26 de noviembre de 2011

Agustín Cuzzani. Heráclito bajo la sombra

El dramaturgo argentino Agustín Cuzzani (1924-1987) fue un eximio autor de logradas farsas burlescas en las que mezcló, con una actitud escéptica y amarga frente a la realidad, la crítica social con el absurdo cotidiano. Abogado de profesión, comenzó su carrera literaria con la publicación de textos narrativos: el libro de cuentos "Mundos absurdos" y las novelas "Lluvia para Yosia" y "Las puertas del verano". En 1942 escribió la tragedia "Dalilah" y pronto entró en contacto con autores y actores del teatro independiente, realizando con ellos estudios sobre dramaturgia y estética teatral. Su obra dramática recibió el espaldarazo tanto del público como de la crítica cuando presentó, en 1954, "Una libra de carne", a la que le seguirían "El centroforward murió al amanecer", "Disparen sobre el zorro gris", "Para que se cumplan las escrituras", "Los indios estaban cabreros", "Sempronio, el peluquero y los hombrecitos", "El leñador", "Pitágoras go home" y "Lo cortés no quita lo caliente". Cuzzani fue el creador de la farsátira, un género al que definió como "una propuesta voluntariamente exagerada hasta casi el absurdo con relación a la situación del protagonista, una situación insólita que se tramita en un medio ambiente realista y natural, y que se resuelve en gran medida por medio del humor". Otra de las modalidades de la farsátira es el tratamiento multitudinario de personajes accidentales, coros, simultaneidades escénicas y el método cinematográfico de cortes directos entre situaciones. Entre las múltiples aventuras intelectuales que a lo largo de su vida emprendió Cuzzani (profesor de Estética, fundador de salas teatrales, guionista de cine, radio y televisión, adaptador de obras de teatro, autor de espectáculos musicales), son menos conocidas las que lo llevaron a indagar en las letras clásicas. Este curioso texto inédito sobre el filósofo griego Heráclito de Efeso (544-484 a.C.), escrito durante la última dictadura militar, muestra su destreza para rescatar la vigencia del pensamiento dialéctico, por entonces perseguido y censurado.
Oriundo de Efeso, la más floreciente ciudad de Jonia (en la actual Turquía) tras ser destruida Mileto por los persas, Heráclito nació en el seno de una familia aristocrática. De carácter severo, independiente, mordaz y taciturno, su oposición tanto a la tiranía como a los demagogos de la democracia, y su desprecio tanto a los bienes materiales como a la religión y la política, lo convirtieron en un hombre solitario que optó por vivir en los bosques, retirado del contacto humano, para dedicarse en soledad al cultivo del pensamiento. A falta de datos fidedignos, sobre su vida existe mucha ficción biográfica, en general ridiculizándolo. El historiador griego Diógenes Laercio (215-250), por ejemplo, en su "Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres", lo acusa de misántropo y vegetariano, renuente 
a componer leyes para los efesios, prefiriendo jugar con los niños en el templo de Artemis. Otro griego, el filósofo escéptico Timón de Fliunte (322-235 a.C.), lo tildó de enigmático,
una calificación que dio origen al epíteto de "el oscuro" que le endilgó el filósofo romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C.). Otra calificación corriente en el período romano fue la de "filósofo llorón", que le atribuyó Platón (428-347 a.C.) en su "Crátilo" basándose en la idea
heraclitana de que todas las cosas fluyen como ríos; o la de "melancólico" que le endosó Teofrasto de Ereso (371-287 a.C.) al malinterpretar la locución "melayjolía" (melancolía),
que para Heráclito era sinónimo de impulsividad y no de tristeza permanente. La melancolía, según la escuela aristotélica, era una enfermedad mental producida por un exceso de bilis negra, un humor orgánico tóxico que alteraba el comportamiento haciéndolo inestable. Según la psiquiatría actual, ciertas peculiaridades biográficas y estilísticas de Heráclito podrían asociarse con los síntomas tipificados de la esquizofrenia. Pero, tanto la melancolía como la esquizofrenia, si bien producen una disfunción cognoscitiva, no alteran las funciones intelectuales básicas, por lo que la crítica filosófica moderna considera irrelevante el tema de la supuesta locura de Heráclito. A lo sumo, según el filósofo italiano Rodolfo Mondolfo (1877-1976), podría considerársela como la causante de los altibajos vitales del filósofo.
