5 de octubre de 2013

Periodismo de autor (VIII). Tomás Eloy Martínez: "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI"

El narrador y periodista Tomás Eloy Martínez (1934-2010) nació en Tucumán, Argentina, ciudad en cuya universidad se graduaría como licenciado en Literatura Española y Latinoamericana. Radicado en Buenos Aires, ejerció como crítico de cine para el diario "La Nación" entre 1957 y 1961 y fue jefe de redacción del semanario "Primera Plana" hasta 1969. Entre este año y 1970 fue corresponsal de la editorial Abril en Europa, con sede en París. Allí obtendría una maestría en Literatura en la Universidad de París VII. Posteriormente fue director del semanario "Panorama" y dirigió el suplemento cultural del diario "La Opinión" hasta 1975, año en que tuvo que partir al exilio en Caracas, Venezuela, debido a las amenazas de la Triple A. En Venezuela continuó su labor periodística en el diario "El Nacional" y fundó "El Diario de Caracas", del que fue director de Redacción y, en 1991, participó en la creación del diario "Siglo 21" de Guadalajara, México, que se editó hasta diciembre de 1998. De regreso en Buenos Aires, colaboró en la revista "El Porteño" y en el diario "Página/12". Luego sería columnista permanente de los diarios "La Nación" de Argentina, "El País" de España y "The New York Times" de Estados Unidos.
Fecundo novelista ("La mano del amo", "El vuelo de la reina", "El cantor de tango", entre otras), sus obras más conocidas transitaron la veta intermedia entre ficción e historia tal como sucedió en "La novela de Perón" y "Santa Evita", las que lograron una enorme difusión internacional. También fue guionista cinematográfico y ensayista, género en el que sobresalen "Estructuras del cine argentino", "Ficciones verdaderas" y "Lugar común la muerte". Sus crónicas periodísticas las volcó en "La pasión según Trelew", "Las memorias del General. Una crónica sobre los años '70 en Argentina", "El sueño argentino" y "La otra realidad".
"Para mí -declaró Tomás Eloy Martínez-, el periodismo ha sido un buen modo de ganarme el pan. Un modo decoroso, esforzado y muy laborioso. El periodismo generalmente no está bien pagado, pero sea cual fuese el salario yo he procurado dar lo mejor de mí, porque lo que siempre me pareció es que estaba en juego mi persona, mi ser, mi naturaleza humana, y no lo que recibiese a cambio. Eso es lo que me ha dado el oficio. Ser periodista, escribió Gabriel García Márquez, es el mejor oficio del mundo pues el periodista, al decir de Carpentier, es un cronista de su tiempo. El ejercicio del periodismo supone llevar a cuestas la lección del Principito y descifrar lo que es invisible a los ojos".


A continuación se reproducen algunos fragmentos de la conferencia que pronunció el 26 octubre de 1997 ante la asamblea de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP) que se llevó a cabo en la ciudad de Guadalajara, México. El texto íntegro de dicha conferencia fue publicado originalmente bajo el título "Periodismo y narración. Desafíos para el siglo XXI" por la Fundación para un Nuevo Periodismo Iberoamericano en Cartagena ese mismo año. En el suplemento cultural del diario "La Nación", el texto actualizado, reestructurado y titulado "El periodismo vuelve a contar historias" apareció el 21 de noviembre de 2001. Allí, Martínez esbozó varias de las características propias de la redacción en los diarios en los tiempos que corren y planteó algunas ideas de interés en el marco de la vieja y compleja relación del periodismo y la ficción.

