30 de julio de 2011

Entremeses literarios (CXXXV)

LA DIOSA DE LA FIESTA
Georges Bataille
Francia (1897-1962)

Una mujer completamente desnuda excepto por los zapatos de charol, parada bajo las lámparas eléctricas, el cuerpo empolvado, la cara maquillada, la boca que huele a cansancio y agotamiento, las tetas pesadas y de una impúdica claridad, el trasero puro, pálido, irreal, los ojos demasiado brillantes y vulgares, negros como los cabellos cortos y bien peinados, tristes y en el límite entre el color del barro y el del carbón, llamativos como canciones obscenas. Ella se mantiene de pie con una sonrisa fija, con la insolencia convencional de un cuadro viviente, parada sobre una mesita de mármol levanta una copa de champagne hacia el techo centelleante de espejos y bombitas multicolores. No es del todo una mujer, sino un cadáver que no tiene miedo de hacer escándalo y que se yergue en el templo inundado de cegadora claridad del amor obsceno. Yo no llego a esa espantosa iglesia con una insolente tranquilidad, por el contrario, estoy pasmado y helado. Tan sólo así, angustiado en el sofocante reino de los cadáveres, yo mismo he entrado en un estado casi cadavérico; por lo menos es cierto que aspiro con todos mis sollozos que, como mulas reacias, no quieren salir a ese estado de espanto que me parece grandioso pero que no corresponde a mi cara de niño tímido y absurdo. Estoy pues horriblemente paralizado y obligado a encontrar bruscamente un compromiso a la medida de mi demencia y de mi tétrica humillación. A pesar de mi sed de lágrimas cálidas no lograré llorar como se debe frente a la infernal diosa de la fiesta, ante una mujer desnuda que me dirige incluso en el transcurso de su cuadro viviente una sonrisa que promete todo aquello que es ruin en mi deseo imposible de disimular (porque yo también estoy desnudo). Como es preciso que esté a la altura de esa circunstancia, imagino secretamente, en una chispa de entusiasmo y para reírme, que no soy un joven escolar inexperimentado y tembloroso, sino un viejo caballo de corridas de toros que ha perdido ya hace varios días sus entrañas llenas de mierda sobre la arena de una pista; así me sería posible depositar sobre el mármol, con las narices en la punta de sus zapatos de charol, mi gran cabeza torpe y ridícula, de ojos vidriosos, quizá ya incluso aureolada de moscas. Porque también es cierto que a pesar de mi turbación, a pesar de la sed horrible que hace que mi lengua seca llene toda mi boca, sin embargo he venido a ver mi cuadro viviente con espíritu de poeta; más aún, con cuerpo de poeta de alas de mosca infecciosa, porque aunque sea espantosamente triste decirlo, ese traje imbécil se adecua a la perfección a mi embarazosa desnudez masculina. Delante de mí, una mujer desnuda que glorifican tajitas luces comerciales tiene conciencia y sonríe con un esplendor que abre ante mis ojos asustados el abismo mortuorio del desenfreno. Su origen popular transfigura su belleza a tal punto que ya no imagino los relinchos de dolor que tendré que dar para expresar el estado de exasperación y avidez en el que me sume lo obsceno de su desnudez. Es al mismo tiempo hermosa como un día de tumulto obrero, hermosa como el amanecer en una calle a la hora en que los descarriados ya ni siquiera llegan a pensar en el cementerio cuyos muros bordean. A la vez, es pálida y luminosa como un esqueleto nocturno, su perfume que me aprieta la garganta está transfigurado por un olor a vómito. En pocos instantes, morderé su cuerpo maldito con toda la boca y durante nuestro trastorno angélico, seguramente ahora, todas las leyendas célebres de Dios y de los santos correrán como manadas de perros ladrando a nuestras dos almas y al mismo tiempo a nuestros dos cuerpos entregados a las bestias: una procesión heroica o una cacería en el monte que no dejará de hacer derramar a pedir de boca torrentes de diamantes, torrentes estruendosos del paraíso, es decir, pedazos de sol que bailan y le gritan a la muerte, y también crucifixiones y pies sangrantes limpiados con manojos de pelos.