Se supone que Heráclito, en quien Georg W.F. Hegel (1770-1831) vio al fundador de la dialéctica, escribió un libro de aforismos que depositó en el grandioso templo de Artemisa Efesia. Según el ya citado Diógenes, su titulo era "Sobre la naturaleza" y sólo se conservan de él unos pocos fragmentos sueltos. Su lectura llevó al filósofo ateniense Sócrates (470-399 a.C) a decir: "Lo que he entendido es elevado, y elevado también parece lo que no entendí. Pero para descifrarlo todo habría que ser un buceador de Delos". Sin embargo, para el helenista e historiador de filosofía alemán Hermann Diels (1848-1922), Heráclito no escribió tal libro sino que sólo se limitó a verter sus opiniones a modo de aforismos, de las que luego se hizo una recopilación. Luis Farré (1902-1997), filósofo hispano-argentino en su "Heráclito (exposición y fragmentos)", y Maurice Solovine (1875-1958), filósofo rumano en su "Héraclite d'Ephèse. Doctrine philosophiques" (Heráclito de Efeso. Doctrinas filosóficas), han hecho interesantísimas aportaciones al estudio de la filosofía de Heráclito. Sobre las obras de estos autores se basó Cuzzani para la elaboración de su texto "Heráclito bajo la sombra".

HERACLITO BAJO LA SOMBRA

Ocurría en Efeso. Entre el parloteo de mendigos y sabios regañones que asaltan a la gente para proponer acertijos por dinero, en las tardes olorosas cerca del anochecer, es frecuente que los chiquillos y las jovencitas desvergonzadas rodeen con burlas y cantos intencionados a una figura de inmenso tamaño, rostro asqueado y aire de soñador incomprendido, que avanza apartando a golpes los inoportunos y los perros mezclados en el juego, para ascender jadeando por la cima del monte hasta el templo de Artemisa. Los efesinos le respetan y le temen. No olvidan es cierto, sus insultos y el desprecio con que los trata, pero tampoco olvidan sus servicios a la ciudad durante el sitio de los Persas, ni que pudo ser su legislador y su rey y no quiso. No, los insulta y los desprecia, pero los efesinos saben que en esa mole de grasa iracunda se encierra el alma de un grande y extraño filósofo: Heráclito "El Oscuro", o "El Chillón", o "El Llorón".
La ascensión hasta el templo de Artemisa es larga, aparte que el verano se hace sentir brillando sobre las piedras y las copas de los olivares. Antes de llegar al templo, Herádito tiene que pasar fatalmente por delante de "las hermanitas" -nadie podría afirmar si realmente lo son-, dos jovencitas de trece o catorce años cuya tarea consiste en esperar a los mozos que han ganado algún dinero jugando a la taba delante del templo. Raro es que el filósofo pase sin que le hagan alguna invitación descarada, riéndose luego de su asombro. Hoy, la más pequeña, la más audaz también, se ha acercado hasta casi tocarle, y mirando al mismo tiempo el rollo voluminoso donde Heráclito anota sus tratados y el no menos voluminoso abdomen, le dice con intención: "Heráclito, hijo de Blison, ¿quieres que te lleve la... carga?". El filósofo la mira en silencio. Tal vez ahora que se ha detenido, jadea con más ímpetu. La jovencita usa la túnica demasiado corta y tiene rodillas puntiagudas como una cabra salvaje. Entonces es ella la que se asusta y echa a correr hasta donde está su compañera. Solo comienza a reír cuando se siente a salvo. Heráclito se encoge de hombros, compone sus ropas y antes de continuar el ascenso echa una última mirada a las rodillas de la inoportuna y murmura: "Hay tanto de mal como de bien en ti, criatura". Luego sigue su camino.
No es que Artemisa o los dioses en general le importen mucho. Al fin y al cabo su filosofía no necesita para nada de ellos. Pero junto al templo hay un árbol cuya sombra es incomparable para recogerse a meditar sobre la naturaleza de las cosas y de los hombres. Al amor de ese árbol compuso ya tan extrañas doctrinas que son el asombro de sus contemporáneos, no solo de la ciudad sino de toda la Jonia desde donde llegan físicos y geómetras que hacen el viaje expresamente para oírle. Su fama de oscuro y difícil anda en boca de todos y circulan ya unos versos intencionados que dicen: "No desenvuelvas aprisa el libro de Heráclito/ Verdaderamente es muy difícil el camino/ Por el que hay que trepar./ Reinan en él las tinieblas y las oscuridades/ Y para hacerlo claro y brillante como el sol/ Haría falta la guía de un entendido". Pero al parecer no hay tales entendidos ni discípulos. Heráclito sube solo a la cima del monte, y daría la impresión que ese penoso viaje quisiera hacérselo pagar a los lectores, sembrando acertijos y enigmas en sus frases.
