13 de febrero de 2014

Evocando a Michelangelo Antonioni (4). El ojo que se mira a sí mismo (Marcelo Figueras)

En su última etapa como realizador, Antonioni filmó el documental "Chung Kuo, Cina" (Chung Kuo, China) y varios cortometrajes. En los años '80 realizó dos films: "Il mistero di Oberwald" (El misterio de Oberwald) e "Identificazione di una donna" (Identificación de una mujer). El primero, una relectura de la obra teatral "L'aigle à deux têtes" (El águila de dos cabezas) de Jean Cocteau (1889-1963), le sirvió como campo de experimentación para probar la textura y las posibilidades de un soporte por entonces relativamente nuevo, el video, al que le extrajo sus colores más rabiosos. El segundo es sesgadamente autorreferencial: la historia de un cineasta italiano que después de años en el exterior vuelve a filmar a Roma era un poco la suya, como también su inadecuación al mundo. El influyente crítico de cine francés Serge Daney (1944-1992) diría por entonces: "Ya casi nadie sabe (o ve) hacer cine como Antonioni. Este film se hallará muy alejado del gusto actual y de su chatura o, al contrario, demasiado conforme al 'Antonioni de siempre', convertido ya en monumento histórico. No sería justo que tales cosas ocurran. A pesar de la belleza plástica de cada instante, surge del film un fuerte sentimiento de impaciencia, debido quizás al deseo de recuperar el tiempo perdido". Ninguna de las dos películas fue distribuida en Estados Unidos. Como ocurrió prácticamente a lo largo de toda su carrera, el público mayoritario mostró un distanciamiento con respecto a su trabajo debido probablemente a la incomprensión de un cine que conjugaba el entusiasmo de la experimentación con la fuerza poética y la palabra pensante; tendencias del arte, la filosofía y la cultura contemporáneas; interrogantes sobre el sujeto y el mundo, el lenguaje y la visión que ayudan a definir la naturaleza intempestiva del mundo moderno. 
Ya muy enfermo, en 1995 se animó a codirigir junto a Wim Wenders (1945) el que sería su último largometraje: "Al di là delle nuvole" (Más allá de las nubes). Nueve años después aún participó con el fragmento "Il filo pericoloso delle cose" (El hilo peligroso de las cosas) en "Eros", una película en la que también participaron Steven Soderbergh (1963) y Wong Kar-wai (1958). Salvo por algunos momentos aislados, las realizaciones no fueron una experiencia feliz y no alcanzaron para que una nueva generación de espectadores mostrara su interés por el director nacido en Ferrara. Domènec Font (1950-2011), teórico del cine y catedrático universitario español, consideró tras el estreno en 2004 de "Lo sguardo di Michelangelo" (La mirada de Michelangelo), un cortometraje sobre el Moisés de Michelangelo Buonarroti 
(1475-1564), que "toda reflexión desde el presente sobre el cine de Antonioni plantea problemas de focalización entre la mirada cercana y la mirada distante, dos fronteras bastante imprecisas donde se diluyen las formas humanas y los relatos. No resulta fácil hoy moverse en el interior del cine de Michelangelo Antonioni. Él creaba su propia realidad, intimista, escarbando en los sentimientos de una burguesía introvertida, encontrando barreras impenetrables, distancias abismales entre hombres y mujeres, como si un cable se hubiera desconectado y la señal se hubiera extraviado para siempre".
De todo aquello hoy queda más que nada el registro del espíritu de una época, la diagnosis casi antropológica de un determinado momento y de una determinada generación. Pero si hay algo que permanece inalterablemente vivo y presente del cine de Antonioni, si hay algo que afirma su modernidad a ultranza es la manera en que percibía el mundo, la sensibilidad de su mirada, su capacidad de esculpir en el tiempo. Su técnica, que difería de película a película, era totalmente instintiva y nunca sobre la base de consideraciones anteriores. Pensaba que las películas no se debían hacer para entretener a la audiencia, ganar dinero o alcanzar la popularidad. Creía que el cine debía ser hecho para ser tan bueno como sea posible y le parecía que esa era la mejor manera de trabajar y ser digno de confianza en el mundo de las producciones cinematográficas. Todas propuestas sobre el propio cine, "ese arte dotado de todas las posibilidades pero prisionero de todos los prejuicios", como dijera el teórico y crítico francés Alexandre Astruc (1923), "como un modo de escritura y una experiencia estética de ruptura. Ideas todas ellas que, como los mismos personajes antonionianos, salieron de cuadro y no volvieron a aparecer, pero que desde nuestras espaldas delatan muchas aporías del presente. Recuperar el eco de esta historia no equivale a convocar los fantasmas sino acreditar un paréntesis moral  que el cine moderno impuso a nuestras conciencias".
