir su facultad creadora por los canales que le permitirán satisfacer estos modestos designios. A riesgo de escandalizar al lector que piensa que la inspiración del autor no debe estar influida por consideraciones prácticas, debo decir que los escritores se ven obligados, con bastante naturalidad, a escribir el tipo de obras por las que hay demanda. Esto no es sorprendente, pues ellos no son sólo escritores sino también lectores, y, como tales, parte del público sujeto al ambiente de la opinión que prevalece. Si las obras del teatro en verso dieran al autor fama, si no fortuna, probablemente sería difícil hallar un joven con inclinaciones literarias que no tuviese entre sus papeles una tragedia en cinco actos. En cambio, creo que a muy pocos se les ocurriría escribirla hoy. Actualmente escriben piezas de teatro en prosa, novelas y cuentos cortos. Es cierto que en los últimos años se ha escrito con éxito cierto número de obras de teatro en verso, pero me parece que los espectadores aceptan el verso más como algo tolerable que deseable; la mayoría de los actores, conscientes de esto, han hecho cuanto es posible para apaciguar su desconcierto, interpretando el verso como si de hecho fuera prosa. La posibilidad de publicar, las exigencias de los editores, es decir, su conocimiento de lo que los lectores desean, tienen gran influencia en el tipo de obra que se produce en cada época. Por ello, si prosperan revistas que tienen espacio para cuentos largos, se escriben cuentos largos; si, por otro lado, los diarios publican ficción, dejando sólo un pequeño espacio para esto, surgen cuentos cortos. No hay nada censurable en ello. Un autor capaz puede escribir un cuento de mil quinientas palabras con tanta facilidad como uno de diez mil. No tiene más que elegir un argumento distinto o tratarlo en forma diferente. Guy de Maupassant escribió uno de sus cuentos más célebres, "La herencia", dos veces: una en pocos centenares de palabras para un diario, y la otra en varios miles para una revista. Ambos se publicaron en la edición de sus obras completas, y creo que nadie puede leer las dos versiones sin admitir que en la primera no hay una sola palabra de menos y en la segunda ninguna de más. Lo que quiero demostrar es lo siguiente: que la naturaleza del vehículo mediante el cual el escritor se aproxima al público es uno de los convencionalismos que aquél debe aceptar, y que, en general, habrá de darse cuenta de que puede hacerlo sin forzar sus íntimas inclinaciones. Pues bien, a comienzos del siglo XIX, los anuarios y volúmenes conmemorativos ofrecieron a los escritores la posibilidad de llegar al público mediante el cuento corto. Por lo tanto, los cuentos cortos, sirviendo a mejores propósitos que los de dar sólo un respiro al interés del lector en el curso de una novela interminable, empezaron a escribirse en mayor número que nunca.
Se han dicho cosas durísimas sobre los anuarios y almanaques femeninos, y aún más duras sobre las revistas que los reemplazaron en el favor del público; pero no podríamos negar que la proliferación del cuento corto durante el siglo XIX se debió directamente a la oportunidad que le proporcionaron estos periódicos. En Norteamérica formaron una escuela de escritores tan brillantes y fértiles, que algunas personas, desconocedoras de la historia de la literatura, han dicho que el cuento corto es invención norteamericana. Por supuesto que no es así; pero podemos admitir con justicia que en ningún país europeo fue tan cultivado este género como en Estados Unidos, ni sus métodos, técnicas y posibilidades tan atentamente estudiados. Al leer para una antología un gran número de cuentos del siglo XIX, aprendí bastante acerca de la forma. Debo advertir, eso sí, que un autor, es parcial respecto al arte que practica. El cree, naturalmente, que su experiencia es la más válida. Escribe como puede y como debe porque es un tipo determinado de hombre; tiene sus propias particularidades y su propio temperamento, por lo cual ve las cosas en forma peculiar, y da a su visión la forma que le ha sido impuesta por su naturaleza. Requiere un singular vigor intelectual tener simpatía por una obra antagónica a las inclinaciones instintivas. Hay que estar en guardia consigo mismo al leer la crítica que un novelista hace de las novelas de otros. Es posible que halle buenas las cualidades que él persigue y vea poco mérito en otras que le faltan. Uno de los mejores libros que he leído acerca de la novela pertenece a un admirable escritor que jamás pudo inventar un argumento plausible. No me sorprendió descubrir que estimaba poco a novelistas cuyo principal don consistía en dar una estremecedora verosimilitud a los hechos que relataban. No lo censuro por esto. La tolerancia es una buena cualidad en los humanos; si ella fuese más común, el mundo de hoy sería un lugar más agradable de