16 de mayo de 2014

Apuntes sobre Bioy Casares (8). Esther Cross

En 1990, la Real Academia Española le otorgó a Bioy Casares el Premio Cervantes. La alegría de recibir el premio sólo fue atenuada por el tiempo que estos compromisos le quitaban a la literatura. Esa noche, el autor de "El héroe de las mujeres" agradeció el premio hablando de Miguel de Cervantes (1547-1616), de Jorge Manrique (1440-1479), de Baltasar Gracián (1601-1658), de fray Luis de León (1527-1591) y de Marcelino Menéndez y Pelayo (1856-1912), autores todos ellos que, de una u otra manera, influyeron en su decisión de ser escritor. "Antes de leer el Quijote -dijo en aquella oportunidad-, en dos oportunidades tomé la pluma para escribir literariamente. En la primera lo hice para llamar la atención de una muchacha; en la segunda, para imitar a Conan Doyle y a Gastón Leroux. Debo aclarar que en aquella época mis ambiciones no eran literarias. Lo que yo real­mente quería era correr cien metros en nueve segundos y ser campeón de box y de tenis. Cuando leí el inolvidable comienzo y todo aquel primer capitu­lo que nos refiere cómo era Don Quijote, dónde y con quienes vivía, sentí una emoción muy fuerte. Ha­bía en ella un dejo de ansiedad, porque Don Quijote abandonaría esa vida apacible para salir en busca de aventuras, y una fascina­ción que probablemente el despreo­cupado tono del relato exacerbaba. Si mal no re­cuerdo, antes de concluir el primer capítulo supe que yo quería ser escri­tor. Sin duda lo quise para contar, en tono despreocu­pado, historias de héroes que dejan la seguridad de su casa o de su patria y el afecto de su gente, para aventurarse por mun­dos desconocidos. No tardé cierta­mente en emprender la composi­ción de una larguísima novela, en cuyas páginas iniciales un joven español llega a Buenos Aires para hacer la América. Nuestro futuro es inescrutable y los caminos de la vida trazan extra­ños dibujos. Quién me hubiera di­cho que al cabo de sesenta años felices, ocupados en contar histo­rias, yo recibiría el premio que lleva el nombre del querido escritor que me inició en las letras. Tengo por afortunada casuali­dad la circunstancia de que mi pri­mera ambición literaria no haya sido de gloria, sino de suscitar al­gún día en los lectores una fascina­ción como la que despertó en mí una novela. Quien aspira a la glo­ria, piensa en sí mismo y ve a su libro como un instrumento para triunfar. Sospecho que para escribir bien debemos pensar en el libro, no en nosotros".
"Poco tiempo después -continuó Bioy Casares-, en una antología escolar encontré las 'Coplas a la muerte de su padre' de Jorge Manrique. Con emoción jubilosa admiré el fluir de los versos y escu­ché la tranquila enunciación de las inexorables verdades de nuestro destino. Diríase que la conjunción de limpidez poética y de veracidad profunda no dejaron lugar para que la tristeza del tema me acongojara. Vi en el poema cuanto parecía re­afirmar mi convicción de que la vida es para una sola vez y que por ello debemos estar atentos mientras la recorremos. Reparé asimismo en los versos que podían servirme de talismanes contra la vanidad. En aquellos días, mi plan de trabajo consistía en leer todos los libros y escribir otros tantos. Como la novela en preparación posterga­ba las historias que se me ocurrían, la hice a un lado y, con alivio, me puse a escribir un libro de relatos que no gustó a nadie. Borges atribu­yó mis errores al apresuramiento; no me dejé engañar por su generosa hipótesis: comprendí que los erro­res provenían de la inmadurez de mi criterio. Para mejorarlo estudié manuales de técnica literaria y, cuando descubrí 'Agudeza y arte de ingenio' de Gracián, proyecté un libro similar. Muy pronto hubo un cambio de planes. Yo publicaría un arte de escribir. Estaba seguro de que en el análisis de los errores cometidos en mi libro de relatos encon­traría leyes valio­sas. Debió de parecerme que nada mejor podía hacer con mi experiencia de fracaso como escritor que emplearla para la com­posición de un arte de escribir. No me pregunté qué opinarían los lec­tores".
Siguió recordando Bioy Casares: "En una tarde muy lejana, mi padre me habló de fray Luis de León; se refirió, conmovido, a las famosas palabras 'como decíamos ayer' y recordó estrofas de 'Vida retirada'. No creo haber olvidado esos versos. Fray Luis no proponía tópi­cos retóricos; decía las verdades que yo quería oír. Mostraba cuán insustanciales son los triunfos de la vanidad y recomendaba la vida re­tirada. A ésta la interpreté, prime­ro, como una isla remota y solitaria, a la que nunca llegué, salvo en mis novelas; después, como la casa de campo donde viví durante cinco años; por último, como la vida pri­vada, que llevo mientras puedo. De los poemas de fray Luis pasé a sus hermosas traducciones de Horacio. Una lectura lleva a la otra: la suerte me deparó 'Horacio en España', el encantador libro de Marcelino Menéndez y Pelayo. En sus páginas se cotejan traducciones de Horacio por numerosos escrito­res españoles, portugueses y lati­noamericanos, de diversas épocas. Este cotejo, en el que participé como lector, me pareció un utilísimo ejer­cicio literario. Las traducciones de los Argensolas me agradaron particularmente, pero la mayor revela­ción para mí fue la espléndida 'Epís­tola a Horacio' de Menéndez y Pelayo. Asombra cómo, para la fama, un mérito oculta a otro. Por­que se admira en Menéndez y Pela­yo al erudito, pero se le olvida como poeta. Quiero también expresar mi gratitud a un escritor que no está aquí, pero que está presente: Cer­vantes, a quien le debo la literatura, que dio sentido a mi vida".