DURMIENTE
Paz Monserrat Revillo
España (1962)

La bella durmiente y el príncipe encantado acaban de tener la enésima discusión sobre cómo van a repartir los bienes del reino y los principitos tras su inminente divorcio. Mientras se dirige a la cocina, la bella piensa que mejor hubiera sido terminar la historia justito antes del beso, pero el autor la quiso acabar en banquete nupcial sin su permiso y ahora está condenada a tomarse un Transilium cada noche.


PERROS
Katya Adaui Sicheri
Perú (1977)

En los cementerios que he visitado siempre hay perros. Al pie de las tumbas se niegan a ser alimentados. Hay quienes les hablan e intentan explicarles. Los perros no pueden saber que están en tránsito obligado; lo único que han hecho sus dueños es adelantarse. No mueven las colas ni las orejas. No intentan ladrar. Permanecen detrás de las rejas abiertas, los hocicos chorreantes. Libres sin saber por qué, para qué. Estamos mordidos por la esperanza y los perros siempre nos esperan. Como las pulgas nos adueñamos de los perros.


LA GAVIOTA Y EL GLOBO AMARILLO
Odilia Boutry
Francia (1978)

Escribía al borde del Sena, cerca de Nuestra Señora de París, cuando una gaviota se detuvo muy cerca de mí, sobre el borde del murete en el que estaba apoyada. Me sentí muy satisfecha de que esta gaviota hiciera su vida lejos de sus congéneres y me acompañara mientras escribía. De repente desapareció y me asomé para ver si no se había ido a proteger a sus pequeños, en un nido pegado al muro. No vi nada. Entonces apareció un globo amarillo flotando sobre el Sena y la gaviota flotando no muy lejos. Me dije que esta escena me invitaba a escribir la historia de la gaviota que deseaba aprender a jugar al globo y la historia del globo que deseaba aprender a volar.


TITULOS
David Lagmanovich
Argentina (1927-2010)

Mi amigo escritor publicó un libro de microrrelatos que tituló "La hormiga escritora". Los textos incluidos eran diminutos y tenían cierta mordacidad que evocaba la picadura del insecto. El libro, de distribución gratuita, fue bien recibido por sus parientes y amigos, entre los cuales tengo el honor de contarme. Luego compuso otro volumen, llamado "La tortuga veloz". No tuvo el mismo éxito porque, a pesar de las implicaciones del título, quienes lo adquirieron lo consideraron de lectura un tanto laboriosa, lo que perjudicó la venta de la obra. Ahora mi amigo está a punto de intentar la publicación de un tercer libro de minificciones, al que no sabe si titular "El ciervo perplejo" o, tal vez, "La mosca que no sabía volar". En esas dudas se le van los días, y el libro no acaba de ser enviado al editor. Este, por su parte, propone un título alternativo: "El zoólogo ignorante".


CUADERNO AZUL NUMERO 2
Daniil Kharms
Rusia (1905-1942)

Había un hombre pelirrojo que no tenía ojos ni orejas. Ni siquiera tenía cabello, así que eso de que era pelirrojo es un decir. No podía hablar porque no tenía boca. Tampoco tenía nariz. Ni siquiera tenía brazos ni piernas. Tampoco tenía estómago ni espalda ni espina dorsal ni intestinos de ningún tipo. De hecho, no tenía nada. De modo que es muy difícil entender de quién estamos hablando. Tal vez sea mejor ya no hablar nada más de él.


LAS MANOS
Enrique Anderson Imbert
Argentina (1910-2000)

En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín. Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes. Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas. Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente. Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego. Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue. Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz. Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido. En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón. Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes. ¡Vaya a saber!


