18 de febrero de 2011

Jean Bricmont. Acerca de la política y la filosofía (1)

El físico, filósofo de la ciencia y analista político belga Jean Bricmont (1952), suele destacar los aspectos humanos de la investigación (las casualidades y las coincidencias, las amistades y los conflictos, las ilusiones y las sorpresas), y contempla con cierto escepticismo la evolución de la ciencia y la investigación: "Tengo la impresión de pertenecer a una especie en vías de desaparición, porque en todos los ámbitos, desde las ciencias puras a las letras, me parece que el futuro está reservado a la adopción del modelo que predomina en la investigación industrial: grandes equipos, redacción incesante de informes, búsqueda permanente de fondos, necesidad de publicar en las revistas… Sin duda, este modelo funciona muy bien en una serie de sectores, pero su aplicación a todos los niveles favorece la cantidad en detrimento de la calidad". Su entusiasmo por la Física comenzó cuando, siendo adolescente, leyó una biografía de Albert Einstein (1879-1955). Ya cursando sus estudios en la Katholieke Universiteit Leuven, se interesó por el bourbakismo, aquella escuela francesa cuya visión de las matemáticas privilegiaba la abstracción, la generalidad y el rigor frente a la intuición y a las aplicaciones, lo que lo llevó a orientar sus investigaciones hacia el campo de la física matemática. Realizó entonces una tesis sobre la teoría cuántica de los campos que le permitió seguir con sus investigaciones en la Princeton University de los Estados Unidos. A su regreso a Bélgica siguió su carrera como docente universitario e investigador, dando respuesta a diversas controversias entre físicos y matemáticos, especialmente sobre los sistemas estadísticos. A mediados de los años '90 la emprendió contra ciertos aspectos de la filosofía postmoderna, fundamentalmente contra el uso abusivo de una "jerga incomprensible que consiste en mencionar los resultados de la física o de las matemáticas para llegar a conclusiones filosóficas o políticas" dado que "al dirigirse a un auditorio no científico, poco susceptible de comprender el razonamiento (y aún menos de criticarlo), esta mención constituye un abuso típico del argumento de autoridad". Esto generó un interesante debate sobre la división entre las ciencias naturales y las ciencias sociales, el contenido y la calidad de la enseñanza, el valor de la objetividad y la metodología científica, las tendencias relativistas en epistemología, y la posibilidad de trazar una línea de demarcación entre las ciencias y las pseudociencias. Para Bricmont la ciencia se inscribe en la sociedad, pero ésta olvida rápidamente los progresos que aquella permite y retiene en la memoria sobre todo las catástrofes, la contaminación o el desajuste climático. "Defiendo una visión científica del mundo. No me opongo a priori a los organismos modificados genéticamente o a la energía nuclear. Hay que ver qué hacemos con ellos, plantearse la utilización de la ciencia y de la tecnología en la sociedad. Considerada con todo el rigor necesario, la ciencia tiene una influencia esencial en la visión que el hombre se hace del mundo". David Casassas y Yannick Vanderborght lo entrevistaron para el nº 3 de la revista "Sin Permiso" de mayo de 2008. La primera parte de los aspectos más salientes de dicha entrevista se reproducen a continuación.


¿De qué modo su labor como físico lo condujo al combate contra el relativismo epistemológico? ¿Guarda esta oposición al relativismo epistemológico algún tipo de vínculo con su compromiso político?

