19 de mayo de 2013

Entremeses literarios (CLXVII)


VAIVENES
Enrique Estrázulas
Uruguay (1942)

Miró el desgarro de los arrabales como si fuera el suyo (que era otro, que no moriría con él) y creyó que en cualquier punto del universo convergían todos los puntos. Pronunció y escribió asombrosas palabras sobre lo medular de la vida y de la muerte, dispersó juicios de humor negro -humor exacto y pavoroso- sobre las cosas inmediatas: la escritura fugaz de las noticias, las efímeras dictaduras y la dudosa libertad, juicios que se encargaron de ocultar, para los ojos de los agravios, sus memorables páginas. Posó de canalla con maestría. Sintió nostalgias europeas como todos los rioplatenses y como pocos rioplatenses entendió que era un europeo en el destierro. Esa percepción cabal no lo hizo menos argentino ni menos oriental. Imaginó extraordinariamente a los malevos, a los fantasmas y a los tigres, a los héroes y a los cobardes. Y como todos los puntos del universo convergen en un sólo punto, sus patrias fueron Bue­nos Aires, Ginebra, Montevideo, el Paso del Molino, Londres y Turdera, Austin y Adrogué, el Japón y La Batería, Fray Bentos, Roma y Palermo Viejo, Islandia y Maipú 994. Fue concebido en la estancia San Francisco de la Banca Oriental y vio la luz en Buenos Aires como un lento crepúsculo. Se enamoró de seres imaginarios entre los que incluyó a María Kodama como real, en la frontera del alba y el ocaso. A causa de una distracción cumplió ochenta y seis años y entonces murió. El hombre que reinventó el idioma castellano, que venció temas y argumentos imposi­bles yace en un cementerio suizo y todavía es soñado por María quien, como en el cuento "Las ruinas circulares", sueña que Borges la sueña.


EL ABUELO
Fernando Vicente
España (1972)

Cada sábado por la noche, cuando mis padres salían a cenar por ahí, mi hermano y yo despertábamos al abuelo y le hacíamos beber media botella de anís. Luego, ya borracho, sentados en su cama le enseñábamos fotos recortadas de revistas y le decíamos que era el álbum familiar. En su delirio, mi abuelo reconocía todas las caras como familiares y nos contaba la historia de cada una. "Esta es la tía Nuri, este es mi hermano Pepe, esta es una novia que tuve antes de conocer a vuestra abuela y que era 'madame' de un 'meublé' en Barcelona...". Cuando mi abuelo se volvía a dormir farfullando, nos íbamos a la cama entre risas. Un año, a mi hermano se le ocurrió enseñarle fotos de un funeral. Mi abuelo nos dijo que eran imágenes de su entierro y que aquella tumba era la suya. Enmudeció de repente, cerró los ojos y nunca más volvió a abrirlos.


FOSFORECENCIAS
Diego Mora
Costa Rica (1983)

El jefe del departamento financiero le reclamó personalmente al agente de ventas, advirtiéndole que por disposición del gerente en adelante se lo descontarían de su salario. El agente llamó por teléfono al distribuidor independiente que se lo había entregado, quien indicó que en ese estado se lo había devuelto la dueña de una pulpería. El distribuidor se vio comprometido y al día siguiente visitó el negocio. La dueña le explicó que había sido una muchacha, quien un poco molesta llegó diciendo que se lo habían vendido defectuoso. Llamaron a la muchacha, que llegó a la pulpería con su hijo. El niño llorando dijo que lo había usado sin permiso hasta estropearlo. La joven madre se disculpó, pero no lo devolvió, por lo que el distribuidor se vio obligado a llamar al agente de ventas, quien de inmediato se comunicó con el departamento financiero, indicando los pormenores de la devolución y sustitución del artículo código B2-41 marca Starlet, tamaño mediano, color verde fosforescente a precio de introducción. De inmediato le aseguraron que ya no tenía de qué preocuparse, porque el gerente se había tomado la tarde libre para visitar a su hijo, quien le esperaba con una carta pintada en verde fosforescente.


HOMENAJE COMPROMETIDO
Leonardo Dolengiewich
Argentina (1986)

Estamos aplaudiendo hace diez minutos. No podemos parar, estamos obligados. Tenemos las palmas rojas pero seguimos. Ya van treinta minutos. Algunos están lastimados. Más sabemos que el castigo a la desobediencia podría ser severo. Una hora. A todos nos sangran las manos. El agasajado toma el micrófono. Dice que no exageremos, que se nota. Seguimos aplaudiendo.