Su gordura, ahora que está sentado a la sombra sosteniendo sus tratados, le preocupa. Es lo bastante médico como para saber que tiene "las tripas llenas de agua" y que eso se llama hidropesía. Ha buscado ya la manera de deshidratarse por diversos medios y se dice que su fama de llorón le viene de la costumbre de llorar copiosamente todos los días para perder el agua. También ha hecho un desafío a los médicos. Si no son capaces de sacarle el agua del cuerpo se tenderá al sol, se cubrirá de estiércol y dejara que todo se seque y le quite la humedad. Ahora reposa y medita. Delante de sí, ocupando todo lo que puedan abarcar sus ojos, está el problema. Las cosas, las piedras, las montañas, los ríos, los árboles y también los hombres, la justicia, el bien y el mal. Todo eso es el problema. La "fisis", la realidad, lo que es, lo que existe. ¿Qué es el ser? Esa es la pregunta. Y el ancho y diáfano mundo que se desparrama delante de sí es la respuesta. O debiera serlo. Heráclito mira lejos y oye hondo. Allí está el ser extendido, quieto e indiferente, en pleno atardecer de verano.
Meses atrás, en uno de esos barcos panzudos que vienen de Sicilia, alguien le ha hecho llegar desde Elea algunos versos de Xenófanes de Colofón, donde se decía que los sentidos sólo dan apariencias de las cosas, y que ese conocimiento es sólo opinión, pero no sabiduría. Que la verdadera sabiduría sólo podía obtenerse por la meditación. ¡Como los pescadores del Ponto Euxino! Zambullirse en aguas oscuras y pescar a ciegas... No. A él no le convence eso. Los sentidos puede ser que sólo provean apariencias, pero sólo al que no sabe ver más atrás de ellas. "Malos testigos son los ojos y los oídos para los que tienen almas bárbaras". (Frag. 107. Diels. en Sexto Empírico. Adversus Matemáticos. Farre 163).
De tiempo en tiempo, como una burla que le llega de adentro, descubre alguna paradoja que parece encerrar abismos de profundidad. Ese camino, por ejemplo. Tan fatigoso que resultó para su gordura, treparlo hasta la cumbre. Tan placentero como será luego descenderlo hasta la ciudad. ¡Sin embargo es siempre el mismo camino! Tanto es subir como bajar. Es uno solo el camino placentero y penoso a la vez. "El camino que sube y que baja es uno y el mismo". (Frag. 59, Solovine. Diels). "El bien y el mal, como ese camino, también son una misma cosa". (Frag. 57, Diels, Solovine). Queda de pronto detenido en medio de esa idea. Ha entrevisto de golpe la verdad, la razón, el ser íntimo de las cosas. Cuando hace un movimiento para anotarlo y registrar lo que ha descubierto ya es tarde. La certidumbre se ha escurrido, la chispa que creyó entrever se ha escapado. Mira con disgusto cómo huye volando una corneja y le gruñe. "La naturaleza goza ocultándose". (119, Solovine).
Algo ha ocurrido en Grecia. Algo formidale y sin remedio. Allí está Heráclito, junto al templo de una diosa, en una ciudad donde el culto es atendido por las propias autoridades, donde a cada paso se encuentra una estatuilla o una imagen. Todo está ya explicado y es hasta obligatorio aceptarlo así. Y sin embargo, allí está Heráclito buscando una unidad que resuma todo. Una unidad a la que se pueda atribuir sabiduría, como si fuera un nuevo Zeus, aunque, por supuesto, ocuparía su lugar sin serlo. "El uno, que es la única sabiduría, sufre y no sufre porque se le llame Zeus".