lo que es para vivir; pero no estoy seguro de que sea una buena cualidad en un escritor. Porque, en definitiva, ¿qué ha de darnos el escritor? A sí mismo. Está bien que tenga una visión amplia, ya que su tema es la vida en toda su plenitud; pero sólo puede verla con sus propios ojos, aprenderla con sus propios nervios, corazón y entrañas; su conocimiento es parcial, pero distinto, porque pertenece a él y no a otro. Su actitud es definitiva y característica. Si piensa realmente que cualquier otro punto de vista es tan válido como el suyo, apenas podrá sostenerlo con energía, y es poco probable que lo presente con fuerza. Está bien que un hombre acepte que hay dos respuestas para una misma pregunta; pero un autor ante el arte que practica -ya que, por supuesto, su visión de la vida está implicada en su arte- sólo puede lograr este punto de vista mediante un esfuerzo mental sintiendo, en la medula de sus huesos, que no son seis para él y seis para el otro, sino doce para él y nada para el otro. Esta testarudez sería muy desafortunada si los escritores fueran pocos, o si la influencia de uno fuese tan grande como para obligar a conformarse a los demás; pero somos miles. Cada uno tiene su pequeño mensaje que formular, y de entre todos ellos pueden elegir los lectores, conforme a sus inclinaciones, el que más les convenga.
He dicho esto para despejar el terreno. Me gusta el tipo de cuento que yo puedo escribir. Es la clase de cuento que muchos han escrito bien, pero nadie más brillantemente que Maupassant. Relata siempre un incidente curioso, pero no inverosímil. Presenta la escena con la brevedad que requiere el medio, pero con claridad. Las personas afectadas, la clase de vida que llevan y sus defectos se muestran con el número justo de detalles como para hacer claras las circunstancias del caso. Se dice todo lo que es necesario saber de ellos. Un autor como Maupassant no copia de la vida; la acomoda para sorprender, excitar e interesar. No intenta transcribir la vida sino dramatizarla. Sacrifica la verosimilitud al efecto, y su desafío consiste en ver si se sale con la suya. Si concibe los incidentes y las personas que intervienen en el cuento en forma que tomemos conciencia de su artificio, falla. Pero el que algunas veces falle no descalifica el método. En ciertas épocas los lectores exigen que se esté muy cerca de los hechos concretos, tal como ellos los ven; esto significa que el realismo está de moda. En otras, indiferentes a la realidad, piden lo extraño y lo maravilloso. Mientras ello dure, los lectores estarán dispuestos a prescindir de su incredulidad. La probabilidad no es algo establecido de una vez para siempre, cambia con los gustos de cada época: ella reside en el qué y en el cuánto se puede hacer tragar al lector. De hecho, en toda obra de ficción se aceptan algunas inverosimilitudes porque son usuales y a menudo necesarias para que el autor pueda seguir sin demora con su argumento. Pocos han establecido con mayor precisión las reglas del tipo de cuento que estoy describiendo que Edgar Allan Poe. Si no fuera por su extensión, citaría íntegramente su trabajo acerca de los "Cuentos contados dos veces", de Hawthorne. Allí dice todo lo que hay que decir sobre el asunto. No es difícil saber qué entendía Poe por un buen cuento: es una obra de imaginación que trata de un solo incidente, material o espiritual, que puede leerse de un tirón. Ha de ser original, chispeante, excitar o impresionar, y debe tener unidad de efecto. Deberá moverse en una sola línea desde el comienzo hasta el final. Escribir un cuento conforme a los principios que él estableció no resulta tan fácil como algunos piensan. Requiere inteligencia, quizá no de un orden muy superior pero sí de cierto tipo; requiere sentido de la forma y no poca capacidad inventiva. Rudyard Kipling ha escrito en Inglaterra los mejores cuentos de esta clase. Entre los escritores ingleses de cuentos cortos sólo él puede resistir ser comparado con los maestros franceses y rusos. Aunque Kipling tuvo éxito de público y lo mantuvo desde el principio de su carrera, la opinión de la gente culta fue siempre algo condescendiente en sus alabanzas. Ciertas peculiaridades de su estilo enojaban a los lectores de gusto exigente. Se le identificó con un imperialismo que irritaba a no pocas personas inteligentes, y que aún hoy produce desagrado. Era un maravilloso cuentista, variado y muy original. Poseía una fértil imaginación y en alto grado el don de narrar incidentes de manera sorpresiva y dramática. Tenía sus fallas, como las tiene todo escritor; creo que éstas se debían al ambiente y a su educación, a los rasgos de su carácter y a la época en que vivió. Ejerció una gran influencia en sus colegas escritores, pero tal vez la ejerció mayor en aquellos hombres que de una u otra forma llevaron el tipo de vida que él describió.