Esther Cross (1961). Escritora, traductora y psicóloga argentina. Estudió Letras en la Universidad de Buenos Aires y se recibió de Licenciada en Psicología en la Universidad Católica de Buenos Aires. A partir de 1982 comenzó a colaborar en distintas revistas culturales de la época como "Puro Cuento" y "Tramas". En 1987, después de varias visitas al taller de Borges y Bioy Casares, publica los libros "Bioy Casares a la hora de escribir" y "Conversaciones con Borges en el taller literario". El propio Bioy Casares participó activamente de toda la edición de estos libros. En 1992 publica su primera novela: "Crónica de alados y aprendices", a la que seguiría otra, "La inundación", y el libro de cuentos "La divina proporción". Durante 1998 estudió guión, producción, edición e historia del cine en Nueva York y, tras la recomendación de uno de sus profesores, trajo a su regreso el proyecto de traducción del libro de Richard Yates (1926-1992) "Eleven kinds of loneliness" (Once tipos de soledad). A partir de entonces comenzó su actividad como traductora. Otras de sus obras son las novelas "El banquete de la araña", "Radiana" y "La señorita Porcel"; el texto de no ficción "La mujer que escribió Frankenstein"; y los libros de cuentos "La divina proporción" y "Kavanagh". Actualmente colabora en distintos medios como la revista "Lamujerdemivida" y "Radar", el suplemento cultural del diario "Página/12". En "Cómo leer a Adolfo Bioy Casares", artículo pen­sado para "un lector ingenuo o que recién se aproxima a la obra del autor (tal como ella advierte), Cross propone un recorrido "despojado de prejuicios" por los libros de Bioy Casares, que permita dejarse llevar y adquirir "cierta dosis de espíritu aventurero". En él enumera sus preferencias, a las que define como "injustas y arbitrarias", acaso porque con Bioy Casares toda justificación es vana. "Cuando hablo de las historias de Bioy, no puedo abstener­me de contarlas, confiesa".

