14 de octubre de 2012

El asalto a la naturaleza (2). Adiós cielo azul


La crítica situación ecológica global puesta en evidencia en los procesos de cambio climático, el agotamiento de bienes naturales y la degradación ambiental - transformaciones éstas que generan múltiples conflictos socio-ambientales-, lleva inevitablemente a indagar sobre la relación que guarda con los fundamentos del modo de producción capitalista. Desde el mismo momento en que la naturaleza es afectada por las relaciones sociales de producción, la evolución y la transformación de los ecosistemas naturales -objeto de estudio de la ecología- están determinadas por las necesidades de explotación de sus materias primas que genera el proceso de acumulación de capital. O, dicho de otro modo, por los efectos de las prácticas productivas de esa formación económica en los modos y técnicas de aprovechamiento de los recursos naturales del ecosistema.
El economista catalán Joan Martínez Alier (1939), profesor de Economía e Historia Económica de la Universidad Autónoma de Barcelona, dice al respecto en su obra "L'ecologisme i l'economia" (El ecologismo y la economía) que "la sociedad y la naturaleza evolucionan, inseparablemente unidas, a lo largo de la historia". Para una adecuada comprensión de las interrelaciones entre ambas se debe partir de tres supuestos básicos: la dinámica evolutiva de los ecosistemas (el análisis del consumo de recursos naturales sólo tiene sentido si se toma en cuenta el tiempo que la naturaleza ha invertido en su creación), las distintas modalidades de organización productiva de las sociedades humanas (no todas las formas históricas de organización productiva han sido y son ecológicamente sostenibles: algunas permanecieron durante muchos siglos y otras fracasaron en su proceso de adaptación a los límites impuestos por los ecosistemas), y las ideas y percepciones que orientaron las relaciones de los seres humanos con la naturaleza en cada momento de su evolución (no todas las visiones culturales sobre el papel de la naturaleza, generadas por las distintas sociedades o por los distintos grupos de cada una de ellas, han favorecido el mismo tipo de relación de los seres humanos con el ambiente natural).
Todos los análisis sobre la historia de la humanidad han estado condicionados por el contexto geográfico, ecológico y cultural en que se produce y reproduce una determinada sociedad. Las prácticas productivas, dependientes del medio ambiente y de la estructura social de las diferentes culturas, han generado tanto formas de percepción como técnicas específicas para la apropiación social de la naturaleza y la transformación social del medio, aunando así el conocimiento teórico con el saber práctico. “Estas relaciones entre conocimiento teórico y saberes prácticos –dice el ambientalista mexicano Enrique Leff (1946) en “Ecología y capital”- se aceleraron con el advenimiento del capitalismo, el surgimiento de la ciencia moderna y la institucionalización de la racionalidad económica”. Y agrega: “En el sistema capitalista se produce una articulación efectiva entre el conocimiento científico y la producción de mercancías por medio de la tecnología. La necesidad de elevar el valor relativo de los procesos de trabajo se tradujo en una necesidad de incrementar su eficiencia productiva, lo que indujo a la sustitución progresiva de los procesos de mecanización por un acercamiento de la ciencia a los procesos productivos, mediante la producción y la aplicación integrada de diferentes ramas del conocimiento técnico y científico”.
Si bien la lectura básica que cada cultura hace de la naturaleza constituye a ésta en la fuente de recursos para satisfacer sus necesidades materiales, también la percibe según su específica concepción del mundo, según su escala de valores; pero las diferentes visiones o valoraciones del espacio no sólo se corresponden con diferentes culturas. Escribe el historiador alemán Eduardo Bitlloch (1948) en un artículo publicado en el nº 37 de la revista “Ciencia Hoy”: “En sociedades complejas, también es percibido en forma diferente por distintos sectores. En este sentido la relación sociedad-espacio es en el sistema capitalista, desde luego, una relación valor-espacio, porque está sustantivada por el trabajo humano. Por eso, la apropiación de los recursos propios del espacio, la construcción de formas humanizadas sobre el mismo, la permanencia de esas construcciones, las modificaciones, ya sea del sustrato natural o de las obras humanas, todo eso representa creación de valor”.