Como físico siempre estuve opuesto al discurso dominante sobre la mecánica cuántica. Esto hizo que me interesara enseguida por todo tipo de cuestiones filosóficas. De joven leía a autores marxistas y me interesaba por nociones como las de materialismo, realismo, etcétera. Esto era durante el período inmediatamente posterior a 1968. Ya entonces, pues, me preguntaba qué significan la objetividad, la existencia del mundo exterior, de un mundo real independiente de nosotros que tiene unas propiedades que son cognoscibles, etcétera. Luego, cuando me fui a Estados Unidos a finales de los años '80, me encontré de nuevo con muchos autores que había leído tiempo atrás: Foucault, por supuesto, pero también Lyotard, Baudrillard, etcétera. Cuando en su día los había leído, no había detectado su lado netamente posmoderno o relativista. Era en Estados Unidos donde se les estaba haciendo una lectura posmoderna, una lectura que se extendía a medida que su obra iba siendo traducida en aquel país. Me pareció que todo aquel asunto era interesante, sorprendente, sumamente revelador. Me interesaba porque me preocupaba el avance del relativismo, el avance de la visión según la cual es preciso deshacerse del dogma dominante, del dogma que heredamos de la Ilustración, un dogma -los relativistas hablan así- que es supuestamente dañino porque apunta a la existencia de un mundo exterior a nuestra facultad de pensar, un mundo que contiene unas propiedades que podemos conocer a través del método científico. Todos conocemos esta retórica. Todo esto me llamó mucho la atención. A partir de ahí, Alan Sokal y yo nos fuimos viendo y nos pusimos a trabajar conjuntamente. Así nació "Intelectual impostures" (Imposturas intelectuales). No se nos ocurrió que habría gente que se sentiría ofendida por el hecho de que unos científicos vinieran a decirles que estaban diciendo estupideces. Pero, en aquel momento, lo que tanto a Sokal como a mí nos interesaba eran cuestiones filosóficas. Y nuestro punto de partida filosófico no era político en el sentido de Lenin, que veía en el idealismo algo necesariamente reaccionario. Aquel punto de partida tenía que ver con cosas vinculadas a los debates sobre la mecánica cuántica, a las aportaciones de la Escuela de Copenhague, debates y aportaciones que tanta importancia han tenido en la historia de la física. Se trataba de cuestiones filosóficas que, como decía, siempre me habían interesado. En mi época de estudiante, me quedaba perplejo cuando me decían en clase que la física no estudia la realidad, sino el conocimiento que tenemos de ella (una idea que los posmodernos adoran). En cuanto a mí, la verdad es nunca la he entendido, pues cuando hablamos de conocimiento, ¡éste debe referirse de algún modo a la naturaleza! Lo que realmente me interesa es la defensa de la claridad. La claridad es lo fundamental. Ya decía Bacon que la verdad sale más fácilmente del error que de la confusión. Y creo que fue Orwell quien dijo aquello de que si nos expresamos con claridad, nuestros errores se mostrarán de forma clara ante los ojos de todos, incluidos los nuestros. Se trata de un prerrequisito para cualquier discusión. Por eso sorprende que haya un buen número de autores de la escuela posmoderna que escriben frases y, tras ellas, párrafos y páginas enteras donde no se sabe qué están diciendo. Y luego, cuando acudimos a aquellas personas que dicen que saben lo que en esas páginas se dice, resulta que no son capaces de explicárnoslo. Esto en la física no ocurre: cuando alguien pregunta acerca de alguna cuestión quizás un tanto complicada, siempre se puede indicar qué hay que estudiar para entender dicha cuestión. Ello puede requerir años de trabajo, pero lo fundamental es que hay un camino que se puede seguir. En cambio, al tratar varias veces de hacer eso mismo con especialistas en Derrida, Heidegger, etcétera, a quienes pregunto por dónde debo empezar y qué debo hacer, me encuentro con que me salen con banalidades o con cosas que, sencillamente, son falsas. Y, finalmente, no alcanzan a explicarme cómo debo proceder para educarme y comprender. Pasemos ahora a la política. Tengo por regla general el tratar de no mezclar el debate político con el epistemológico. Hemos de ser muy cuidadosos en este punto, pues hay gente que es idealista en el sentido de Lenin y que, al mismo tiempo, en lo que respecta a la política, mantienen posiciones aceptables. Pero vayamos a lo que aquí nos ocupa. En líneas generales, mi filosofía política arranca, no ya del marxismo o de corrientes que han nacido de él, sino de la filosofía de la Ilustración. Se trata de una visión del mundo que, globalmente, es racionalista, materialista y empirista. Ya sé que estos términos no son sinónimos y que pueden llegar a ser contradictorios, pero me estoy refiriendo a toda una forma de ver las cosas que encontramos en John Stuart Mill, en Russell, en Hume, en Diderot, etcétera. Por ello es interesante Jacques Bouveresse, por cierto, la obra del cual, con el paso del tiempo, me ha ido atrayendo cada vez más, a medida también que ha ido siendo rescatada del ostracismo al que la condenó el tipo de radicalismo y de izquierdismo, también intelectual, propio del '68. Lo que quiero decir es que la exigencia de claridad, que se hace tanto más necesaria cuanto mayor es el éxito de la oscuridad, cuanto más fácil resulta decir cosas oscuras que, precisamente por ser oscuras, parecen profundas, y cuanto más extendido está el miedo a preguntar porque si preguntamos parecemos idiotas; lo que quiero decir, repito, es que la exigencia de claridad adquiere también una indiscutible importancia política.