EL DUENDE
Beatriz Alonso Aranzábal
España (1963)

Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito, el cepillo de plata y la polvera dorada, pero aún tenían que pasar algunos años. Y, mientras, mi abuela seguiría lamentando que los duendes, o los ratones, descolocasen cada noche su tocador. Mi madre seguiría atosigando a mi padre para que ingresara en una residencia a su señora madre, que daba ya demasiadas muestras de senilidad. Y yo, el hombrecito de la casa, seguiría esperando cada noche a que todos estuviesen dormidos para entrar en la alcoba de la abuela, y jugar a ser la mujer que había dentro de mí.


EL JABALÍ
Fari Rosario
República Dominicana (1981)

El jabalí avanza sin mirar atrás; viene de la montaña, y ahora recorre el camino a toda prisa. Trata de esconderse de una sombra que lo persigue. Avanza buscando el río de un modo furtivo, pues ha llegado ha pensar que en cuanto llegue al mismo,  la sombra desaparecerá o perderá sus huellas. Pero ya próximo al agua, el jabalí percibe otra sombra, esbelta, vertical, zigzagueándose con un rifle o escopeta. Entonces el jabalí cae en cuenta que no sólo es una sombra; ahora son dos sombras las que lo persiguen.


QUIERO TENER UNA NOVIA EN BERNAL
Ricardo A. Mayr
Argentina (1950-2002)

Me gustaría tener una novia primorosa y dulce en Bernal, para poder ir a visitarla los domingos henchido de ufanía y rebosante de anhelo. Desde tem­prano desearía con impaciencia que llegara la hora y, saliendo después de almorzar, caminaría contento bajo el solecito de invierno hasta Constitución. Entrando en la estación con el recogimiento que provoca un templo, atisbaría el alto techo pletórico en tragaluces que permiten el resol, me mezclaría con pasajeros pachorrudos pero atentos al tablero indicador, formaría fila para adquirir un boleto que también me garantizara la vuelta, y rumbearía satisfecho aunque parco hacia el andén. Subido al tren de las 15, aguardaría a que partiese de una vez, descifrando rostros anónimos o viendo distraído el vuelo de las palomas bajo la bóveda colosal. Me alegraría oír la bocina de la locomotora, y con entusiasmo, asomado, sentiría la progresiva aceleración de la marcha que dejara atrás a los viajeros rezagados. Sentado junto a una ventanilla que diese al Este, extraviaría la vista en el horizonte tratando de penetrar más allá de las posibilidades, paulatinamente me aletargaría por el monótono golpeteo de las ruedas en las junturas de los rieles, y me abandona­ría a la fantasía. Permitiría que la placidez embargara mi espíritu, me enfrasca­ría en pensamientos inaveriguables, me entregaría al lúdico delirio. Y aunque fuera por un solo minuto, creería en la inmortalidad. Ya cruzaríamos el melancólico Riachuelo, ya atravesaríamos el decli­nante suburbio. Acaso me contristarían las fábricas adormecidas y las casas grises con techo de zinc. Pero sería apenas por un momento. En lontananza la dársena, las destilerías, el humo de las chimeneas confundido con el cielo, me atraerían, me llamarían. Y de súbito me envolvería una irrefrenable acucia de tocar los confines del mundo, de palpar la inmensidad anonadadora, de poseer lo inmarcesible: la eternidad. Y cuando pasásemos por el estadio de Independiente, querría que el ma­quinista pegara bocinazos mientras la multitud apretujada se desgañitara con fervor por el partido. Un muchachuelo trepado a una torre de iluminación agitaría una bandera en son de saludo, y emulando la gentileza, yo levantaría una mano con candidez pueblerina. Rebasando las tribunas, un mar de papelitos todavía flotaría en el aire por la brisa, y yo imaginaría ser el astro de la afición. El guarda picaría mi boleto desvaneciendo la ilusión de gloria, pero brindándome la oportunidad de conversar, de sentirme verdadero. Un vende­dor ambulante me ofrecería chucherías, una mujer sencilla me preguntaría la hora. Entretanto, a hurtadillas, titubeante, el tren seguiría el curso inevitable, dejando a su paso antiguas estaciones que el progreso aún no logró archivar. Mi cara reflejada en la ventanilla opuesta me acecharía, y a medida que nos acercáramos a destino, su ansiedad me obligaría a trepidar...
Si tuviera una novia primorosa y dulce en Bernal, me bajaría impruden­temente del vagón antes que se detuviera del todo, y al trotecito por la plataforma, ganaría la salida para sortear el paso a nivel. En las cercanías de la barrera compraría un ramo de rosas rojas, y en una confitería una caja de bombones. Por la vereda que entibiaran los rayos, describiría el trayecto de ocho o diez cuadras hasta su trono, ideándola radiante, sabiéndola real. Andaría presuroso, atolondrado, con el corazón palpitante a más no poder. Y cuando llegara, ella me estaría esperando con una falda corta y medias de colegiala, suéter de lana y perfume de jazmín. Luego de mirarnos fijamente un instante, la asiría de la cintura como si fuera de frágil cristal y, acercán­dola, mis labios rozarían los suyos sellando el reencuentro sublime. Toma­dos de la mano, surcaríamos el jardín y entraríamos en la casa; yo con el temor de profanar la armonía hogareña. ¿No estaría, quizás, cometiendo alguna irreverencia? ¿No me estaría inmiscuyendo donde no me correspon­de? Más sería recibido por sus padres con deferencia, y ante el menor des­cuido de ellos, le estaría robando una caricia. Solícita y complaciente, se interesaría por mi actividad de la semana., por mis preocupaciones, por mis proyectos. Y charlaríamos sin pausa, reiríamos juntos y el tiempo se nos escurriría sin darnos cuenta. Al llegar la noche yo no sufriría, al revés de los otros días, el que otro día se hubiera ido para siempre. Subiríamos a la terraza para contemplar el firmamento y abrazados pediríamos un deseo cuando divisáramos alguna estrella fugaz...
Si tuviera una novia primorosa y dulce en Bernal, no me restarían ganas de regresar a la soledad de mi cuarto en la Capital. Retardaría el forzoso retorno contando anécdotas de antaño, tocando con la guitarra unos acordes apenas ensayados, o prolongando el postre y el café. Pero como el tren de las 23.10 no toleraría mi impuntualidad, después de una apasionada despedida arribaría a la estación jadeante por el tranco largo, medroso de ambular a esas horas por alejados andurriales... Si tuviera una novia primorosa y dulce en... ¡Pucha!, ¡ya es mediodía y la desaprensiva de Clara no me viene a atender! La silla de ruedas quedó lejos de mi cama y no la puedo alcanzar...