PERIODISMO Y NARRACIÓN. DESAFÍOS PARA EL SIGLO XXI

Los seres humanos perdemos la vida buscando cosas que ya hemos encontrado. Todas las mañanas, en cualquier latitud, los editores de periódicos llegan a sus oficinas preguntándose cómo van a contar la historia que sus lectores han visto en la televisión ese mismo día o han leído en más de una página de Internet. ¿Con qué palabras narrar, por ejemplo, la desesperación de una madre a la que todos han visto llorar en vivo delante de las cámaras? ¿Cómo seducir, usando un arma tan insuficiente como el lenguaje, a personas que han experimentado con la vista y con el oído todas las complejidades de un hecho real? Ese duelo entre la inteligencia y los sentidos ha sido resuelto hace algunos siglos por las novelas, que todavía están vendiendo millones de ejemplares a pesar de que algunos teóricos decretaron, hace dos o tres décadas, que la novela había muerto para siempre. También el periodismo ha resuelto el problema a través de la narración, pero a los editores les cuesta aceptar que ésa es la respuesta a lo que están buscando desde hace tanto tiempo.
Eso no significa que haya menos información: hay más. Sucede que la información no viene digerida para un lector cuya inteligencia se subestima, como en los periódicos convencionales, sino que se establece un diálogo con la inteligencia del lector, se admite de antemano que ha visto la televisión, ha leído acaso algunos sitios de Internet y, sobre todo, que tiene una manera personal de ver el mundo, una opinión sobre lo que pasa. La gente ya no compra diarios para informarse. Los compra para entender, para confrontar, para analizar, para revisar el revés y el derecho de la realidad. Lo que buscan las narraciones a las que estoy aludiendo es que el lector identifique los destinos ajenos con su propio destino. Que se diga: a mí también puede pasarme esto. Hegel primero, y después Borges, escribieron que la suerte de un hombre resume, en ciertos momentos esenciales, la suerte de todos los hombres. Esa es la gran lección que están aprendiendo los periódicos en este comienzo de siglo.
Cada vez son menos los diarios que siguen dando noticias obedeciendo el mandato de responder en las primeras líneas a las seis preguntas clásicas o, en inglés, las cinco W: qué, quién, dónde, cuándo, cómo y por qué. Ese viejo principio estaba asociado, a la vez, con un respeto sacramental por la pirámide invertida, que fue impuesta por las agencias informativas hace más de un siglo, cuando los diarios se componían con plomo y antimonio y había que cortar la información en cualquier párrafo para dar cabida a la publicidad de última hora o a las noticias urgentes. Aunque en todas las viejas reglas hay una cierta sabiduría, no hay nada mejor que la libertad con que ahora podemos desobedecerlas. La única dictadura técnica de las últimas décadas es la que imponen los diagramadores, y éstos, cuando son buenos periodistas, entienden muy bien que una historia contada con inteligencia tiene derecho a ocupar todo el espacio que necesita, por mucho que sea: no más, pero tampoco menos.
De todas las vocaciones del hombre, el periodismo es aquélla en la que hay menos lugar para las verdades absolutas. La llama sagrada del periodismo es la duda, la verificación de los datos, la interrogación constante. Allí donde los documentos parecen instalar una certeza, el periodismo instala siempre una pregunta. Preguntar, indagar, conocer, dudar, confirmar cien veces antes de informar: ésos son los verbos capitales de una profesión en la que toda palabra es un riesgo. A la vez, no se trata de narrar por narrar. Algunos jóvenes periodistas creen, a veces, que narrar es imaginar o inventar, sin advertir que el periodismo es un oficio extremadamente sensible, donde la más ligera falsedad, la más ligera desviación, pueden hacer pedazos la confianza que se ha ido creando en el lector durante años. No todos los redactores saben narrar y, lo que es más importante todavía, no todas las noticias se prestan a ser narradas. Pero antes de rechazar el desafío, un periodista verdadero debe preguntarse si se puede hacer y, luego, si conviene o no hacerlo.
Sin embargo, no hay nada peor que una noticia en la que el redactor se finge novelista y lo hace mal. Los diarios del siglo XXI prevalecerán con igual o mayor fuerza que ahora si encuentran ese difícil equilibrio entre ofrecer a sus lectores informaciones que respondan a las seis preguntas básicas e incluyan además todos los antecedentes y el contexto que esas informaciones necesitan para ser entendidas sin problemas, pero también, sobre todo, un puñado de historias, seis, siete o diez historias en la edición de cada día, contadas por cronistas que también sean eficaces narradores. La prensa escrita, que invierte fortunas en estar al día con las aceleradas mudanzas de la cibernética y de la técnica, presta mucha menos atención -me parece- a las más sutiles e igualmente aceleradas mudanzas de los lenguajes que prefiere su lector. Casi todos los periodistas están mejor formados que antes, pero tienen -habría que averiguar por qué- menos pasión; conocen mejor a los teóricos de la comunicación pero leen mucho menos a los grandes novelistas de su época.


