15 de junio de 2012

La noción de raza a través de la historia (19). 1981: Stephen Jay Gould

Conocido sobre todo por sus ensayos de divulgación, el paleontólogo estadounidense Stephen Jay Gould (1941-2002) fue uno de los evolucionistas más destacados del siglo XX. Profesor de Zoología en la Universidad de Harvard y de Biología en la Universidad de Nueva York, Gould llegó a ser una figura central en el ámbito del darwinismo. Su obra científica partió de la teoría evolutiva de Charles Darwin (1809-1882) pero, a diferencia de lo que éste pensaba en cuanto a que el proceso evolutivo iba a ritmo lento, sin saltos súbitos, gradualmente, Gould propuso el modelo de equilibrios puntuados o de equilibrios discontinuos, un modelo que establece que las especies viven largos periodos de estabilidad (millones de años) que se ven cortados bruscamente por fases breves de cambios (miles de años) en las cuales aparecen nuevas especies. La teoría fue presentada en el artículo "Punctuated equilibria: an alternative to phyletic gradualism" (Equilibrios puntuados: una alternativa al gradualismo filogenético) escrito por Gould y su colega Niles Eldredge (1943), un texto que formó parte del libro "Models in paleobiology" (Modelos de paleobiología) que fue publicado en 1972.
La teoría del equilibrio puntuado enunciada por Gould y Eldredge, plantea un modelo evolutivo que cuestiona el gradualismo de Darwin al postular que las especies permanecen durante largos espacios de tiempo apenas alteradas y que en breves períodos de crisis se producen gran número de novedades evolutivas. Las estirpes cambian poco durante la mayor parte de su historia, pero ocasionalmente esta tranquilidad se ve puntuada por rápidos procesos de especiación. La argumentación hace referencia a la variación morfológica que, para los autores, sufre una breve aceleración precisamente cuando una población de censo reducido se aparta de su especie original para formar otra nueva. Esta idea entra en colisión con la teoría sintética enunciada por Julian Huxley (1887-1975), que proponía que el cambio morfológico gradual lleva consigo su división en razas y subespecies mucho antes de que pueda afirmarse que han surgido especies nuevas. El debate sobre la naturaleza rápida o lenta de los cambios geológicos, cataclismos naturales o gradualismo, ya se daba en los tiempos de Darwin. Gould consideró que la opción de Darwin por el gradualismo no se explica en base a datos empíricos sino por las influencias culturales y metodológicas de la época, y optó por el cambio rápido: diferentes catástrofes habrían marcado profundamente el proceso evolutivo. Esta es, tal vez, su mayor contribución a la biología evolutiva.
La propuesta de Gould -una idea polémica muy discutida por algunos científicos- puede resumirse en tres puntos. En primer lugar, la selección natural -el motor de la evolución (descubierto por Darwin a mediados del siglo XIX)- no consiste siempre en una competencia entre individuos. Quienes compiten son a veces genes, a veces individuos, a veces poblaciones y a veces especies enteras. Segundo, la selección natural no es el único motor de la evolución. El genoma tiene su dinámica interna y hace propuestas interesantes por su cuenta, sin que la adaptación al entorno local (uno de los fundamentos del darwinismo clásico) tenga un papel preponderante. Y, en tercer lugar, la evolución no es siempre una transición suave, continua y gradual. La excepción más conocida serían las extinciones masivas, que pueden ser causadas por un suceso imprevisible como el impacto de un gigantesco meteorito.
Gould, autor entre otros de "The structure of evolutionary theory" (La estructura de la teoría de la evolución), "Ever since Darwin. Reflections in natural history" (Desde Darwin. Reflexiones sobre historia natural) y "Panda's thumb. More reflections in natural history" (El pulgar del panda. Ensayos sobre evolución), nunca dejó de hablar de "falsa ciencia", aquella ciencia incapaz de superar los prejuicios de la sociedad en la cual surgió. En "The mismeasure of man" (La falsa medida del hombre), por ejemplo, detalló y criticó los abusos de la ciencia por parte de una sociedad que la invoca para justificar sus prejuicios, entre ellos la creencia en que las diferencias sociales y económicas entre los grupos humanos, principalmente las razas, las clases sociales y los sexos, tienen un carácter hereditario y, por lo tanto, son un reflejo exacto de la biología.
 
