29 de junio de 2014

Abelardo Castillo: "Mucho antes de sentir que escribía yo ya era, creo, un buen lector; y hasta diría, un muy buen lector" (2)

Tan interesado en la literatura como en la filosofía y la justicia social, Castillo se formó bajo la influencia de Sartre y de Camus. Su obra literaria, que responde a sus variados intereses y a su vida, por momentos turbulenta, comprende las novelas "La casa de cenizas", "El que tiene sed", "Crónica de un iniciado" y "El Evangelio según Van Hutten"; los libros de cuentos "Las otras puertas", "Cuentos crueles", "Los mundos reales", "Las panteras y el templo", "El cruce del Aqueronte", "Las palabras y los días", "Las maquinarias de la noche" y "El espejo que tiembla". También es autor de las obras teatrales "El otro Judas", "A partir de las 7", "Israfel", "Sobre las piedras de Jericó", "El señor Brecht en el Salón Dorado" y "Salomé"; y de los libros de ensayos "Discusión crítica a la 'crisis' del marxismo", "Las palabras y los días", "Ser escritor" y "Desconsideraciones". Desde muy chico leyó con voracidad, una pasión equivalente en intensidad a su pasión por el ajedrez. En los "Diarios", las reflexiones sobre Hesse, Platón, Aristóteles y Nietzsche alternan con la preocupación por los torneos de ajedrez. Tampoco hay que olvidar que practicó boxeo, que tuvo grandes amores, salpimentados con numerosas aventuras, y que alcanzó un reconocimiento considerable cuando aún no había cumplido los treinta años. El éxito extraordinario que obtuvo en teatro con "Israfel" hizo de él un autor popular y le dio cierta fugaz holgura económica. Las entradas de los primeros años de los "Diarios", cuando vivía en San Pedro, son casi una novela de iniciación, la del precoz escritor de provincias que termina por irse a Buenos Aires en busca de un mundo más amplio y más libre. Esas primeras anotaciones fueron realizadas en una serie de cuadernos manuscritos. La principal preocupación de los "Diarios" es la literatura y la filosofía. Apenas si dedica algunos pasajes a su servicio militar que, sin embargo, lo marcó. En cuanto a la política, de un modo deliberado, asoma poco en estas páginas, aunque hay una larga entrada consagrada al Cordobazo y otras que se ocupan del Proceso y de la guerra de Las Malvinas. La política y la violencia se cuelan sobre todo en los silencios y en los sobreentendidos, tal como ocurrió siempre en la literatura argentina. Los autores argentinos que más admira son Borges, Bioy Casares, Marechal, pero también Mujica Lainez, a quien considera uno de los grandes escritores nacionales injustamente relegados. "Para decir cómo se escribe una novela -escribió- habría que saber antes qué es la novela. Y ese arquetipo nunca existió. Si 'El Quijote' (Cervantes) o 'La guerra y la paz' (Tolstoi) son novelas, entonces 'Trópico de cáncer' (Henri Miller) no lo es. Si imaginamos que Joyce fue el novelista ideal tendremos que admitir que ni antes ni después de 'Ulises' se escribió nunca una novela. La novela es una forma literaria que se funda a sí misma cada vez que aparece una gran novela; no es un género en el sentido que se dice género cuento o género teatral. Se parece más a lo que entendemos por poesía cuando decimos que escritores tan disímiles como Homero o Eliot o Lipeau eran poetas. El teatro, por ejemplo, sea de Shakespeare o de Beckett, se apoya en algún supuesto, digamos, la acción dramática o una cierta duración. Nadie se propondría escribir un drama representable que dure cincuenta horas o carezca de personajes. El protagonista de una novela puede ser una cucaracha (Kafka), una pura conciencia sin cuerpo (Stapledon) o una parva de muertos (Rulfo). Un texto de cien páginas difícilmente pueda ser llamado cuento pero, ¿cuál es el límite razonable de una novela? 'En busca del tiempo perdido' debe andar por las cinco mil páginas y en ciento cincuenta se pueden escribir novelas perfectamente novelísticas como 'El extranjero' (Camus) o 'Pedro Páramo' (Rulfo). Hemingway y Mailer recomendaban no dar nada por resuelto antes de sentarse cada día a la máquina; desconfiaban incluso de esas ideas que nos parecen notables cuando nos bañamos. Todo lo que resulta desastroso a la hora de escribir un buen cuento, son algo así como las reglas de oro de la novela. No cerrar nunca un capítulo cuando nos vamos a dormir. Dejar a los personajes en suspenso, yendo hacia alguna parte o haciendo algo. Tener una idea nebulosa de la trama, como si se recordara un sueño futuro. Y lo más importante: cruzar rápidamente de vereda cuando se avista en el horizonte a un teórico de la novela". A Castillo no le importa el lugar que ocupa en la literatura argentina. Tampoco se preocupa por lo que otros puedan decir de su obra. "Los títulos se los dejo a otros", dice, molesto ante la pregunta que pedía un análisis de su rol en la historia de las letras. Abelardo Castillo se siente simplemente escritor. No le interesa nada más.