Heráclito está sentado y medita con aire malhumorado. Las paradojas venidas de nadie sabe donde le hacen signos intencionados y ha estado a punto de atraparles todo su sentido. Pero ahora le ha ocurrido algo más extraño que todo eso. Algo que le ha intervenido todas sus facultades y adivina, de una manera confusa, que está frente a la aurora de un descubrimiento trascendental. Es que de pronto se sintió como instalado en un ritmo de tiempo infinitamente más lento que el de todos los días. Un tiempo desde el cual pueden verse crecer las ramas y el tronco de los árboles y agrandarse sin pausa las grietas de las piedras y los muros. Un tiempo que permite ver envejecer a la gente y aun crecer pueblos y costumbres para a su vez, derrumbarse y caer. No ya un hombre, sino generaciones tras generaciones de hombres lanzados por oleadas incesantes a la vida. "Una vez nacidos quieren vivir y luego morir, o más bien reposar. Y dejan atrás de ellos niños que a su turno morirán". (Frag. 19, Solovine).
Por un momento el universo que rodea a Heráclito se vuelve un fantástico decorado en crecimiento y transformación. Esa piedra tan quieta y sólida, ese tronco de árbol tan firme, esa columna de mármol, del templo... Todo, absolutamente todo, entrando en la danza del nacer y del morir, del derrumbe y la recreación. Eternamente fluyendo, cambiando. Después, todo volvió a la normalidad. Incluso Heráclito tuvo que cambiar trabajosamente de postura tironeando bruscamente dos o tres veces el pliegue de la túnica. A su alrededor las piedras volvieron a ser piedras y las montanas recobraron su fijeza. Pero ya era tarde. Ya Heráclito había penetrado el secreto de todo lo que existe. Y ese secreto develado le iba a conducir, como de la mano, por el resto de todo su sistema. Lo dijo en pocas palabras. Lo dijo casi murmurándolo. Pero bastaba con eso. Basta aún hoy, "panta rei" (Platón, Teaitetos).
Todo fluye, todo se mueve, todo cambia. Nada permanece tal y como es un momento. Casi lo dijo en secreto. Era más bien un secreto entre la naturaleza y él. "Panta rei...". El ser eso que en la apariencia primera de los sentidos parece estar quieto, pero en la verdad profunda está permanentemente cambiando.
Por supuesto sabe que eso no es todo. Simplemente ha aprendido a ver la naturaleza con ojos aptos. Pero las paradojas que suben y bajan, le han avisado ya que detrás de ese fluir de todas las cosas, se esconde otra verdad más terrible y honda. Por el momento, antes que sea tarde, se limita a recoger lo cosechado y escribe: "No se puede entrar dos veces en el mismo río, ni tocar dos veces una substancia perecedera en el mismo estado, pues ella se dispersa y se reúne de nuevo, se aproxima y se aleja por la prontitud y rapidez de los cambios". (Frag. 87, Solovine. Diels).
Pero de allí a su segundo descubrimiento no hay más que ahondar la reflexión. Los cambios y los movimientos que ha visto en todas las cosas, no son sucederes arbitrarios y contingentes. No es un caos inestable donde ningún orden o ninguna ley pueda establecerse. Por el contrario, los cambios tienen un sentido. El árbol no se cambia en fruto sin pasar por la flor. El hombre no envejece de niño sin pasar por la madurez. El día no se vuelve noche sin crepúsculo. Siempre se trata de día y noche, de juventud y vejez y muerte, de bien y mal Generalizando, ser y no ser. Aquí vuelve a acercarse, pero ahora en puntas de pie, sigilosamente para que no se vuelen, a las famosas paradojas. Tanto como para ir reteniéndolas y habitarlas hasta que destilen toda su verdad, escribe Heráclito de Efeso en sus tratados: "El camino que sube y baja es uno y el mismo. En la máquina de Batán el camino del tornillo recto y curvo a la vez, es uno y el mismo. Descendemos y no descendemos en el mismo río. Somos y no somos. El bien y el mal son una sola y misma cosa" (Frag. varios).
En toda paradoja son los contrarios los que se presentan juntos. Esto es lo que les hace extraños, irracionales y sorpresivamente ciertos. Ya está más cerca. Si hay verdad en las paradojas hay verdad en la coexistencia de las cosas contrarias. Y ahora ve claro. Las cosas contrarias coexisten luchando. Por eso fluyen y cambian. La vida y la muerte coexisten dentro del hombre, llevándolo gradualmente adelante. Todo se mueve -"panta rei"- porque dentro de todo está esa lucha de los contrarios. Lo que afirma y lo que niega.