"En pleno reinado de la postmodernidad, Antonioni parece estar de sobras -dice el antes mencionado Font-. Por fortuna, el cine de Antonioni no precisa de jurisdicciones ni fulguraciones maníacas. Ninguno de sus films es tan árido, frío y dogmático como los conceptos utilizados en su crédito pudieran hacernos sospechar. Sus propuestas exploran los síntomas del hombre moderno de forma menos dogmática que el veredicto de sus críticos. Y, desde luego, su obra es tan determinante para la cultura contemporánea que puede soportar los vaivenes -de admiración o de recelo- de las épocas y los cambios de escala, algo que apenas  soportan la mayoría de sus discípulos. Se trata, pues, de navegar por las figuras distintivas del particular estilo de Antonioni buscando modos de uso, pistas de reconocimiento para proyectar algunas interrogaciones sobre nuestro presente. Movernos cual sonámbulos- espectros entre la neblina, como los personajes antonionianos- para plantear cuestiones en torno a su cine, a la fuerza hipnótica de muchas de sus películas y la turbulencia secreta que hoy todavía segregan, tal vez porqué los lugares siguen siendo frágiles y los tiempos inhabitados. Y porque la imagen fílmica se agota entre la fragilidad y la incertidumbre, flota entre experiencias transitorias en cuyo curso catastrófico nos sentimos arrastrados y pocos cineastas contemporáneos han sido tan sensibles al carácter fúnebre del gesto cinematográfico y a la inexorable disolución de sus fundamentos como Michelangelo Antonioni".
Marcelo Figueras (1962) es un novelista, guionista cinematográfico y periodista argentino que publicó su primera novela -"El muchacho peronista"- a los treinta años. Luego vinieron otras, como "El espía del tiempo", "Kamchatka", "La batalla del calentamiento", "Aquarium", "El año que viví en peligro" y "Gus Weller rompe el molde", varias de ellas traducidas a numerosos idiomas. También es autor de "Jim Morrison. Una plegaria americana", una biografía del mítico cantante de The Doors. Ha trabajado en revistas como "El Periodista", "Humor", "Fierro" y el mensuario "Caín", del que fue director. También ha escrito para la revista española "Planeta Humano" y el diario "El País", y fue editor de los suplementos "Espectáculos" y "Cultura" y de la revista "Viva" del diario "Clarín". En el ámbito cinematográfico ha escrito los guiones de "Plata Quemada", "Kamchatka", "Peligrosa obsesión", "Rosario Tijeras" y "Las viudas de los jueves", con los que ganó varios premios. Cuando, tras el fallecimiento de Antonioni, el diario "Página/12" dedicó buena parte de su suplemento "Radar" a recordar su obra, Figueras participó con su texto "El ojo que se mira a sí mismo" para homenajearlo. Como otros, también eligió el film "El pasajero", famoso, entre otras cosas, por contener sobre el final uno de los planos secuencia más complejos que se recuerden.
De algo más de seis minutos de duración, la escena comienza en el interior de una habitación mostrando a Jack Nicholson (1937), el protagonista principal de la película, tumbado en la cama y la cámara enfoca el exterior a través de los barrotes de una ventana. Es una polvorienta plaza en algún lugar al norte de Africa. La cámara se acerca lentamente a la ventana, atraviesa los barrotes y la escena continúa, girando en el sentido de las agujas del reloj, hasta completar 360 grados. Sin un solo corte, la cámara enfoca de nuevo la habitación desde el exterior. Para realizarla, Antonioni colocó la cámara dentro de una esfera para que el viento no distorsionara la nitidez de la imagen y rodó por la tarde, cerca del anochecer, aprovechando que la luz más brillante estaba cerca de la ventana. Necesitó de un raíl colocado en el techo de la habitación desde el que colgaba la esfera, y de una grúa de treinta metros de altura en el exterior de la que pendía un gancho que recogía la cámara. Además, los barrotes de la ventana estaban montados sobre bisagras, de modo que cuando la cámara estuviese lo suficientemente cerca como para que dichos barrotes quedaran fuera del campo de visión, se abriesen hasta que la grúa pudiera hacerse cargo de la continuación de la secuencia sin interrupción alguna. Antonioni dirigió todo el proceso desde una furgoneta situada en el exterior, a través de monitores y micrófonos mediante los que comunicaba las instrucciones paso a paso y dirigía a los operadores.

