26 de noviembre de 2010

Entremeses literarios (CXX)

EL BALDIO
Augusto Roa Bastos
Paraguay (1917-2005)

No tenían cara, chorreados, comidos por la oscuridad. Nada más que sus dos siluetas vagamente humanas, los dos cuerpos reabsorbidos en sus sombras. Iguales y sin embargo tan distintos. Inerte el uno, viajando a ras del suelo con la pasividad de la inocencia o de la indiferencia más absoluta. Encorvado el otro, jadeante por el esfuerzo de arrastrarlo entre la maleza y los desperdicios. Se detenía a ratos a tomar aliento. Luego recomenzaba doblando aún más el espinazo sobre su carga. El olor del agua estancada del Riachuelo debía estar en todas partes, ahora más con la fetidez dulzarrona del baldío hediendo a herrumbre, a excrementos de animales, ese olor pastoso por la amenaza de mal tiempo que el hombre manoteaba de tanto en tanto para despegárselo de la cara. Varillitas de vidrio o metal entrechocaban entre los yuyos, aunque de seguro ninguno de los dos oiría ese cantito isócrono, fantasmal. Tampoco el apagado rumor de la ciudad que allí parecía trepidar bajo tierra. Y el que arrastraba, sólo tal vez ese ruido blando y sordo del cuerpo al rebotar sobre el terreno, el siseo de restos de papeles o el opaco golpe de los zapatos contra las latas y cascotes. A veces el hombro del otro se enganchaba en las matas duras o en alguna piedra. Lo destrababa entonces a tirones, mascullando alguna furiosa interjección o haciendo a cada forcejeo el "ha..." neumático de los estibadores al levantar la carga rebelde al hombro. Era evidente que le resutaba cada vez más pesado. No sólo por esa resistencia pasiva que se le empacaba de vez en cuando en los obstáculos. Acaso también por el propio miedo, la repugnancia o el apuro que le iría comiendo las fuerzas, empujándolo a terminar cuanto antes. Al principio lo arrastró de los brazos. De no estar la noche tan cerrada se hubiera podido ver los dos pares de manos entrelazadas, negativo de un salvamento al revés. Cuando el cuerpo volvió a engancharse, agarró las dos piernas y empezó a remolcarlo dándole la espalda, muy inclinado hacia adelante, estribando fuerte en los hoyos. La cabeza del otro fue dando tumbos alegres, al parecer encantada del cambio. Los faros de un auto en una curva desparramaron de pronto una claridad amarilla que llegó en oleadas sobre los montículos de basura, sobre los yuyos, sobre los desniveles del terreno. El que estiraba se tendió junto al otro. Por un instante, bajo esa pálida pincelada, tuvieron algo de cara, lívida, asustada la una, llena de tierra la otra, mirando hacer impasible. La oscuridad volvió a tragarlas en seguida. Se levantó y siguió halándolo otro poco, pero ya habían llegado a un sitio donde la maleza era más alta. Lo acomodó como pudo, lo arropó con basura, ramas secas, cascotes. Parecía de improviso querer protegerlo de ese olor que llenaba el baldío o de la lluvia que no tardaría en caer. Se detuvo, se pasó el brazo por la frente regada de sudor, escarró y escupió con rabia. Entonces escuchó ese vagido que lo sobresaltó. Subía débil y sofocado del yuyal, como si el otro hubiera comenzado a quejarse con lloro de recién nacido bajo su túmulo de basura. Iba a huir, pero se contuvo encandilado por el fogonazo de fotografía de un relámpago que arrancó también de la oscuridad el bloque metálico del puente, mostrándole lo poco que había andado. Ladeó la cabeza, vencido. Se arrodilló y acercó husmeando casi ese vagido tenue, estrangulado, insistente. Cerca del montón había un bulto blanquecino. El hombre quedó un largo rato sin saber qué hacer. Se levantó para irse, dio unos pasos tambaleando, pero no pudo avanzar. Ahora el vagido tironeaba de él. Regresó poco a poco, a tientas, jadeante. Volvió a arrodillarse titubeando todavía. Después tendió la mano. El papel del envoltorio crujió. Entre las hojas del diario se debatía una formita humana. El hombre la tomó en sus brazos. Su gesto fue torpe y desmemoriado, el gesto de alguien que no sabe lo que hace pero que de todos modos no puede dejar de hacerlo. Se incorporó lentamente, como asqueado de una repentina ternura semejante al más extremo desamparo, y quitándose el saco arropó con él a la criatura húmeda y lloriqueante. Cada vez más rápido, corriendo casi, se alejó del yuyal con el vagido y desapareció en la oscuridad.