Según manifiesta el geógrafo francés Olivier Dollfus (1931-2005) en “L'espace géographique” (El espacio geográfico), el escaso interés y atención que ha merecido este aspecto en las ciencias sociales desde fines del siglo XIX “seguramente no es ajeno a un sesgo ideológico que tiende a desviar la atención de uno de los determinantes decisivos de la desigualdad social y de la estructura de poder. En el desarrollo del sistema capitalista y su difusión en los países periféricos, se generalizó -en estos últimos- la apropiación privada de la tierra, el agua y los recursos naturales, con el propósito de usarlos como factores generadores de renta e ingresos monetarios. La apropiación de la mejor tierra en manos de unos pocos, significa la existencia de población sin acceso a la tierra y, por consiguiente, su supervivencia en tierras de inferior calidad o en casos de agotamiento de la frontera agrícola, la existencia de campesinos sin tierra. En el primer caso se produce el fenómeno de la renta diferencial que favorece a los propietarios de las mejores tierras, por una parte, mientras la presión demográfica obliga a la población restante a sobreexplotar las tierras de menor calidad y a incorporar y utilizar tierras cada vez más marginales o de frontera agropecuaria. Tal situación suele entrañar la destrucción de los bosques, la degradación de los suelos y de los ecosistemas correspondientes”.
Para el ya citado Bitlloch, la racionalidad económica imperante “se caracteriza por el desajuste entre las formas y ritmos de extracción, explotación y transformación de los recursos naturales y las condiciones ecológicas para su conservación, regeneración y aprovechamiento sustentable. La aceleración en los ritmos de rotación del capital y en la capitalización de la renta del suelo para maximizar las ganancias o los excedentes económicos en el corto plazo ha generado una creciente presión sobre el medio ambiente. Esta racionalidad económica ha estado asociada con patrones tecnológicos que tienden a uniformar los cultivos y a reducir la biodiversidad. De esta manera, la transformación de ecosistemas complejos en pastizales o campos de monocultivo ha conducido a una sobrexplotación del suelo, que declina rápidamente”. Los procesos de erosión de los suelos y reforestación han traído aparejado el agotamiento progresivo de la fauna y la flora del planeta, la destrucción de la corteza terrestre biológicamente activa y la desestabilización del clima y la temperatura que soportan la producción y regeneración sostenible de los recursos naturales. “En este contexto –añade Bitlloch- la tecnología ha desempeñado una importante función instrumental dentro de la racionalidad económica, estableciendo la relación de eficacia entre conocimiento y producción. Así, la tecnología -entendida como la organización del conocimiento para la producción- se ha insertado en los factores de la producción, determinando la productividad del capital y de la fuerza de trabajo”.
Esa fuerza de trabajo es la condición básica y fundamental de toda la vida humana. Así por lo menos lo consideraba Friedrich Engels (1820-1895) en el artículo “Anteil der arbeit an der menschwerdung des affen” (El papel del trabajo en el proceso de hominización del simio) escrito en junio de 1876 y publicado en la revista alemana “Die Neue Zeit” nº 44. “El trabajo es la fuente de toda riqueza, afirman los especialistas en economía política. Y en efecto, lo es junto con la naturaleza que provee los materiales que el trabajo convierte en riqueza. Pero el trabajo es muchísimo más, y lo es en tal grado que, hasta cierto punto, debemos decir que el trabajo ha creado al propio hombre”. Y agregaba: “Los capitalistas que dominan la producción y el intercambio sólo se ocupan de la utilidad más inmediata de sus actos. Más aún; incluso esta misma utilidad -por cuanto se trata de la utilidad de la mercancía producida o intercambiada- pasa por completo a segundo plano, apareciendo como único incentivo la ganancia obtenida en la venta”. Es decir, el capitalista produce sin tomar en consideración el posible agotamiento o degradación del recurso.
Cien años antes, el economista francés François Quesnay (1694-1774) decía en sus “Maximes générales de gouvernement economique d'un royaume agricole” (Máximas generales del gobierno económico de un reino agrícola) que la ciencia económica debía orientarse a "conseguir  la mayor producción posible mediante el conocimiento de los resultados físicos que aseguren la recuperación de los recursos invertidos". Quesnay le atribuía al hombre la capacidad de acrecentar y controlar a voluntad la producción mediante el trabajo con la ayuda de la ciencia, y consideraba que el valor de uso de las mercancías era más importante que el valor monetario, aunque aceptaba que éste era el que le otorgaba carácter de riqueza a las mercancías. Para Quesnay, la única forma de asegurar un crecimiento sostenido de esos valores monetarios era colaborar con las leyes de la tierra, para acrecentar el producto neto. Quesnay, junto a Anne Robert Jacques Turgot (1727-1781) y Pierre Samuel Du Pont de Nemours (1739-1817), también economistas franceses, fueron los fundadores de escuela de pensamiento económico conocida como fisiocracia, la que prevaleció durante el siglo XVIII y en la que la naturaleza, considerada como productora de riqueza, era el centro del análisis y las reflexiones económicas.