Volví a ver (a ver) "El pasajero" apenas me enteré de la noticia. Entonces tuve la sensación de que Antonioni la había concebido como quien corre una carrera contra el tiempo, o cuanto menos contra la ceguera. Quiero decir: como si hubiese sabido en 1975 que ya no le quedaba margen para otra cosa que no fuese ver lo esencial.
La gente habla siempre del complicado plano secuencia del final, pero mi escena favorita (la estoy viendo) es una de factura sencillísima. Me refiero a aquella en que el hombre criado por su tribu para desempeñarse como brujo desoye las preguntas del periodista Locke (Jack Nicholson) y se adueña de la cámara. El gesto es simple, pero su significado no ha perdido un ápice de su revulsión. Y no hablo tan sólo en términos políticos, aunque la lectura sea tentadora: el hombre del tercer mundo apropiándose de la mirada que hasta entonces era patrimonio exclusivo del primer mundo (Locke es nacido inglés y criado estadounidense, una proximidad histórica que volvió a ser promiscuidad a la luz del reciente encuentro entre Brown y Bush. Brown-Bush, la broma queda picando. Estos dos actúan como si el mundo entero fuese vello púbico y cada uno de ellos una hoja de la tijera).


Creo que Antonioni apunta a algo más hondo. El aprendiz de brujo sabe lo que dice cuando sugiere a Locke que aprenderá muy poco de esa entrevista que pretende hacerle, de no mediar antes ese cambio en el eje de la cámara; lo único que puede proporcionarle luz es el acto de volver sobre sí mismo el ojo clínico, impiadoso con que suele interpelar a los demás. El cuadro que incluye entonces a Locke es revelador: lo muestra inquieto, desnudo, víctima del temblor de la falsificación.
Cuando paso mucho tiempo sin ver "El pasajero", la reedito en mi cabeza e imagino que esta secuencia es la que abre la película, porque es la que determina el quiebre de su protagonista, la que explica por qué Locke se deshace de su propia piel para intentar vivir la vida de otro, un otro que no ha sido elegido cuidadosamente porque no es necesario, cualquier otro sirve, hasta el destino de camarero que imagina en un momento le resulta más real que su prestigioso presente de profesional.
Sobre el final, el personaje de Maria Schneider le dice: "Qué horrible debe ser quedarse ciego" (el comentario suena con horror anticipatorio a la luz de la ceguera que torturó a Antonioni en sus últimos tiempos). A lo que Locke, este cazador cazado, este ojo que al fin se ha contemplado a sí mismo en todo su esplendor y su miseria, le responde con una historia con aire de parábola. Había una vez un ciego a quien una oportuna cirugía le devolvió la vista. Al principio se sintió feliz, estaba la vivacidad de los colores, la expresividad de los rostros. Pero con el tiempo empezó a percibir lo demás: la mugre, la fealdad. Decepcionado por lo que le devolvían estas imágenes, terminó optando por el suicidio.


Hay algo más importante que la posibilidad de mirar, sugieren Locke/Antonioni. Lo que se dice mirar, mira cualquiera; Locke mismo vivía con su cámara colgada del hombro, como cualquier director de cine que se precie. Lo esencial es hacerse del coraje que requiere ver. Verlo todo, empezando por uno mismo. El aprendiz de brujo lo tenía claro, ese cambio de eje de la cámara en 180 grados es un giro copernicano para el alma del que ya no se vuelve.
Si tuviese que escoger una escena que sintetice qué es el cine y cuál es su poder -ese estado de gracia al que accede ocasionalmente, pero que comparte con tanta generosidad-, me quedaría con esta secuencia de "El pasajero". Porque narra algo que nos es tan esencial, y con tanto arte, que seguirá resonando dentro de mil años.