A Bioy Casaros le gusta compa­rar su oficio con el de los mucha­chos que entraban en los cafés de El Cairo para contar las historias que forman "Las mil y una noches". Es un escritor que no requiere una literatura previa para com­prenderlo. Se dirige a esa gente que está deseando que le narren historias. Es un narrador de his­torias, y aclaro, por si hace falta, que con las historias pasa lo mis­mo que con los chistes: el mejor de ellos pierde sentido si la perso­na que lo cuenta carece del don y la habilidad específicos para ha­cerlo. Así, de antemano, de un plumazo -siempre gentil- Bioy Casares se libera, nos libera, de la inútil oposición entre forma y contenido. En sus libros, la tra­ma, el argumento, los personajes, son lo decisivo y sus historias sólo son concebibles, a la vez, por la manera en que las cuenta.
Yo propongo una lista de los libros que vienen, como dispara­dos por asociación, a la memoria. Para leer a Bioy, al lector le co­rresponde solamente acercarse despojado de prejuicios, dispues­tos a dejarse llevar y contar con cierta dosis de espíritu aventure­ro. Se me ocurre que la idea de aventura es la que define y relaciona sus novelas y cuentos. La aventura es un suceso o lance extraño. Los libros de Bioy faci­litan nuestro acceso a las zonas extrañas de la realidad, esos mun­dos alternativos que cada tanto entrevemos en el sueño y en la premonición, a veces difusa, de que la regularidad y el orden de los días suponen variaciones sutiles y fantásticas, veladas por lo general a la percepción cons­ciente.


Desde esta perspectiva, me in­clino a sugerir, en primer térmi­no, el primero de sus libros -el primer libro que Bioy reconoce-, "La invención de Morel", a pesar de que él mismo atribuya esta prefe­rencia al hecho de que siempre elegimos el primer libro que leí­mos de un autor para recordarlo. Yo tengo otras razones. "La inven­ción de Morel" es el inicio de su aventura como escritor y en ella se presentan los temas que apare­cerán, desde ópticas distintas, en la mayoría de sus libros. El prota­gonista llega a una isla desierta. Para quienes conozcan a Wells y a Stevenson, ese comienzo es familiar y denota un desafío del que Bioy Casares sale lúcidamente invicto. Para quienes los ignoren, la primera página es, de por sí, atrayente. Esa isla se puebla de personas singulares que juegan al tenis y bailan "Té para dos". Hay una casa en la colina, hay un científico, hay una máquina de cine para la inmortalidad, hay una historia de amor (la del protagonista con Faustine, no entre ellos, porque Faustine es una mujer tan apreciable como vir­tual). El azar opera aquí por la decisión de la marea, que deriva al fugitivo a la isla y activa el funcionamiento de esa máquina que reproduce de manera inte­gral a los personajes que la habi­tan. La aventura del protagonista es salir en busca de las claves que develan el enigma, y esa explora­ción exterior modifica radical­mente su historia.
En "El sueño de los héroes", la aventura sucede en dirección in­versa. Emilio Gauna indaga su memoria para encontrar una res­puesta que, finalmente, resulta desfavorable. Se busca a sí mis­mo en la repetición minuciosa de tres noches del Carnaval de 1927. "He ahí el secreto horror de lo maravilloso: maravilla. La embriagaron, la envolvieron. Clara trató de resistir, hasta que al fin se abandonó a lo que se presentaba como la dicha. En algún momen­to breve, pero muy profundo, fue tan feliz que olvidó la prudencia. Bastó eso para que se deslizara el destino". Otra vez, Bioy Casares pone bajo la lupa de su curiosidad ilimitada ese mínimo desliz que abre camino a la aventura. "El sueño de los héroes" es una novela inolvidable que Bioy aconsejó, alguna vez, para comenzar a leer sus libros. A mí me complacen especialmente los diálogos, las cavilaciones de Gauna, la inter­vención solícita de Clara. En la busca de Gauna se encuentran otros temas predilectos de Bioy: las máscaras, la repetición cere­monial de unos días casi olvida­dos que parecen encerrar el secre­to de una culminación indescifra­ble. La amistad, la confusión de identidades, la traición y el amor están presentes con nitidez.
Esos temas ya habían sido anunciados en "El perjurio de la nieve". Yo siento una inclinación particular hacia ese cuento, al que leí después de ver la versión cinematográfica de Torre Nilsson, "El crimen de Oribe". Hay también un juego de identidades que se resuelve en los sucesivos encubrimientos y revelaciones de una serie de escritos. La repeti­ción minuciosa, el ritual, funcio­na como un conjuro contra la muerte. Esa repetición, obsesa y textual, continuada, se parece más a una representación teatral -pues admite, aunque tema, intervenciones- que a una función de cine.