¿Cuál es el resorte que explica el funcionamiento del relativismo epistemológico y del escepticismo extremo entre ciertos científicos y filósofos? ¿Se trata de una simple incapacidad para utilizar apropiadamente ciertas metáforas conceptuales o es preciso hablar de una opción epistemológica explicable desde la historia y la sociología de la ciencia?

Siempre he pensado que hay, en ciertos autores posmodernos y en ciertos marxistas o ex-marxistas académicos, la voluntad de encontrar un terreno más o menos inatacable, un terreno en el que puedan evitar la contestación, en el que puedan evitar el tener que sobrellevar la carga que supone el deber aportar una verificación. Lo que hacen entonces es construir un artefacto filosófico a todas luces improductivo, pero totalmente inatacable. Al fin y al cabo, como ellos dicen, la historia carece de fundamento, todo vale, nada es absoluto, todo es una cuestión de puntos de vista y no hay puntos de vista que provengan de un dios y que, por lo tanto, nos obliguen a asumir verdades absolutas. Se trata de gente que construye su pequeño artilugio y que, con él, se aíslan de la crítica de su propio pasado. ¡Porque había problemas en el movimiento del '68! Pues bien, ellos abandonan este pasado sin antes decir en qué se equivocaron y qué se podría hacer ahora con lo que sigue en pie de todo aquello. No existe la posibilidad de una crítica constructiva, porque se han limitado a desecharlo todo. Y, claro está, tampoco es posible criticar el conservadurismo, porque, si todos los puntos de vista valen, no se puede decir que los conservadores no tengan razón. Evidentemente, no he hecho una investigación empírica al respecto, pero siempre he tenido la impresión de que las cosas funcionaron así, sobre todo en el entorno intelectual formado por quienes habían sido marxistas y comunistas y dejaron de serlo, esto es, entre gentes que se habían afanado por encontrar una posición segura en la que replegarse.

¿Tiene usted la impresión de que todo ello ha contribuido a cierta desilusión política? ¿Puede decirse que el hecho de que haya elementos supuestamente radicales en la obra de estos autores ha contribuido a ofrecer una imagen precisamente radical de todo este proceso de desactivación política? Por ejemplo, el hecho de que los estudiantes sean hoy menos activos políticamente, ¿se debe en parte a estas cuestiones?

En parte sí, pero tampoco hay que olvidar fenómenos de escala mundial como el hundimiento de lo que se daba en llamar "socialismo". Por ejemplo, la gente que había depositado sus ilusiones en el modelo chino no han podido sino sentirse golpeados por los cambios que este país ha experimentado. No hay que olvidar que todas esas ansias de cambio, fueran del signo que fueran, se saldaron en una gran derrota. Y esto hizo que muchas personas, revolucionarios entre comillas, se encerraran en sus universidades, en un microcosmos en el que podían consagrarse a la lectura de sus cosas. Y a veces lo hacían sin renunciar a cierta imagen de radicalidad -Foucault es un buen ejemplo de ello-. Pero lo que ocurría era que fuera de la universidad, en la sociedad en su conjunto, las cosas para nada eran así: había terminado ya la época de la efervescencia política que generaron episodios históricos como la caída del fascismo en España y Portugal, los movimientos de liberación en las colonias portuguesas, la oposición a la guerra de Vietnam, los movimientos de liberación en el mundo árabe, etcétera. La ilusión por esa efervescencia revolucionaria a nivel mundial se había desvanecido. Y no digo que se tratara de mantener a toda costa la bandera roja en las astas de los ayuntamientos, pero lo que siempre me ha parecido necesario es hacer una crítica constructiva de nuestra juventud, una juventud un poco loca como todas las juventudes, sin caer en ningún tipo de nihilismo sino tratando de extraer tantas conclusiones útiles para la actualidad como sean posibles.

Hasta aquí ha hecho referencia de forma oblicua a una izquierda intelectual que queda circunscrita a un tiempo y a unas circunstancias muy concretas. Hablemos un poco de la izquierda representada por los partidos y sindicatos europeos, desde la socialdemocracia a los distintos partidos comunistas. ¿No le parece que sostienen muy a menudo un discurso vago, borroso, falto de una columna vertebral?