En 1956 decía que quería escribir una novela desmesurada. Supongo que era "Crónica de un iniciado".

De todo eso me di cuenta mucho después. Pasando en limpio los diarios encontré una entrada muy temprana donde decía que quería hacer una novela que pudiera leerse como si fuera un mazo de naipes, no importaba el orden en que se leyeran los capítulos, y eso lo dije mucho antes de "Rayuela". Buscaba escribir una novela que me tomara toda la vida. "Crónica de un iniciado" me llevó treinta años, no de escritura, pero sí de trabajo y maduración. Esa novela la tenía escrita en los años '70, cuando la conocí a Sylvia, pero se publicó en 1991. En el medio, escribí "El que tiene sed", mi novela catártica sobre el alcoholismo. Mis modelos eran "La casa" de Mujica Lainez, Borges, Sabato y la literatura europea. Toda la vida leí poetas. Si tengo que pensar en un libro modélico, citaría "Los cuadernos de Malte Laurids Brigge" de Rilke. No sé de dónde me vino la idea de escribir un diario. Porque el "Diario" de Kafka lo leí después de empezar a escribir el mío. Los cuadernos y las poesías de André Walter, de André Gide, tuvieron una influencia enorme en mí.

Sin embargo no cita mucho a Gide.

Al principio, lo cito bastante. Hay muchas cosas importantes que no menciono, me lo hizo notar Sylvia. Por ejemplo, mi encuentro con Nicolás Guillén, que vivía en Buenos Aires, fue decisivo. Yo tenía veintidós años, le conté entero "El otro Judas"; él me dijo: "Ésa es una gran obra teatral". Y entonces la escribí. Cuando eso ocurrió, no lo registré en el diario, lo escribí posteriormente. Necesito un tiempo para saber si los hechos fueron reales o no, esenciales o no, y a veces, me olvido.

En sus diarios aparecen los grandes nombres de la literatura y de la música, otra de sus pasiones: Thomas Mann, Beethoven, Platón, Sartre, Camus, Brahms y Mahler. Los dos últimos con cierta reticencia. No hay compositores franceses, salvo Saint Saëns. Hay pocos creadores menores.

Y sin embargo, me encanta la música francesa, Albert Roussel ("El festín de la araña"), Debussy. Hay cosas que me gustan y, como dije, no menciono. No sé si cito a Marcel Schwob. Es uno de mis escritores preferidos. "El libro de Monelle" me parece más interesante que "Los alimentos terrestres" de Gide. Me paso leyendo los "Diarios" de Gide y no lo cito. Siempre me impresionó su sinceridad como religioso, como esposo, como homosexual. Otro autor que me fascina, pero a ése lo cito mucho, es Tolstoi.

En el diario usted habla de lo auténticamente argentino y dice que es el tango, el sainete, "Martín Fierro" y el "Facundo". Hoy, cincuenta años después, ¿qué agregaría?

Agregaría la obra de Marechal, la de Borges, la de Cortázar. Y ciertas obras de Mujica Láinez, como "La casa", que es una obra muy nacional. Expresa una manera de ser de una clase, explica la decadencia del patriciado como no lo hizo ningún escritor. En "La casa" hay un testimonio feroz de Mujica Láinez en contra de su propia clase. Bueno, eso es autenticidad.

Hablando de otros escritores, qué complicado su vínculo con Sabato.

Lo conocí a Ernesto cuando yo tenía veinticuatro años y él casi cincuenta. Era un hombre deslumbrante. Fue una relación muy linda, hasta el año '63 o '64. Ya en el año '66, cuando se estrenó "Israfel", yo estaba mucho más cerca de Marechal que de Ernesto. En realidad, duró seis años. Esta era mi verdadera relación con Sabato: estábamos peleados todo el año y en Navidad él me llamaba o yo lo llamaba a él o iba a la casa en Año Nuevo y para Reyes ya había empezado de vuelta la discordia. No se podía ser amigo de Sabato, aunque uno lo quisiera, porque siempre te ponía en las situaciones más incómodas.

Usted escribió que Marechal era el único autor que respetó humanamente, ¿por qué?

Porque nunca lo oí hablar mal de otro escritor. La única objeción que yo le vi hacer a él de Lugones por ejemplo, al que no quería mucho, fue una objeción de tipo ético. Recuerdo que dijo que no le gustaba de Lugones que apoyaba solamente a aquellos poetas que se parecían a él.

