5 de septiembre de 2010

Entremeses literarios (CXII)

LOS DESARRAIGADOS
Cristina Peri Rossi
Uruguay (1941)

A menudo se ven, caminando por las calles de las grandes ciudades, a hombres y mujeres que flotan en el aire, en un tiempo y espacio suspendidos. Carecen de raíces en los pies, y a veces, hasta carecen de pies. No les brotan raíces de los cabellos, ni suaves lianas atan su tronco a alguna clase de suelo. Son como algas impulsadas por las corrientes marinas y cuando se fijan a alguna superficie, es por casualidad y dura sólo un momento. Enseguida vuelven a flotar y hay cierta nostalgia en ello. La ausencia de raíces les confiere un aire particular, impreciso, por eso resultan incómodos en todas partes y no se los invita a las fiestas, ni a las casas, porque resultan sospechosos. Es cierto que en la apariencia realizan los mismos actos que el resto de los seres humanos: comen, duermen, caminan y hasta mueren, pero quizás el observador atento podría descubrir que en su manera de comer, de dormir, caminar y morir hay una leve y casi imperceptible diferencia. Comen hamburguesas Mac Donald o emparedados de pollo Pokins, ya sea en Berlín, Barcelona o Montevideo. Y lo que es mucho peor todavía: encargan un menú estrafalario, compuesto por gazpacho, puchero y crema inglesa. Duermen por la noche, como todo el mundo, pero cuando despiertan en la oscuridad de una miserable habitación de hotel tienen un momento de incertidumbre: no entienden dónde están, ni qué día es, ni el nombre de la ciudad en que viven. Carecer de raíces otorga a sus miradas un rasgo característico: una tonalidad celeste y acuosa, huidiza, la de alguien que en lugar de sustentarse firmemente en raíces adheridas al pasado y al territorio, flota en un espacio vago e impreciso. Aunque algunos al nacer poseían unos filamentos nudosos que sin duda con el tiempo se convertirían en sólidas raíces, por alguna razón u otra los perdieron, les fueron sustraídos o amputados, y este desgraciado hecho los convierte en una especie de apestados. Pero en lugar de suscitar la conmiseración ajena, suelen despertar animadversión: se sospecha que son culpables de alguna oscura falta, el despojo (si lo hubo, porque podría tratarse de una carencia de nacimiento) los vuelve culpables. Una vez que se han perdido, las raíces son irrecuperables. En vano el desarraigado permanece varias horas parado en la esquina, junto a un árbol, contemplando de soslayo esos largos apéndices que unen la planta con la tierra: las raíces no son contagiosas ni se adhieren a un cuerpo extraño. Otros piensan que permaneciendo mucho tiempo en la misma ciudad o país es posible que alguna vez le sean concedidas unas raíces postizas, unas raíces de plástico, por ejemplo, pero ninguna ciudad es tan generosa. Sin embargo, hay desarraigados optimistas. Son los que procuran ver el lado bueno de las cosas y afirman que carecer de raíces proporciona gran libertad de movimientos, evita las dependencias incómodas y favorece los desplazamientos. En medio de su discurso, sopla un viento fuerte y desaparecen, tragados por el aire.


EL OTRO FRANZ
David Lagmanovich
Argentina (1927)

Tú no te enteras de nada, hijo. Se te van los días y las noches pensando en serenatas, reflexionando sobre la velocidad de las truchas o intentando componer una sinfonía que sin duda dejarás inconclusa. A veces tu música suena como algo agradable, pero no es ocupación para un hombre hecho y derecho. Te lo he dicho una y mil veces, Franz: cambia de hábitos y haz algo de provecho, pues estás en riesgo de pasar a la historia como un auténtico símbolo del fracaso.