21 DE AGOSTO DE 1622
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

Un joven de la nobleza, de cuyo nombre ya nadie se acuerda, preguntó al Conde de Villamediana qué podría hacer para perpetuar su nombre en la historia.
- Asesina a una persona ilustre y tu nombre será eternamente recordado -contestó.
Entonces el joven asesinó al Conde de Villamediana.


SECRETOS INCONFESABLES
Olivia Ardey
España (1966)

Arrodillada para él, la mirada al frente, respirando agitada al verlo avanzar hacia mí. Y esa sensación, ese dulce dolor en los pechos, los pezones henchidos y el liviano roce al jadear que de tan suave llega a doler. Se aproxima con una cadencia rítmica, como el intenso latir entre mis muslos. Cada paso suyo, un golpe de tacón en el mármol, y un latigazo en mí. Con la punta de la lengua me recorro los labios para acabar frenada entre los dientes. Tan difíciles de soportar las punzadas entre las piernas que ni apretando los muslos pude detener la urgente necesidad. Cuando quiero darme cuenta mi mano baja desde el regazo y se entretiene en mecerme donde mi cuerpo tiembla. Al abrir la portezuela, se sienta y yo apenas puedo susurrar junto a la celosía la consigna ritual.
- Perdóneme padre, porque he pecado.


EL MATEMATICO
Edgar Iván Hernández
El Salvador (1965)

Era el docente por excelencia en su especialidad: hacía restas con los días de tristeza, multiplicaba su alegría, sumaba sentencias a sus refranes y un día dividió a su familia en dos hogares y el cálculo de su salario no alcanzaba para sus hijos. Cuando reflexionó, su corazón estaba partido.


EL AFICIONADO
Fredric Brown
Estados Unidos (1906-1972)