Cuando uno viaja por el Oriente se asombra al comprobar cuán a menudo se cruza uno con hombres que se modelaron de acuerdo a los personajes de su invención. Dicen que los personajes de Balzac pertenecían más a la generación que siguió que a la que él se propuso describir. Sé, por experiencia, que veinte años después de que Kipling escribiera sus primeros cuentos importantes, hubo hombres esparcidos en diferentes puntos del Imperio que jamás habrían sido lo que fueron de no haber existido él. No sólo creó personajes; modeló hombres. Eran individuos valientes y honrados que hacían el trabajo que se les encomendaba con la mayor habilidad de que eran capaces. Es difícil inventar un cuento como los que escribió Poe y, como bien sabemos, hasta él mismo se repitió más de una vez en su pequeña producción. En este tipo de narraciones hay muchos trucos y cuando, gracias a la aparición y rápida popularidad de la revista mensual, la demanda de tales narraciones llegó a ser grande, los autores no se hicieron de rogar para aprenderlos. Para que sus cuentos fueran más efectistas, les impusieron ciertas reglas convencionales, terminando por desviarse tanto de la realidad al describir la vida, que sus lectores se rebelaron. Se cansaron de estos cuentos hechos según un modelo que conocían demasiado. Dijeron que en la vida real las cosas no suceden con tanta claridad; la realidad es un enjambre de hilos cortados y puntas sueltas; meter todo en un molde sería falsearla. Pedían un mayor realismo. Pero copiar la vida nunca ha sido tarea de artista. El historiador del arte Kenneth Clark aclara bastante este punto en su obra "El desnudo". Nos muestra en ella cómo los grandes escultores de la antigua Grecia no se dedicaron a seguir paso a paso a sus modelos, sino que los usaron como instrumentos para realizar su ideal de belleza. Si observamos las pinturas y esculturas del pasado, no dejará de sorprendernos lo poco que los grandes artistas se preocupaban de dar un testimonio exacto de lo que veían. Se cree que las deformaciones impuestas a sus modelos por los artistas plásticos, muy bien representados por los cubistas de ayer, son invención de nuestro tiempo. No es así. Se piensa esto porque nos hemos acostumbrado de tal forma a las deformaciones impuestas en el pasado, que las aceptamos como representaciones literales de los hechos. Desde el nacimiento de la pintura occidental, los artistas sacrificaron la verosimilitud a los efectos que deseaban. Igual cosa ocurre con la literatura de ficción. Para no retroceder mucho, volvamos a Poe. Parece increíble que éste pensara que los seres humanos hablaban en la forma en que hacía dialogar a sus personajes; si ponía en su boca parlamentos que nos parecen tan irreales, debe ser porque pensaba que ello era necesario al tipo de cuento que estaba relatando, y porque lo ayudaba a realizar el esquema que sabemos tenía a la vista. Los artistas sólo caen en el naturalismo artificial cuando se les reprocha que se han alejado tanto de la vida que deben volver inexorablemente a ella. Entonces se ponen a copiarla con la mayor exactitud posible, no como un fin, sino tal vez como una saludable disciplina.