PREMEDITACION Y ALEVOSIA
Arturo Ledrado
España (1973)

Cuando salió del bar, llovía copiosamente. Sonrió. Al menos hoy al llegar a casa podrá anotar en su diario dos hechos. El primero -a título informativo-, la sorpresiva lluvia (ciertos meteoros dan mucho de sí: los reflejos sobre el asfalto mojado, el ruido de los canalones, las carreras de los transeúntes en busca de un taxi, el mendigo de la Plaza de Santa Ana cubierto con un plástico transparente). Nada como la lluvia para exaltar la metáfora. La segunda anotación, escrita por supuesto, requerirá para su redacción un tacto especial y no más de cinco o seis palabras. Los detalles habrán de recuperarlos otros. A él le basta con marcar el suceso: "Esta tarde he asesinado a Laura". Después, una cena ligera y un libro. Sonrió mientras bajaba muy despacio la escalera del aparcamiento.


SALMONIDOS
Raúl Brasca
Argentina (1948)

Es universalmente reconocido que los salmones concurren a desovar al lugar donde nacieron. Para ello recorren enormes distancias en el mar y luego remontan el río hasta la naciente. Allí depositan sus huevos, en el mismo sitio donde sus padres depositaron los suyos; y también sus abuelos. Me gusta pensar que hay un único lugar en el mundo, bajo las aguas de un río que no conozco, hacia donde concurren todos los salmones de la Tierra en la época de la procreación. Allí Dios depositó el huevo del primer salmón.


LA METAMORFOSIS
Raúl Leis
Panamá (1947)

Al despertar el escarabajo una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en una cama convertido en un hombre: Gregorio Samsa. Sintió todo el horror del mundo al caer en cuenta de que ya no sería guiado por las leyes de supervivencia animal como cualquier otro coleóptero de cuerpo ovalado, cabeza corta y élitros lisos. Sino que, por el contrario, sería conducido por ritmos económicos, relaciones de producción, superestructuras y sentimientos. Mientras amanecía, temblaba al pensar que podría ser un negro en Sudáfrica o un campesino del nordeste del Brasil en época de sequía o un guaymí acosado por la tuberculosis en la serranía del Tabasará.
- Quizás no sea así, pues estoy en una cama -pensó algo reconfortado.
La tibia luz del alba terminó de iluminar la habitación y comprendió su triste destino. Moriría de soledad y de miedo, por haberse convertido en el hombre más rico del mundo.


SOBRE LAS ISLAS AFORTUNADAS
Marco Denevi
Argentina (1922-1998)

Nadie todavía las vio pero estoy en condiciones de asegurar que existen. El mar es allí calmo y trasparente, el clima benigno, los días largos, las noches luminosas, el aire oxigenado. Abundan las frutas y las flores, los bellos animales domésticos, los pájaros, los peces de oro. Alrededor de las islas el cielo es una campana de cristal donde se quiebran las tormentas. Y hermosas muchachas desnudas esperan, junto a la costa, el arribo de los barcos. Os revelaré (sólo a vosotros) la ruta que conduce hacia las Islas Afortunadas. No busquéis esa ruta en los mapas ni en las cartas de mareas. Menos aún en los tratados de geometría. Para llegar hasta las Islas Afortunadas es suficiente abandonar las Islas Tenebrosas: fuera de ellas no hay sino Islas Afortunadas.


EL LOBO
Cayo Petronio Niger
Roma (20-66)

Logré que uno de mis compañeros de hostería -un soldado más valiente que Plutón- me acompañara. Al primer canto del gallo, emprendimos la marcha; brillaba la luna como el sol a mediodía. Llegamos a unas tumbas. Mi hombre se para, empieza a conjurar astros. Yo me siento y me pongo a contar las columnas y a canturrear. Al rato me vuelvo hacia mi compañero y lo veo desnudarse y dejar la ropa al borde del camino. Del miedo se me abrieron las carnes; me quedé como muerto. Lo vi orinar alrededor de su ropa y convertirse en lobo. Luego, rompió a dar maullidos y huyó al bosque. Fui a recoger su ropa y vi que se había transformado en piedra. Desenvainé la espada y temblando llegué a casa. Melisa se extrañó de verme llegar a tales horas.
- Si hubieras llegado un poco antes -me dijo- hubieras podido ayudarnos. Un lobo ha penetrado en el redil y ha matado las ovejas; fue una verdadera carnicería. Logró escapar, pero uno de los esclavos le atravesó el pescuezo con la lanza.
Al día siguiente volví por el camino de las tumbas. En lugar de la ropa petrificada había una mancha de sangre. Entré en la hostería; el soldado estaba tendido en un lecho. Sangraba como un buey; un médico estaba curándole el cuello.