- Escuché un rumor -dijo Sangstrom- que dice que usted... -giró su cabeza y miró alrededor para estar absolutamente seguro de que él y el boticario estaban solos en la pequeña farmacia. El boticario era un hombre pequeño, encorvado y con apariencia de gnomo y podía tener cualquier edad entre los cincuenta y los cien años. Estaban solos, pero en todo caso Sangstrom bajó la voz- ... que dice que usted tiene un veneno completamente indetectable.
El farmacéutico asintió. Salió del mostrador y cerró la puerta principal del negocio, luego caminó hacia el vano de la puerta detrás del mostrador.
- Iba a tomar una taza de café -dijo-. Venga conmigo y tómese una.
Sangstrom lo siguió por detrás del mostrador y pasó la puerta hacia una habitación rodeada por estantes llenos de botellas desde el suelo hasta el techo. El boticario enchufó una cafetera eléctrica, tomó dos tazas y las colocó sobre una mesa que tenía una silla a cada lado. Le indicó a Sangstrom que tomara una de ellas y se sentó en la otra.
- Ahora -dijo- cuénteme a quién quiere matar y por qué.
- ¿Acaso importa? -preguntó Sangstrom-. No es suficiente con que yo pague por...
El farmacéutico lo interrumpió levantando la mano.
- Sí, importa. Debo estar convencido de que merece lo que yo le puedo dar. De otro modo... -se encogió de hombros.
- Está bien -dijo Sangstrom-. El quién es mi esposa. El porqué...
Comenzó la larga historia. Antes de que hubiera terminado, la cafetera había acabado su trabajo y el boticario lo interrumpió brevemente para alcanzar el café. Sangstrom concluyó su historia. El pequeño farmacéutico asintió.
- Sí, ocasionalmente preparo un veneno indetectable. Lo hago gratis. No cobro por él si creo que el caso lo merece. He ayudado a muchos asesinos.
- Bueno -dijo Sangstrom-, entonces démelo por favor.
El boticario sonrió.
- Ya lo hice. Para cuando estuvo el café había decidido que usted lo merecía. Era, como le dije, gratis. Pero hay un precio por el antídoto.
Sangstrom palideció. Pero ya había anticipado, no esto sino la posibilidad de una traición o alguna especie de chantaje. Sacó una pistola de su bolsillo. El pequeño farmacéutico dejó escapar una risita.
- No se atreva a usar eso. ¿Puede encontrar el antídoto -señaló los estantes- entre esas miles de botellas? ¿O quizás encuentre un veneno más rápido y virulento? O si cree que estoy mintiendo, que en realidad no está envenenado, adelante, dispare. Sabrá la respuesta dentro de tres horas cuando el veneno empiece a hacer efecto.
- ¿Cuánto quiere por el antídoto? -gruñó Sangstrom.
- Una suma razonable, mil dólares. Después de todo, uno tiene que vivir de algo; incluso si su afición es impedir asesinatos, no hay razón por la cual no pueda sacar dinero de ello, ¿o sí?
Sangstrom refunfuñó y bajó la pistola, pero la dejó al alcance de la mano y sacó su billetera. Tal vez después de tener el antídoto todavía podría usar esa pistola. Contó mil dólares en billetes de cien y los colocó sobre la mesa. El boticario no intentó levantarlos inmediatamente. Dijo:
- Y otra cosa, por la seguridad de su esposa y la mía. Escribirá una confesión de su intención, intención que ya no tiene creo, de matar a su esposa. Luego esperará a que yo vaya y la envíe por correo a un amigo mío en el departamento de homicidios. El la guardará como evidencia en caso de que alguna vez decida matar a su esposa. O a mí, en realidad. Cuando la carta esté en el correo, podré regresar con tranquilidad aquí y darle el antídoto. Le alcanzaré lápiz y papel. Ah, otra cosa, aunque en realidad no insisto en ello. Por favor ayude a esparcir el rumor sobre mi veneno indetectable, ¿quiere? Uno nunca sabe, señor Sangstrom. La vida que se salva, si uno tiene algún enemigo, puede ser la propia.


ARBOL DEL FUEGO
Hipólito G. Navarro
España (1961)

Es el niño primero de la clase, extraño niño de sobresalientes y matrículas. Por las tardes abunda en su sustancia, y en el parque soslaya la facilidad de los cerezos y los arces y trepa, con dificultades, a lo más alto de un árbol del fuego. Abajo, intuyendo la caída que algún día tendrá que llegar, espera sin prisas otro niño, éste más discreto tras sus gafas: el que fantasea en la clase en el último pupitre bajo el mapa, donde nunca llegan los premios del maestro.


VIGENCIA DE LA INJUSTICIA
Homero Carvalho Oliva
Bolivia (1957)

Para colmo de mis desgracias hoy cumplo sesenta años. Seis décadas que las sufrí intentando mejorar mi vida sin lograr adquirir ni un metro de tierra donde caerme muerto. Toda esa vida de mis días oscuros la gasté trabajando duro de estación a estación, sin descanso, jornaleando donde podía, sin seguro social ni sindicato que valga, trabajando aquí y allá, en todas partes y en ningún lugar. Y miren a mis hijos ¡los pobres! Dios sabe por dónde andarán. Ellos se cansaron de comer su diario plato de angustia y simplemente se fueron, sin despedidas ni abrazos, se fueron. A mi mujer se le secaron las lágrimas y se le erosionó la piel transformándose en un duro y seco pergamino de cordero. Tan vacía quedó -la que un día se fugó conmigo sin importarle sus propios padres- que no levantó la vista cuando el último de nuestros hijos se marchó en busca de otro pan para llenar su hambre atrasada, única y amarga herencia que les dejamos. Sesenta años que me costó envejecer, con el sufrimiento en cada arruga, en cada surco de mi cara, terribles años de desesperanza que consumieron la luz de mis ojos y la alegría de mi risa. Tantos años que los creía sólo míos y viene este jovencito, con su cámara fotográfica y sin pedir permiso se adueña de mis desvelos, de mis rabias, de mis tristezas. Click, y se apropia, a cambio de nada, de todas las arrugas de mi rostro.