Respecto al cuento corto, el naturalismo del siglo XIX se puso de moda como reacción al romanticismo, que se había hecho aburridor. Uno tras otro, los escritores intentaron retratar la vida con intransigente veracidad. Los escritores de esta escuela miraron la vida con ojos menos parciales que los de la generación precedente; fueron menos dulzones y menos optimistas, más violentos y directos. Sus diálogos eran más naturales y elegían a sus personajes de un mundo que, desde los tiempos de Defoe, los autores de ficción habían descuidado; pero no innovaron en la técnica. Respecto a lo esencial del cuento corto, se contentaron con los viejos moldes. Persiguieron los mismos efectos que Edgar Allan Poe; usaron las mismas fórmulas que éste fijó. Pero hubo un país en donde aquella fórmula prevaleció poco. En Rusia se había estado escribiendo cuentos de un orden totalmente distinto durante un par de generaciones. Y cuando los hechos indicaron tanto a los autores como a los lectores que el tipo de narración que gozó tanto tiempo del favor del público se había tornado aburridoramente mecánico, se descubrió que en ese país existía un grupo de escritores que habían hecho del cuento corto algo nuevo. Es raro que esta nueva forma de narración breve haya tardado tanto tiempo en llegar al mundo occidental. Cierto es que los cuentos de Turguenev fueron leídos en traducciones francesas. Los Goncourt, Flaubert y los círculos intelectuales en que éstos se movían aceptaron a Turguenev por su majestuosa presencia, la amplitud de sus medios y su aristocrático origen; sus obras, empero, fueron miradas con el moderado entusiasmo con que los franceses han mirado siempre las producciones de autores extranjeros. Sólo cuando, en 1886, Melchior de Vogué publicó su obra "La novela Rusa", empezó a influir en el mundo literario parisiense la literatura de aquel país.Con el tiempo -creo que alrededor de 1905- varios cuentos de Chejov fueron traducidos al francés y recibidos favorablemente. No obstante, en Inglaterra seguía sin conocérsele. Cuando murió, en 1904, los rusos lo consideraron el mejor escritor de su generación. La Enciclopedia Británica, en su undécima edición, publicada en 1911, no supo decir de él más que lo siguiente: "A. Chejov mostró considerables dotes en sus cuentos cortos". Fría alabanza. Sólo cuando Constance Garnett publicó en trece pequeños volúmenes una selección de su extensa obra, se interesaron por él los lectores ingleses. Desde entonces, el prestigio de los escritores rusos en general, y de Chejov en particular, ha sido inmenso. Cambió en gran parte la forma y la actitud hacia el cuento corto. El conocía muy bien su técnica y dijo algunas cosas de extraordinario interés acerca de éste. Insistía en que un cuento corto no debe contener nada superfluo. Esto parece bastante razonable, como también es razonable lo que observa respecto a las descripciones de la naturaleza, que han de ser breves y claras. El era capaz de dar al lector, en una o dos palabras la vívida impresión de una noche nevada, el cantar de los ruiseñores hasta agotarse. O el frío brillo de las ilimitadas estepas cubiertas de nieve invernal. Su don era inapreciable.
Un día leí, siguiendo mi costumbre, la página que uno de nuestros mejores semanarios dedica a comentar la literatura del día. El crítico empezaba su artículo acerca de una obra de ficción con las palabras siguientes: "El señor Fulano de Tal no es sino un mero cuentista". La palabra mero se me atravesó en la garganta y aquel día no seguí leyendo. El crítico era un novelista muy conocido y, aunque no he tenido la suerte de leer alguna de sus obras, no dudo de que sean admirables. Pero de su observación yo no puedo dejar de concluir que un novelista deba ser más que un novelista. Parece obvio que él piensa que, en el mundo revuelto en que vivimos, es una frivolidad que un autor escriba novelas destinadas sólo a que el lector pase algunas horas agradables. Esta misma opinión prevalece en algunos escritores actuales. Tales obras son, como bien sabemos, descartadas por "escapistas". Este vocablo debe descartarse del vocabulario de los críticos. Todo arte es "escapista", tanto las sinfonías de Wolfgang Mozart como los paisajes de John Constable. ¿Acaso leemos los sonetos de Shakespeare o las odas de Keats por algo que no sea el agrado que nos producen? ¿Por qué hemos de pedir más a un novelista de lo que pedimos a un poeta, a un compositor, a un pintor? De hecho, no existe algo que sea un mero cuento. Aunque su autor lo escriba sin más intenciones que la de hacerlo legible, sin querer, a veces, hará una crítica de la vida. Cuando Rudyard Kipling, en sus "Cuentos de las colinas", escribió acerca de los civiles hindúes, los oficiales jugadores de polo y sus esposas, lo hizo con la ingenua admiración de un joven periodista de origen modesto, deslumbrado por lo que él consideró fascinante. Es extraño que en su época nadie viera la dura acusación al poder supremo que encerraban esos cuentos. Hoy no se pueden leer sin pensar que era inevitable que los británicos, tarde o temprano, se verían forzados a perder su dominio en la India. Igual cosa pasaba con Chejov. Trataba de ser objetivo, procuraba describir la vida con veracidad, y es imposible leer sus cuentos sin sentir que la brutalidad e ignorancia sobre las que escribió, la corrupción, la miserable pobreza de los humildes y la despreocupación de los ricos acabarían necesariamente en una revolución sangrienta.