CAE EL TELON
Teresa Calderón
Chile (1955)

Sin estrépito ni grandilocuencia, con la dignidad de morirse como corresponde. Puede acompañarse con música de fondo. Se sugiere Albinoni, pero puede ser una cumbia o un corrido o una cueca. Al fin y al cabo se trata de su propia muerte, por lo menos puede usted decidir qué gallo quiere que le cante.


ENCUENTRO CLANDESTINO
Ana María Shua

Argentina (1951)

Es un bar o quizás un restorán. Algunas mesas tienen manteles blancos con servilletas en forma de acordeón, otras están desnudas.
- Quiero un tostado de queso.
- De jamón y queso, como todos -me corrige él.
A pesar de su cabeza de camello estoy segura de que hemos sido amantes. Me gustan los ojos profundos y tristes. En cambio el pelo corto y áspero, amarillento, me confunde un poco.
- No -inisisto, con imprudencia-. De queso solo.
El sacude sus belfos, indignado, acalorado.
- Debería regresar al desierto -me dice de mal humor.
Entonces me pongo a llorar porque sé que todo ha terminado, que no volveremos a vernos hasta el próximo oasis, un poco por culpa de mi terquedad y otro poco porque la vida nos separa.


EL DINOSAURIO
Horacio Quiroga
Uruguay (1880-1937)

El dinosaurio, aplastado en la orilla, bebía a cortos sorbos devorado de sed. Una noche, mientras el monstruo entraba y salía sin cesar del agua, y el remanso parecía un mar, me hallé a mí mismo asomado tras un peñasco, espiando con el pelo erizado a la bestia enloquecida de hambre. Retrocedí, espiándolo siempre, di vuelta al peñasco y emprendí la carrera hacia un cantil de basalto que se levantaba a plomo sobre veinte brazas de agua. La fiera me vio seguramente corriendo al fulgor de un relámpago, porque oí su alarido agudo, tal como nunca se lo había oído, y sentí la persecución. Pero yo llegaba ya y trepaba por una ancha rajadura de la mole. Cuando estuve en la cúspide me afirmé en cuatro pies, asomé la cabeza y vi al monstruo que trotaba buscándome, brillante y rayado de reflejos porque llovía a torrentes. Y cuando me vio allá arriba comenzó a correr alrededor del cantil en procura de un plano menos perpendicular -que no lo había-. Al llegar a la orilla se lanzaba al agua, escudriñaba el basalto, cobraba tierra y tornaba a hundirse. Un relámpago más sostenido lo destacaba sobre el río cribado de lluvia, nadando casi erguido para no perderme de vista. La lluvia me cegaba, a punto que estuve a un paso de perder pie en una grieta que no había sentido. A un nuevo relámpago eché una ojeada atrás y vi que la grieta circundaba completamente el bloque de basalto herido. De allí surgió mi plan de defensa. En guardia siempre, siguiendo al dinosaurio en su girar, tuve tiempo de descender diez metros y desprender una gran esquirla de la rajadura central, con la que volví a la cumbre. Y hundiéndola como una cuña en la grieta, hice palanca y sentí contra mi pecho la desgarradura del peñasco a punto de precipitarse. No tuve entonces más que esperar el momento... En la playa, bajo el cielo abierto en fisuras fulgurantes, el dinosaurio trotaba y hacía bailar el cuello buscándome. Y al verme de nuevo corría a lanzarse al agua. En un instante cargué sobre la palanca mi peso y el odio de diez millones de vidas atemorizadas, y el inmenso peñasco cayó -cayó sobre la cabeza del monstruo-, y ambos se hundieron en veinte brazas de agua.