También escribió sobre autores más virulentos, como Viñas, que llegó a decir que usted era homosexual.

Suponiendo que eso fuera una ofensa para mí. Además, creo que cuando fui a casa de David Viñas, fui con Betina -mi novia de entonces-; lo hacía para molestarme.

No parece a la altura de un intelectual tan grande como fue Viñas.

No sé, pero hay un problema que es de la izquierda argentina, creo que se lo digo a Viñas en la carta que está en el diario también, que para un izquierdista en Argentina, no hay nada peor que otro izquierdista. ¿Te acordás de que Perón decía para un peronista nada mejor que otro peronista? Bueno, para un izquierdista no hay nada peor que otro izquierdista.

¿Y por qué estaba tan enojado?

Se especializaba en hacer enojar a la gente. Él contestó un reportaje, yo hice objeciones a ese reportaje y la cita que yo ponía ahí, en mis objeciones, era de Álvaro Yunque, decía: "No confundir hombre fuerte con hombre gordo". David le tenía una especie de tirria a la gordura, tenía miedo de que le dijeran gordo. David se manejaba a las trompadas con la literatura en esa época.

Y era grande.

Sí, era grande, pero como yo decía en la otra carta, en San Pedro había visto un tipo muy grande que murió porque lo picó un mosquito. Eso lo enfureció, la carta que me mandó después, era larguísima y yo le contesté con esta y se la mandé para la casa. Muchos años después nos encontramos y Adelaida, su mujer, me dijo: "qué lástima que no siguieron esa polémica, era tan linda". Y le dije que David no contestó la carta que yo le mandé, le tocaba a él mandarla. Estaba claro que íbamos a crecer en páginas hasta el infinito, porque él me mandó una de veinte y yo le mandé una como de treinta. Yo sé que muchos años después alguien comentó esa polémica y David dijo, en su estilo coloquial revolucionario, que le iba a dar una trompada y le iba a arrancar la cabeza al que insistiera que había algún problema entre Castillo y él, que no había ningún problema. Su generación era gorila, nosotros no éramos peronistas, ni lo queríamos ser, pero no éramos gorilas. Ellos fueron todos frondizistas, después se arrepintieron, estuvieron en todos los puestos clave. Nosotros éramos como marginales, citábamos más a los anarquistas que a los marxistas. Esas cosas a Viñas le parecían "juvenilismo". Pero éramos jóvenes, ¿qué le íbamos a hacer? Teníamos veinticinco años, si tenés veinticinco, te tenés que comportar como uno de veinticinco. Se lo dije en la carta, no hay que ponerse el bigote.

Casi no habla de política en su libro, ni de la dictadura de los años '70.

No quería que el miedo entrara en mi diario. En esa época, yo publicaba "El ornitorrinco", una revista que entrañaba riesgos. Mi pensamiento político estaba allí, no necesitaba volcarlo en mi diario. Siempre tuve muy clara la frase de Sartre que me mantuvo con salud mental durante la dictadura: "Nunca fuimos más libres que bajo la ocupación alemana". Así empieza Sartre "La república del silencio". Hoy podemos salir al balcón y decir lo que se nos ocurra y, en el fondo, a nadie le importa nada. La libertad se pone a prueba en acto. Cuando uno no puede hacer ciertas cosas, cuando ir a visitar a un preso es peligroso, cuando sacar una revista literaria también lo es, entonces comprendés qué es la libertad. Tampoco quería contaminar "El ornitorrinco" conmigo. Por algo, la revista tenía ese nombre; porque como el ornitorrinco, estaba hecha de parches; la hacíamos hombres y mujeres con formaciones y pensamientos distintos. Lo que nos unía era la reacción contra la dictadura.

Le dedica un capítulo a Borges, otro a Cortázar, pero uno de los escritores por quien demuestra más cariño y admiración en sus diarios es Leopoldo Marechal. A pesar de eso, no le consagra un capítulo especial. ¿Por qué?

En el volumen siguiente de los "Diarios" hay un capítulo sobre Marechal. Fue uno de los hombres que más quise, a pesar de que pensábamos de un modo muy distinto. Marechal era peronista, yo no lo era. Al principio Marechal era católico, después dejó de serlo. Marechal me decía: "Vos sos un ateo que cree que es ateo. En el fondo, creés". Yo le respondía: "Con ese criterio, yo podría decir que usted es un ateo que no lo sabe, que cree que cree". Él era un ser de una bondad extraordinaria. Le interesaban los otros. Además, dejaba hablar a Elbia, su mujer. Cuando ella hablaba, él se callaba. Todo eso en un escritor es rarísimo.