Supongo que mucha gente lee obras de ficción porque no tiene nada mejor que hacer. Lee por agrado, y es lo que se debe hacer. Pero algunos buscan en sus lecturas distintos placeres que otros. Hay quienes buscan el placer de reconocerse en ellas. Los lectores de "Las torres de Barchester" de Anthony Trollope, las leen con íntima satisfacción porque retratan el tipo de vida que ellos mismos llevaron. En su mayor parte estos lectores pertenecen a la alta clase media, y se sienten a gusto con la alta clase media que describe Trollope. Otros lectores buscan en la novela cosas extrañas y novedosas. El cuento exótico ha tenido siempre sus partidarios. La mayoría de la gente vive existencias asombrosamente aburridas y constituye una forma de descansar de la monótona vida el dejarse absorber un rato por un mundo de arriesgadas y peligrosas aventuras. Sospecho que los lectores rusos de los cuentos de Chejov hallaron en ellos un placer distinto del encontrado por los lectores del mundo occidental. Conocían bien las condiciones de la gente que aquél describió tan nítidamente. En cambio, los lectores occidentales ven en sus cuentos algo nuevo, raro, a veces terrible y depresivo, pero presentado con una veracidad impresionante, fascinadora y hasta romántica. Sólo los muy ingenuos pueden suponer que una obra de ficción ha de dar informes fidedignos sobre temas importantes para sus vidas. Por la naturaleza misma de su capacidad creadora, el novelista es incompetente para tratar dichos asuntos; él no se debe a la razón sino al sentir, al imaginar y al inventar. Es parcial. Los temas elegidos por el escritor, los personajes que crea y su actitud ante ellos, están condicionados por su parcialidad. Lo que escribe es expresión de su personalidad, manifestación de sus instintos, emociones, intuiciones y de su experiencia. Arregla sus datos a veces sin saber cómo, pero otras sabiendo muy bien lo que se propone; después usa su destreza toda para evitar que el lector lo descubra. Henry James insistía en que el autor de ficción debía dramatizar. Esta es una impresionante, aunque no muy lúcida, forma de decir que el escritor debe arreglar de tal manera los hechos que atrape y mantenga la atención del lector. Fue lo que hizo Henry James, como todos saben bien. Lógicamente, esta no es la forma adecuada para escribir un trabajo científico o informativo. Si los lectores se interesan en los problemas importantes de la actualidad, harán bien en no leer -como lo aconsejaba Chejov- ni novelas ni cuentos cortos, sino obras que traten específicamente de ellos. El fin propio de los autores de ficción no consiste en instruir sino en agradar.
Los escritores llevan vidas oscuras. No son invitados a la mesa del alcalde, ni se los nombra ciudadanos honorarios de las ciudades. No es para ellos el honor de romper una botella de champaña contra el caso de un barco pronto a salir al océano en su viaje inaugural. No se agolpan multitudes, como ocurre con las estrellas de cine, para verlos salir de su hotel y saltar dentro de un Rolls Royce. Pero tienen sus compensaciones. Desde los tiempos prehistóricos ha habido hombres que, favorecidos por el don creador, han adornado mediante sus obras de arte el feo negocio de la vida. Como puede verlo cualquiera que viaje a Creta, allí fueron decoradas las copas, las tazas y las vasijas no para hacerlas mas útiles sino más agradables a la vista. A través de las diversas épocas, los artistas se satisficieron en forma completa produciendo obra de arte. Si el autor de ficción es capaz de esto mismo hace todo lo que se le puede exigir dentro de lo razonable. Es un abuso utilizar la novela como púlpito o estrado.