Con la irrupción de Adam Smith (1723-1790) se produce la ruptura con la ética de ese pensamiento y se sientan las bases del sistema económico imperante en la actualidad, el que sustituye toda actividad económica dirigida conscientemente hacia la satisfacción de las necesidades vitales por la acción autónoma del libre mercado. La sociedad moderna se ha transformado en una verdadera sociedad mercantil, donde los individuos necesariamente deben intercambiar sus productos a través de los mercados para poder sobrevivir. Para Smith, el mayor exponente de la corriente de pensamiento económico conocido como escuela clásica, los recursos naturales entran en juego sólo subsidiariamente a la preocupación fundamental que es el crecimiento económico. Algunos años más tarde, el economista inglés David Ricardo (1772-1823), exitoso corredor y especulador bursátil, profundizaría esa ruptura al considerar que las fuerzas naturales, lejos de incrementar el valor de las mercancías, lo mermaban, asignándole entonces a la fuerza de trabajo la única fuente de valor. Para Ricardo, el valor estaba determinado por el tiempo trabajado, teoría que él no desarrolló completamente y sí lo haría Karl Marx (1818-1883) al considerar que el sistema capitalista era intrínsecamente explotador del trabajador, ya que el capitalista se quedaba siempre con una parte del valor creado por los trabajadores.
Pero la ruptura definitiva con la naturaleza, se produjo en 1898 con la aparición de “Théorie de la production de la richesse sociale” (Teoría de la producción de la riqueza social) del economista francés Léon Walras (1834-1910), para quien el valor ya no se fundaba en el recurso natural del trabajo sino en la utilidad y la escasez. Si para Quesnay la única base de crecimiento estable de la riqueza era el crecimiento del producto material neto, cuidando siempre la naturaleza y haciendo la distinción entre recursos renovables y no renovables para garantizar la reproducción de esa riqueza, para Walras, la riqueza estaba formada por el "conjunto de cosas materiales (producción de bienes) e inmateriales (producción de servicios) que, por una parte, son útiles y que, por otra, no están a nuestra disposición más que en cantidad limitada". De esta manera se introducen nuevos elementos para la lógica capitalista de producción: las cosas escasas son valiosas, intercambiables y apropiables, y la riqueza puede ser una cosa inmaterial, lo cual permite su expansión sin fin al no estar limitada por la base material. Así sentó las bases del concepto de “crecimiento ilimitado”: ya no existen recursos renovables y no renovables, sólo existen materias primas inagotables como valores de cambio. La vieja concepción de Thomas Malthus (1766-1834) en cuanto a que la cantidad limitada de tierra agrícola constituía un obstáculo para el crecimiento ilimitado feneció definitivamente con la aparición de la llamada “escuela neoclásica” encabezada por el economista británico Alfred Marshall (1842-1924) con sus teorías sobre la oferta y la demanda, y su interés por la naturaleza sólo en cuanto a su operatividad. Para los economistas neoclásicos, el instrumento idóneo para el desarrollo de la economía es el “mercado”, ente abstracto que se encarga de evitar que se produzca la escasez de recursos mediante una eficiente asignación de precios. Si un recurso se agota, su precio se elevará y esto llevará a buscar sustitutos por medio de la ciencia.
El tema es que los ecosistemas han evolucionado durante millones de años y no pueden ser sustituidos ni recuperados por procedimientos tecnológicos. Para el historiador colombiano Renán Vega Cantor (1958), la desaparición de cualquiera de ellos supone eliminar posibilidades de subsistencia para los seres humanos por la sencilla razón de que "los ecosistemas hacen que la Tierra sea habitable purificando el aire y el agua, manteniendo la biodiversidad, descomponiendo y dando lugar al ciclo de nutrientes y proporcionándonos todo un abanico de funciones críticas". El autor de “El imperialismo ecológico” apunta que los ecosistemas reportan beneficios directos e indirectos a los seres humanos. “Entre los directos se destacan la obtención de plantas y animales como alimentos y materias primas o como recursos genéticos, y los indirectos toman la forma de servicios como control de la erosión, almacenamiento de agua por parte de plantas y microorganismos o la polinización por dispersión de semillas por insectos, aves y mamíferos”. De modo que es imposible la existencia de las sociedades humanas sin ecosistemas, ya que éstos son los motores productivos del planeta. Si se la privara de sus ecosistemas, la Tierra se parecería a las imágenes desoladas y sin vida que proyectaron desde Marte las cámaras de la NASA.