Sí, claro, sin duda este problema es mucho más grave que el problema de los intelectuales. Y el problema fundamental no es otro que ellos, partidos y sindicatos, sin decirlo o sin saberlo, también han aceptado el discurso del adversario. Por supuesto, no lo han hecho por recurso al relativismo extremo: al fin y al cabo, ello les generaría muchas dificultades en tanto que organizaciones orientadas a la acción política práctica. En ello se han guiado por el sentido común. Pero lo verdaderamente trágico ha sido esa rendición a manos del adversario por parte de los partidos comunistas y socialdemócratas. El caso de los partidos socialdemócratas es especialmente curioso. Se trata de partidos que no pueden ser acusados de haber alimentado ilusiones con respecto a la Unión Soviética. Pues bien, tras la caída de la Unión Soviética, cuando se nos decía que el socialismo había fracasado, ¡los partidos socialdemócratas no tenían por qué cambiar! Y sin embargo lo hicieron. Ellos no habían participado de ese proyecto, ¿por qué cambiaron, entonces? ¿Por qué cambiaron incluso los suecos, que nunca tuvieron nada que ver con la Unión Soviética? Chomsky dijo en algún lado que mucha gente era más leninista de lo que ellos mismos pensaban. Yo no sé si Chomsky estaba o no en lo cierto, pero el caso es que la gente, aun sin admitirlo, identificó el socialismo con lo que se daba en la Unión Soviética, incluso aquellos que decían estar luchando por otro socialismo. El problema es que no tenían las ideas claras con respecto a esta alternativa, con respecto a qué significaba este "otro socialismo". Esto ha acarreado graves consecuencias en el momento del hundimiento de la Unión Soviética, porque se ha tendido a asumir que lo que se hundió fue "el" socialismo. ¿Dónde están todos aquellos que, cuando yo era joven, hablaban de "otro socialismo"? Creo que esta gente no ha sido coherente, no ha reflexionado acerca de esta cuestión con seriedad. Y esto ha comportado que, en momentos cruciales, toda esta gente no haya sabido qué hacer, no haya tenido una alternativa y se haya rendido al discurso dominante, el de la derecha más extrema. Lo verdaderamente trágico -y cómico- es la tranquilidad con la que muchos de los otrora más radicales se pusieron a debatir, a partir de cierto momento, acerca de cuestiones que nunca pertenecieron a su tradición (los panfletos a la Milton Friedman en favor del libre mercado, sin ir más lejos). Y eso que, unos años antes, en Europa ni siquiera sospechábamos que hubiera algo a la derecha de los partidos socialdemócratas (estoy bromeando un poco, por supuesto). ¡Y los partidos liberales eran keynesianos!

Decía Stiglitz hace poco que el problema fundamental para la construcción de la alternativa es que es muy difícil resumir en una sola palabra, ni aun en un conjunto de políticas, el modelo alternativo. Es difícil, sostenía Stiglitz, competir con el modelo universal y simplista del mercado, que es muy fácil de explicar. Quizás sea un problema, otra vez, de claridad, el que debamos resolver: claridad a la hora de exponer el proyecto alternativo una vez que el modelo supuestamente alternativo, el soviético, ha desaparecido del mapa.

Sí, las cosas en parte van por ahí. Pero déjenme aclarar una cosa. Cuando yo era joven, no conocí absolutamente a nadie que defendiera el modelo soviético tal y como éste tomaba forma por aquel entonces. Los estalinistas eran más estalinistas que los propios soviéticos; los trotskistas, claro está, eran críticos con el modelo; los anarquistas decían que aquello no iba con ellos; y los propios comunistas se mostraban también muy críticos. No hay que olvidar que el alineamiento de los comunistas con Moscú se desvaneció tras el XX Congreso; a partir de entonces, cuestiones históricas sobre el pasado de la Unión Soviética al margen, se abrieron amplios espacios para la crítica y la discusión. Pues bien, todo esto es lo que hace que las cosas resulten hoy extremadamente raras: En realidad, ¡no había un modelo alternativo consciente! ¡No había un modelo acabado que se defendiese en tanto que modelo! ¡La Unión Soviética no era un modelo alternativo cuya desaparición dejara un vacío! ¿Por qué nunca se dio forma, ni antes ni después de la desaparición de la Unión Soviética, a los tan cacareados modelos alternativos? Todo esto es lo que explica que hoy sigamos sin alternativas bien meditadas.