La mirada que ahora arroja Heráclito al mundo circundante no es ya malhumorada sino realmente curiosa. Cree ver detrás de cada cosa, detrás de cada piedra, de cada efebo jugando a las puertas del templo, y dentro mismo del templo, una batalla de ejércitos, una guerra que a medida que va recorriendo con la mirada a todas partes le va pareciendo universal y permanente. Con pulso febril, incómodo por la postura, anota: "Es la misma cosa que vive en nosotros. La vida y la muerte, la vigilia y el sueño, la juventud y la vejez". Y dice "cosas" en sentido muy amplio: "Hay que saber que la justicia es una lucha y que todo toma vida de la discordia y necesidad". "La enfermedad hace la salud agradable, el mal hace al bien, el hambre la saciedad, la fatiga el reposo. El frío de convierte en calor, el calor en frío, lo húmedo en seco, lo seco en húmedo". Y agrega este verdadero enigma, que sugiere de golpe toda la verdad, toda la realidad como tendencia y la necesidad como fundamento del ideal: "Las cosas crecen según lo que les falta".
La noche ha ido subiendo y a lo lejos se oyen los ruidos característicos del cierre de las grandes puertas de la ciudad. Los muchachos que juegan frente al templo, descienden ya cantando una canción guerrera del tiempo del sitio, y seguramente seguirán la juerga toda la noche. Efeso es famosa por la cantidad de túnicas cosidas como enaguas que usan sus mujeres y por la rapidez con que se las quitan. Aún de eso extraerá hoy Heráclito nuevas conclusiones. Hace poco se negó a dar leyes a Efeso porque la corrupción era tal que de nada hubieran servido. Ahora le resulta distinto: "La naturaleza ama los contrarios y es con ellos y no con los semejantes que produce la armonía. Es así, por ejemplo, que une al macho con la hembra y no cada ser con su semejante". Ciegamente, como quien obedece a una ley universal, los contrarios se unen luchando y esa unión es al mismo tiempo guerra y armonía. Una armonía oculta detrás de la apariencia de las cosas. El mismo lo anota así: "La armonía escondida vale más que la armonía visible".
Solo que ahora esa armonía escondida tiene una belicosidad inusitada. Se diría que siente luchar debajo de sus pies, dentro de las piedras, y cuando respira hondo el aire de la noche ya crecida, parece como si adivinara el tumulto de innumerables legiones arrojadas a la batalla dentro suyo. Como si alguien le dictara palabras sabias que solo para él tienen sentido, pronuncia suavemente: "El combate es el padre de todas las cosas, el rey de todo. Hace representar a los unos el papel de dioses, a los otros el papel de hombres. Vuelve esclavos a los unos, a los otros libres".
A lo lejos, los rumores de la ciudad bulliciosa, tan llena de vicios, de corrupción, tan falta de sentido moral. Pero ahora ya no lo ve así. Ve la lucha y el combate. Eso que vuelve esclavos a unos y libres a otros. Entonces los rumores de la ciudad lejana cobran otro significado, como si hubieran cambiado de canto. El, Heráclito de Efeso, hijo de Blison, de familia real, con derecho a ser Basileus, de toga roja en las fiestas, de porte y educación aristocrática, con arrebatos de desprecio hacia el común de los hombres, él, el intocable y solitario, siente ahora las oleadas del canto de la ciudad. A unos vuelve esclavos, a otros libres... Y por primera vez, comprende.
Mientras inicia el descenso componiendo su túnica, tiene la certeza de haber dado con una ley universal, con una razón externa del suceder de las cosas que les confiere al mismo tiempo verdad y armonía. Más tarde le pondrá un nombre a esa razón externa, a esa lucha de contrarios que hace devenir las cosas: la llamará "logos". La luna clara y enorme ha nacido del lado de la ciudad. Salvo algún ramaje de fresnos, o un ángulo del templo de Asklepios que se levanta de esa parte, su suave disco reina solo y sereno sobre el horizonte. Es, de algún modo, el carro de luz de Artemisa, la virgen reina de los cielos nocturnos. La inmensa mole de Heráclito al incorporarse la cubre totalmente. Después, al alejarse, su silueta nítidamente recortada comienza su descenso hacia la ciudad, bamboleándose como un barco cargado de trigo y de niel.