Pretender que la vida humana es posible sin los ecosistemas, o negar que el crecimiento económico ilimitado es naturalmente imposible, tal como afirman los  economistas y tecnócratas neoliberales, no es más que un intento de justificar el modelo de acumulación capitalista. Al respecto, resulta jocosamente absurdo y arrogantemente estúpido el aserto del escritor y miembro de la nobleza británica Adrian Berry (1937) en su “The next ten thousand years” (Los próximos diez mil años): “Contrariamente a lo que muchos creen, no hay límites al crecimiento. No hay ninguna razón por la que nuestra riqueza global, o por lo menos la riqueza de las naciones industriales, no siga creciendo indefinidamente a su promedio anual actual de un 3% o un 5%. Aunque se demuestre finalmente que los recursos de la tierra son finitos, los del Sistema Solar y los de la Gran Galaxia que lo rodea son, para todos los fines prácticos, infinitos”. El sociólogo y poeta español Jorge Riechmann (1962) en “Gente que no quiere viajar a Marte. Ensayos sobre ecología, ética y autolimitación” pone de manifiesto el dislate  que supone esta idea: "Quien crea que el crecimiento exponencial puede durar eternamente en un mundo finito, o es un loco o es un economista". En este caso se trató de un vizconde educado en el Eton College.
Para el economista norteamericano Paul Sweezy (1910- 2004), tal como escribió en “Capitalism and the environment” (El capitalismo y el medioambiente), desde su mismo nacimiento, el capitalismo ha sido “un gigante movido por la energía concentrada de individuos y pequeños grupos que perseguían resueltamente sus propios intereses, detenidos tan solo por la competencia mutua y controlados a corto plazo por las fuerzas impersonales del mercado y, a largo plazo, cuando el mercado falla, por devastadoras crisis”. Según Sweezy, la naturaleza y el trabajo humano se explotan en grado máximo para alimentar a ese gigante, mientras que la destrucción que se inflige a ambos se externaliza para que no recaiga sobre el propio sistema. “Implícitos en la noción misma del sistema se encuentran unos impulsos entrelazados y enormemente poderosos de creación y destrucción. Por el lado positivo, el impulso creador guarda relación con lo que la humanidad puede obtener de la naturaleza para uso propio; por el lado negativo, el impulso destructor incide con gran dureza sobre la capacidad de la naturaleza para responder a las demandas que se le hacen. Antes o después, claro está, ambos impulsos se mostrarán contradictorios e incompatibles”.
El estadounidense James Gustave Speth (1942), profesor de Derecho en la Vermont Law School y tenaz ambientalista, no tiene dudas en cuanto a que el capitalismo es inherentemente destructivo como sistema desde el punto de vista ecológico. En su obra más reciente -“Bridge at the edge of the world: capitalism, the environment and crossing from crisis to sustainability” (Un puente en el borde del mundo: capitalismo, medioambiente y el paso de la crisis a la sustentabilidad)- afirma categórico: “El capitalismo, tal como lo conocemos hoy, es incapaz de preservar el medioambiente, es destructivo, y no de un modo poco significativo, sino de forma que amenaza profundamente el planeta. Es la economía despiadada por antonomasia, dedicada a la búsqueda sin tregua de ganancias. De hecho, existen dentro de él diversos sesgos que favorecen el presente por encima del futuro y lo privado por encima de lo público”. En definitiva, es un modelo económico fallido que pretende someter todos los ciclos vitales de la naturaleza a las reglas del mercado y al dominio de la tecnología, la privatización y mercantilización de la naturaleza y sus funciones. O, como señalara el sociólogo alemán Herbert Marcuse (1898-1979) en “Industrialisierung und kapitalismus” (Industrialización y capitalismo): “en el desarrollo de la racionalidad capitalista, la irracionalidad se convierte en razón; razón como desarrollo desenfrenado de la productividad, conquista de la naturaleza, ampliación de la masa de bienes; pero irracional, porque el incremento de la productividad, del dominio de la naturaleza y de la riqueza social se convierten en fuerzas destructivas”.