Como hablo de Bioy y el cine, del cine y Bioy, quiero nombrar un cuento de "Historias desafora­das", "El noúmeno", en el cual la proyección de una película en el biógrafo de un parque de diver­siones se revela determinante en el destino de los espectadores. Y también, por libre asociación, quiero mencionar "En memoria de Paulina". Este cuento habla, asimismo, de una proyección, pero se trata de la proyección de una mente enfermiza que se refleja en la vida, en la experiencia, en la casa del protagonista. Considero un hallazgo feliz esa idea de que nuestras percepciones puedan no ser más que lo que vemos en la pantalla de la experiencia, panta­lla que recibe las proyecciones de otra persona o de una máquina.
Cuando hablo de las historias de Bioy, no puedo abstenerme de contarlas. La infidencia -que re­calca sus aciertos- no irá segura­mente en contra de la curiosidad del lector que aún no leyó sus historias. Yo releo esos cuentos y novelas con la misma expectativa con que los conocí hace años.
Hablé de Bioy Casares y del cine. Bioy, aficionado al cine, ha estimulado la imaginación de muchos directores (Torre Nilsson, Resnais, Greco y Subiela, entre otros). Me gusta pensar en Bioy como en un director secreto, que filma de alguna extraña for­ma sus textos, que dirige a los personajes en viajes y peregrina­ciones por lugares y ambientes que sabe concitar a su alrededor. Muchas veces, ese espacio es Buenos Aires. Buenos Aires y sus lugares conocidos y remotos. Re­cuerdo, entonces, "Diario de la guerra del cerdo", una novela en que la ciudad funciona como un sitio que alternativamente expo­ne y resguarda a los jubilados de la furia de los jóvenes. Y también las calles que transita Morales, el taxista de "Un campeón despare­jo", y ese hotel de la calle Corrien­tes en donde le administran un filtro oscuro que ilumina y enrarece su vida. Rescato los caminos de Gauna por los barrios de una Buenos Aires ya desaparecida. Y también la ciudad modificada de "La trama celeste", ciudad tan fa­miliar como inabordable, en la que aterriza un probador de avio­nes por obra y gracia de un pase aéreo del destino. Una Buenos Aires a la que nunca llegaron los vascos, que es, entonces, la mis­ma y es, también, diferente. El cuento supone otra idea singular y admirable: trasponer la barrera de lo posible. Lo posible es probable y lo probable sucede con abso­luta naturalidad: maravilla.


A mí me gusta, especialmente. "Dormir al sol". Bioy dijo algu­na vez que si los libros fueran casas, a él le gustaría vivir en esta novela. Su inclinación es com­prensible. Hay una placidez y un mundo propio que superan la ela­borada y atrayente trama de la historia. La enumeración me parece injusta. Hablé de máscaras y olvi­daba "Máscaras venecianas". Ha­blé de viajes y olvidaba "Planes para una fuga al Carmelo". Hablo de ese cuento y, entonces, siem­pre por libre asociación, recuerdo "Plan de evasión", la idea de esa prisión aislada -en sentido lite­ral- en la que los condenados se liberan por medio de una altera­ción de sus sentidos, que finalmente resulta tan cautivante para ellos como para el lector. Injusto es no recordar que el amor, por lo riesgoso y lanzado, también es una aventura. Me refiero a "El héroe de las mujeres" y a "Historias de amor".
Continuar sería prolongarse demasiado. Exponer el motivo de cada preferencia, casi vano. Sólo quisiera recordar una frase que le oí decir en una entrevista: "Escribir es agregar un cuarto a la casa de la vida. Está la vida y está pensar sobre la vida, que es otra manera de recorrerla in­tensamente". La forma de esa casa dependerá, al fin de cuen­tas, de la inquietud personal de quien lo lea.