Una cuestión importante -que justifica la necesidad del conocimiento biológico- es la notable falta de diferenciación genética entre los grupos humanos. Esa falta de diferenciación es un resultado contingente de la evolución, no una verdad necesaria y a priori. El mundo podría estar ordenado de otra manera. Supongamos que hubiesen sobrevivido una o varias especies de nuestro género ancestral Australopithecus, situación, en teoría, perfectamente plausible porque las nuevas especies surgen por desprendimiento de las antiguas (los antepasados suelen sobrevivir durante algún tiempo) y no mediante la transformación global de toda la población. En tal caso, nosotros -es decir, los Homo Sapiens- habríamos tenido que afrontar todos los dilemas morales que entraña el trato con una especie humana de capacidad mental netamente inferior. ¿Qué habríamos hecho con ella? ¿Esclavizarla? ¿Eliminarla? ¿Coexistir con ella? ¿Emplearla para el trabajo doméstico? ¿Confinarla en reservas o en zoológicos?
Del mismo modo, nuestra especie Homo Sapiens podría incluir un conjunto de subespecies (razas) dotadas de capacidades genéticas significativamente diferentes. Sí nuestra especie tuviera millones de años de antigüedad (como es el caso de muchas), y si sus razas hubieran estado geográficamente separadas durante la mayor parte de ese tiempo sin intercambio genético significativo, entonces quizá se habrían acumulado lentamente grandes diferencias genéticas entre los grupos. Pero el Homo Sapiens sólo tiene decenas de miles, o a lo sumo unos pocos centenares de miles de años de edad, y probablemente todas las razas modernas se desprendieron de un linaje ancestral común hace apenas unas decenas de millares de años. Unos pocos caracteres ostensibles de la apariencia externa nos conducen a considerar subjetivamente que se trata de diferencias importantes. Pero los biólogos han afirmado recientemente, aunque lo sospechaban hace tiempo, que las diferencias genéticas globales entre las razas humanas son asombrosamente pequeñas. Aunque la frecuencia de los distintos estados de un gen difieren entre las razas, no hemos encontrado "genes de la raza", es decir, estados establecidos en ciertas razas y ausentes en todas las demás razas.
Si la gente es genéticamente tan similar, y si todas las anteriores tentativas de elaborar una explicación biológica de los hechos humanos no han reflejado la naturaleza sino los prejuicios culturales, entonces, ¿la biología no tiene nada que aportar al conocimiento de nosotros mismos? En el momento de nacer, ¿somos, después de todo, aquella tabla rasa que imaginaron los filósofos empiristas del siglo XVIII? El mensaje principal de la revolución darwiniana a la especie más arrogante de la naturaleza es la unidad entre la evolución humana y la de todos los demás organismos. Somos parte inextricable de la naturaleza, lo que no niega el carácter único del hombre. "Nada más que un animal" es una afirmación tan falaz como "creado a imagen y semejanza de Dios". ¿No es simplemente orgullo sostener que el Homo Sapiens es especial en cierto sentido puesto que, a su manera, cada especie es única? Las repercusiones del carácter único del hombre sobre el mundo han sido enormes porque han introducido una nueva clase de evolución que permite transmitir el conocimiento y la conducta aprendidos a través de las generaciones.
El carácter único del hombre reside esencialmente en nuestro cerebro. Se expresa en la cultura construida sobre nuestra inteligencia y el poder que nos da para manipular el mundo. Las sociedades humanas cambian por evolución cultural y no como resultado de alteraciones biológicas. No tenemos pruebas de cambios biológicos en cuanto al tamaño o la estructura del cerebro desde que el Homo Sapiens apareció en los registros fósiles hace unos cincuenta mil años. Todo lo que hemos hecho desde entonces -la mayor transformación que ha experimentado nuestro planeta, y en el menor tiempo, desde que la corteza terrestre se solidificó hace aproximadamente cuatro mil millones de años- es el producto de la evolución cultural. La evolución biológica (darwiniana) continúa en nuestra especie; pero su ritmo, comparado con el de la evolución cultural, es tan desmesuradamente lento que su influencia sobre la historia del Homo Sapiens ha sido muy pequeña.
La evolución cultural puede avanzar tan rápidamente porque opera -a diferencia de la evolución biológica- mediante la herencia de caracteres adquiridos. Lo que aprende una generación se transmite a la siguiente mediante la escritura, la instrucción, el ritual, la tradición y una cantidad de métodos que los seres humanos han desarrollado para asegurar la continuidad de la cultura. Por otra parte, la evolución darwiniana es un proceso indirecto: para construir un carácter ventajoso debe existir previamente una variación genética, y luego, para preservarlo, es necesaria la selección natural. Como la variación genética se produce al azar y no está dirigida preferencialmente hacia los caracteres ventajosos, el proceso darwiniano avanza con lentitud. La evolución cultural no sólo es rápida; también es fácilmente reversible porque sus productos no están codificados en nuestros genes.
La flexibilidad es la marca de la evolución humana. Si los seres humanos han evolucionado por neotenia (proceso evolutivo por el cual una especie mantiene en su fase adulta caracteres propios de su estado juvenil), entonces somos, en un sentido algo más que metafórico, niños que no crecen. Muchos caracteres esenciales de nuestra anatomía nos vinculan con las etapas fetales y juveniles de los primates: la cara pequeña, el cráneo abovedado, el cerebro grande en relación con la talla corporal, el dedo grande del pie no rotado, el foramen magno en la base del cráneo para la correcta orientación de la cabeza en la postura erecta, la distribución del pelo en la cabeza, las axilas y la zona púbica. En otros mamíferos, la exploración, el juego y la conducta flexible son cualidades de los jóvenes y sólo raramente de los adultos. No sólo conservamos la marca anatómica de la infancia sino también su flexibilidad mental. La idea de que la selección natural se haya dirigido hacia la flexibilidad en la evolución humana no es una noción específica nacida de la esperanza, sino una consecuencia de la neotenia, proceso fundamental en nuestra evolución. Los humanos son animales que aprenden.