Un periodista que conoce a su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad a la verdad. A la avidez de conocimiento del lector no se la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca con golpes de efecto sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta con la información precisa. Cada vez que un periodista arroja leña en el fuego fatuo del escándalo está apagando con cenizas el fuego genuino de la información. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes, sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear, para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos injusta.
Uno de los más agudos ensayistas norteamericanos, Hayden White, ha establecido que lo único que el hombre realmente entiende, lo único que de veras conserva en su memoria, son los relatos. White lo dice de modo muy elocuente: "Podemos no comprender plenamente los sistemas de pensamiento de otra cultura, pero tenemos mucha menos dificultad para entender un relato que procede de otra cultura, por exótica que nos parezca". Un relato, según White, siempre se puede traducir "sin menoscabo esencial", a diferencia de lo que pasa con un poema lírico o con un texto filosófico. Narrar tiene la misma raíz que conocer. Ambos verbos tienen su remoto origen en una palabra del sánscrito, "gnâ" , conocimiento.
El periodismo nació para contar historias, y parte de ese impulso inicial que era su razón de ser y su fundamento se ha perdido ahora. Dar una noticia y contar una historia no son sentencias tan ajenas como podría parecer a primera vista. Por lo contrario: en la mayoría de los casos, son dos movimientos de una misma sinfonía. Los primeros grandes narradores fueron, también, grandes periodistas. Entendemos mucho mejor cómo fue la peste que asoló Florencia en 1347 a través del "Decamerón" de Boccaccio que leyendo todos los documentos de esa época. Y, a la vez, no hay mejor informe sobre la educación en Inglaterra durante la primera mitad del siglo XIX que la magistral y caudalosa "Nicholas Nickleby" de Charles Dickens. La lección de Boccaccio y la de Dickens, como las de Daniel Defoe, Balzac y Proust, pretende algo muy simple: demostrar que la realidad no nos pasa delante de los ojos como una naturaleza muerta sino como un relato, en el que hay diálogos, enfermedades, amores, además de estadísticas y discursos.
No es por azar que, en América Latina, todos, absolutamente todos los grandes escritores fueran alguna vez periodistas: Vallejo, Huidobro, Borges, García Márquez, Fuentes, Onetti, Vargas Llosa, Asturias, Neruda, Paz, Cortázar, todos, aun aquellos cuyos nombres no cito. Ese tránsito de una profesión a otra fue posible porque, para los escritores verdaderos, el periodismo nunca es un mero modo de ganarse la vida sino un recurso providencial para ganar la vida. En cada una de sus crónicas, aun en aquellas que nacieron bajo el apremio de las horas de cierre, los maestros de la literatura latinoamericana comprometieron el propio ser tan a fondo como en sus libros decisivos. Sabían que, si traicionaban la palabra hasta en la más anónima de las gacetillas de prensa, estaban traicionando lo mejor de sí mismos. Un hombre no puede dividirse entre el poeta que busca la expresión justa de nueve a doce de la noche y el redactor indolente que deja caer las palabras sobre las mesas de redacción como si fueran granos de maíz. El compromiso con la palabra es a tiempo completo, a vida completa. El periodismo no es una camisa que uno se pone encima a la hora de ir al trabajo. Es algo que duerme con nosotros, que respira y ama con nuestras mismas vísceras y nuestros mismos sentimientos.