EL QUE RÍE AL ÚLTIMO…
Angélica Santa Olaya
México (1962)

Todos querían su parcela en la Luna. Brasileños, argentinos, chilenos... nadie podía quedarse atrás. Salvadoreños, venezolanos, cubanos, mexicanos y colombianos -queriendo salvar la vida- rompieron sus alcancías para pagar 51 dólares por un título de propiedad y un pasaporte a la Luna. Cuando todos los compradores, centro y sudamericanos, estuvieron dentro de la nave que los llevaría al camino celeste para ocupar su propiedad, el "american way of life" extendió sus largos tentáculos y se dispuso a ocupar las tierras abandonadas en menos de lo que un tonto llegó a la luna, convirtiéndose, por fin, en el realizado sueño de todos.


CUERDAS
Marcos Silber
Argentina (1934)

El trapecista se desliza desde las clavijas hasta el puente del violín de su proeza. El violinista recorre su tensa marcha -sin red- de uno a otro punto de su proeza. A uno y otro se le vuelca el vaso de la fortuna y canta victoria la bruja del fracaso. El desterrado del amor subido a la mesa del cadalso liga ambas cuerdas, se rodea una dos tres veces el cuello, se deja caer en el aire como si nada.


EL SORPRENDENTE CUERPO HUMANO
Fernando Vicente
España (1972)

Tal día como hoy, pero de 1929, John Miles Carter III saltó desde la ventana de su despacho en la planta veinticinco del edificio del banco que presidía y descubrió dos cosas sorprendentes acerca del cuerpo humano. La primera fue que, si aplicaba la presión justa en un punto concreto del plexo solar a la vez que juntaba los omóplatos al máximo, se producía una reordenación de los huesos del cuerpo que variaba su centro de gravedad y resistencia al aire, de modo que podía volar. Enseguida se dio cuenta de que, si además abría o cerraba los puños, no solo planeaba, sino que remontaba el vuelo. Mientras volaba, fantaseó con la celebridad que le otorgaría este descubrimiento, pero le azoró la duda de si debería guardarse el secreto para explotarlo comercialmente o hacerlo público y permitir el acceso libre a los misterios del vuelo humano autónomo. La segunda cosa que aprendió aquella mañana sobre el cuerpo humano fue la extraordinaria capacidad del cerebro para pergeñar tales fantasías en los cuatro segundos que duró su caída.