DE LAS APARIENCIAS
Julia Otxoa
España (1953)

Era un hombre tan delgado que a menudo se lo llevaba el viento. Así que, en previsión de este tipo de catástrofes, se había llenado los bolsillos de piedras. Pero la suerte no estaba de su lado. Ocurrió durante una de aquellas noches en las que un fuerte viento no lograba llevárselo; el pobre hombre loco de contento celebraba su dicha con los marineros por las tabernas del puerto. Nunca fue tan feliz. Al amanecer, caminaba completamente ebrio como un ángel frágil junto a los embarcaderos, dicen que debió resbalar y caer al mar mientras cantaba. De todas formas esta versión de los hechos nunca fue escuchada. La oficial fue la del suicidio, llenos de pesadas piedras sus bolsillos.


EN TINTA VERDE
Triunfo Arciniegas
Colombia (1957)

El hombre terminó de escribir la tarjeta y sonrió ante la belleza y la precisión de las frases. Imaginó que la mujer sería muy feliz leyéndola. Saldría del baño con la toalla en la cabeza, descalza, sonaría el timbre y sin prisa se colgaría la bata para abrir la puerta: nunca tiene prisa, es bella. Sin duda reconocería a primera vista los garabatos y la tinta verde, pero postergaría la lectura con el propósito del goce perfecto. O no, se quitaría la bata y así, desnuda como es ella, bebiéndose el café, leería la tarjeta una y otra vez, se reiría, sería muy feliz. Entonces, sin perder la sonrisa, el hombre destrozó la tarjeta y arrimó un fósforo a uno de los pedacitos, que se encendió como el rostro de una muchacha avergonzada para terminar encendiendo el pedacito contiguo, y todos se hicieron ceniza. Vio la mujer metiéndose en la bata, triste, llorando la tarjeta sin leer, el timbre sin sonar, el café sin tomar.


LA TALA DE ARBOLES EN LAS ISLAS SALOMON
Robert Fulghum
Estados Unidos (1937)

En las islas Salomón, en el sur del Pacífico, algunos lugareños practican una forma única de tala de árboles. Si un árbol es demasiado grande para ser talado con un hacha, los nativos lo hacen caer a gritos (no tengo a mano el artículo, pero juro que lo he leído). Los leñadores con poderes especiales se suben a un árbol exactamente al amanecer y, de pronto, le gritan con toda la fuerza de sus pulmones. Lo harán durante treinta días. El árbol muere y se derrumba. La teoría es que los gritos matan el espíritu del árbol. Según los lugareños, da siempre resultado. ¡Ay, esos pobres inocentes ingenuos! ¡Qué extraños y encantadores hábitos los de la jungla! Gritarles a los árboles, vaya cosa. ¡Qué primitivo! Lástima que no tengan las ventajas de la tecnología moderna y de la mentalidad científica. ¿Y yo? Yo le grito a mi mujer. Y le grito al teléfono y a la segadora de césped. Y le grito a la televisión y al periódico y a mis hijos. Incluso se dice que he agitado el puño y le he gritado al cielo algunas veces. El hombre de la puerta de al lado le grita mucho a su coche. Y este verano le oí gritarle a una escalera de tijera durante casi toda una tarde. Nosotros, la gente educada, urbana y moderna, le gritamos al tráfico y a los árbitros y a las facturas y a los bancos y a las máquinas… sobre todo a las máquinas. Las máquinas y los parientes se llevan la mayor parte de los gritos. Yo no sé lo que hay de bueno en ello. Las máquinas y las cosas siguen en su sitio. Ni siquiera darle patadas sirve a veces para nada. En cuanto a las personas, bueno, los isleños de Salomón pueden apuntarse un tanto. Gritarles a cosas vivas puede hacer que muera el espíritu que hay en ellas. Los palos y las piedras pueden romper nuestros huesos, pero las palabras rompen nuestros corazones.