Las semillas de lo que hoy se entiende en el mundo entero por nuevo periodismo fueron arrojadas aquí, en América Latina, hace un siglo exacto. A partir de las lecciones aprendidas en "The Sun", el diario que Charles Danah tenía en Nueva York y que se proponía presentar, con el mejor lenguaje posible, "una fotografía diaria de las cosas del mundo", maestros del idioma castellano como José Martí, Manuel Gutiérrez Nájera y Rubén Darío se lanzaron a la tarea de retratar la realidad. Todos obedecían, en mayor o menor grado, a las consignas de Danah y las que, hacia la misma época, establecía Joseph Pulitzer: sabían cuándo un gato en las escaleras de cualquier palacio municipal era más importante que una crisis en los Balcanes y usaban sus asombrosas plumas pensando en el lector antes que en nadie.
Cada vez que las sociedades han cambiado de piel o cada vez que el lenguaje de las sociedades se modifica de manera radical, los primeros síntomas de esas mudanzas aparecen en el periodismo. En el gran periodismo se pueden siempre descubrir los modelos de realidad que se avecinan y que aún no han sido formulados de manera consciente. Pero el periodista, a la vez, no es policía ni censor ni fiscal. El periodista es, ante todo, un testigo: acucioso, tenaz, incorruptible, apasionado por la verdad, pero sólo un testigo. Su poder moral reside, justamente, en que se sitúa a distancia de los hechos mostrándolos, revelándolos, denunciándolos, sin aceptar ser parte de los hechos. Un periodista no es un novelista, aunque debería tener el mismo talento y la misma gracia para contar de los novelistas mejores. Un buen artículo no siempre es una rama de la literatura, aunque debería tener la misma intensidad de lenguaje y la misma capacidad de seducción de los grandes textos literarios. Y, para ir más lejos aún y ser más claro de lo que creo haber sido, un buen diario no debería estar lleno de grandes relatos bien escritos, porque eso condenaría a sus lectores a la saturación y al empalagamiento. Pero si los lectores no encuentran todos los días, en los periódicos que leen, una crónica, una sola crónica, que los hipnotice tanto como para que lleguen tarde a sus trabajos o como para que se les queme el pan en la tostadora del desayuno, entonces no tendremos por qué echarles la culpa a la televisión o a Internet de los eventuales fracasos, sino a nuestra propia falta de fe en la inteligencia de los lectores.
A comienzos de los años '60 solía decirse que en América Latina se leían pocas novelas porque había una inmensa población analfabeta. A fines de esa misma década, hasta los analfabetos sabían de memoria los relatos de narradores como Gabriel García Márquez, Jorge Luis Borges o Julio Cortázar por el simple hecho de que esos relatos se parecían a las historias de sus parientes o de sus amigos. Contar la vida, como querían Charles Danah y José Martí, volver a narrar la realidad con el asombro de quien la observa y la interroga por primera vez: ésa ha sido siempre la actitud de los mejores periodistas y ésa será, también, el arma con que los lectores del siglo XXI seguirán aferrados a sus periódicos de siempre. Es verdad que, en algunos casos, la brutalidad o la tontería del Poder imponen la retórica excluyente del silencio. Para poder hablar después hay que sobrevivir ahora. Esa fue la desgarradora alternativa que afrontaron los internados de los campos de concentración, donde quiera existieron esos campos: en Auschwitz, en la isla Dawson, en los chupaderos de Buenos Aires. ¿Enfrentarse al Poder con la certeza de la derrota o fingir resignación ante el Poder para dar luego testimonio de la ignominia? Pero cuando el silencio dura demasiado tiempo, la palabra corre el riesgo de contaminarse, de volverse cómplice. Para hablar hace falta valor, y para tener valor hace falta tener valores. Sin valores, más vale callar.