MALETAS
Julia Otxoa
España (1953)

En mi caso hacer el equipaje es toda una batalla, tengo pocas cosas pero mal definidas, hasta el punto que desconozco qué poseo en realidad, tan solo sé que algunas pertenencias son ligeras y ovaladas pero éstas a veces se alargan inesperadamente hasta romperse y vaciarse por completo. Otras en cambio son pesadas y con solo pensar en ellas modifican su forma, estorban por todas partes, me tropiezo con ellas, tengo las piernas llenas de hematomas, algún día van a lograr que me caiga y me de un mal golpe. Hay incluso algunas cuya existencia es dudosa, a menudo ignoro si pertenecen al pasado, al presente o tan sólo al universo de mis sueños. Así que no es extraño que a la hora de hacer las maletas nunca sepa si voy a tardar mucho o poco, son tantas las conjeturas, las hipótesis... La sucesión de enigmas me rompe los nervios, me fatiga en extremo, me deja sin fuerzas para nada. Y claro, en esas circunstancias siempre acabo anulando mis viajes.


MATRIMONIO EN EL POLVO
Carlos López Degregori
Perú (1952)

Me acababa de casar y dormitaba con mi gordísima mujer batallando contra el calor y los insectos, cuando una fuerza incontenible me empujó a la ventana. Una novia con un vestido blanco y raído, usado probablemente por su madre, usado probablemente por su abuela, resplandecía como una afrenta entre el polvo y piedras de la plaza. La acompañaba una turba silenciosa. No había novio. No había flores ni música. No había iglesia. Un hombre, el padre seguramente, acercó un remedo de cuerpo. Eran apenas unos palos vestidos con jirones de ropa. La ceremonia fue breve. Se marcharon los invitados y quedó la novia sentada en el polvo de la plaza. Entonces tuve la certeza de que nadie la movería. Podría diluviar, congregarse todos los perros del mundo, disiparse las galaxias. Me di vuelta y contemplé a mi mujer. Resoplaba de calor, era la hora más terrible de la siesta. En la plaza revoloteaba un gallinazo.


PRESENCIA DE LA LLUVIA
Alejandro Archain
Argentina (1953)

Se detiene antes de atravesar el pesado portón de hierro y mira hacia atrás, como buscando una voz que podría haberle tocado el hombro: "La muerte tendrá siempre algo de lluvia, escucha, para aquel que enterró a un ser querido bajo la persistencia del agua. ¿Será más fácil olvidarla cuando ha ocurrido bajo un sol intenso, o bajo un congestionado cielo de nubes grises? Hay siempre primeras experiencias bajo cuyo signo queda grabado algún hecho para siempre. Bajo qué cielo acompañamos a alguien por última vez, la primera vez que nos tocó hacer ese recorrido, es una de ellas. Un amor, un nacimiento, el descubrimiento de una idea o hecho que nos ayuda a transitar el tiempo quedan grabados, y su recuerdo también nos acompaña y nos ayuda a ver con más claridad y bondad la vida, pero no tienen cielo. Tienen fecha, circunstancia, sabor y aroma. Tienen la persistencia categórica de algo que avanza más allá de lo circundante. La muerte con lluvia penetra más hondo en la tierra. El agua ablanda el terreno, disuelve los cascotes, desenhebra las raíces del césped, golpea nuestras cabezas, hace, en definitiva, que todo fluya con más vértigo. La imagen no es imagen, no hay metáfora. Tal vez por eso, nunca dejaremos de relacionar la lluvia con la muerte, cuando enterramos a un ser querido con el cuerpo mojado, con las gotas de aquel eterno río cayendo por el rostro, aquella primera y lejana vez en la cual nos tocó descubrir el rito". Detrás de la voz no hay nadie. Voltea, atraviesa el pesado portón de hierro, dobla hacia la derecha y se encamina por Corrientes hacia el centro, dejando que la lluvia moje su rostro.