10 de junio de 2014

Apuntes sobre Onetti (6). Liliana Díaz Mindurry

El 3 de noviembre de 1978 Onetti protagonizó una mesa redonda en el Centro Iberoamericano de Cooperación de Madrid. Sobre su obra hablaron cuatro creadores españoles: Francisco Nieva (1924), Félix Grande (1937-2014), Luis Rosales (1910-1992) y Francisco Umbral (1932-2007), y uno argentino: Daniel Moyano (1930-1992). Umbral, que unos diez años antes ya había hecho públicas sus primeras consideraciones acerca de la obra de Onetti, estimó que uno de los elementos de estudio más interesantes del autor uruguayo era lo que en él había de anglosajón. En este sentido, Onetti podría figurar con Borges y Cortázar en la trilogía de escritores sudamericanos más europeos, frente a aquellos que, como García Márquez o Rulfo, parecen más cercanos a las fórmulas narrativas más expresamente americanas. Onetti estuvo de acuerdo. "En efecto -dijo-, no soy lo que se llama un escritor tropical. Este fenómeno puede explicarse si se tiene en cuenta que América no es ese país selvático, alejado e igual. Hay zonas de llanura, zonas mejor comunicadas. La incomunicación que se padece en América es muchas veces intensa entre los propios países que la forman. En Uruguay yo me sentía más cerca de lo que pasaba en Europa que sobre lo que ocurría en otras naciones de nuestro continente". El carácter anglosajón de su literatura ha llevado a comparar su obra con la de William Faulkner (1897-1962), del que habitualmente se adjudicaron influencias en la obra del autor uruguayo. Onetti, que siempre se tomó con filosofía la comparación, afirmó que tenía "una gran admiración" por el autor norteamericano, aunque consideró que sólo en uno de sus relatos, "Para esta noche", encontraba algunos paisajes que podrían relacionarse con el estilo de Faulkner. Rosales, a su vez, admitió deberle muchas cosas a Onetti. "La vida no me va a dar nunca la alegría de escribir sobre Onetti todo lo que quisiera", dijo el poeta español. "Tengo que hacerlo pronto y quedarme tranquilo de una vez. Nadie puede tener una deuda y no pagarla, y yo le debo muchas cosas. Cada vez que lo leo se renueva esta deuda. No sé hasta dónde va a llegar. No es sólo admiración. No es sólo agradecimiento. No es sólo aprendizaje. Es algo más interno y personal. En realidad es un conocimiento de mí mismo que no podría tener si no hubiera leído alguno de sus libros: 'El astillero', 'Los adioses', o alguno de sus cuentos: 'La cara de la desgracia' o 'El infierno tan temido'. Siento su semejanza como si fuera una alucinación. No habla nunca de cosas, sino de personas que sólo se conocen porque están deshaciéndose en sus gestos. En sus libros no describe paisajes sino dolores, y se diría que sus personajes no tienen actitudes vitales, tienen desestimientos. Siempre están desistiendo de algo, hasta destituirse de sí mismos. Lo que los destituye es la piedad, la piedad por el prójimo. Esa piedad resignada, esa piedad impune y corrosiva que fundamenta todas las páginas de Onetti". Grande coincidió en algunos de los puntos del análisis de Rosales. Para Grande, "hoy ya es, afortunadamente, casi un lugar común el afirmar que Onetti es uno de los grandes creadores en lengua castellana en lo que va de siglo. Las novelas y los cuentos de Onetti, prácticamente en su totalidad, levantan uno de los más severos monasterios de sinceridad, de compasión cortésmente disimulada, de solidaridad con los sufrimientos más hondos de los hombres, y de altísima temperatura poética, con que se ha honrado a la desdicha, a la amistad, a la soledad y al amor, y juntamente al idioma español, que en su poder alcanza a ser maravilloso. La lección de decencia artística y vital de este escritor sombrío y humilde es una verdadera fiesta de moral y de expresión poética a la que sus lectores estamos convidados. La historia de la literatura ofrece algunos nombres ante los que la gratitud puede llegar a la congoja. El uruguayo (y también español) Juan Carlos Onetti es uno de esos nombres". Mientras tanto, Moyano estimó que Onetti no había caído "en la tentación de escribir una epopeya, aunque su descripción de vidas sombrías, oscuras, su análisis del hombre aislado, derrotado y solitario de América resultase una verdadera epopeya". La obra de Onetti, dijo el narrador argentino, "enseña a vivir". Sus personajes son como grandes exiliados en América, seres con los que él mismo "como ex habitante de esa tierra", se identificaba plenamente.
Al año siguiente, esto es, en 1979, Onetti lanzó "Dejemos hablar al viento", la última novela del ciclo narrativo que gira en torno a la ciudad de Santa María, aquel espacio mítico cuyos moradores alimentaron gran parte de su producción literaria. Tras leerla, Cortázar le escribió desde Paris, el 12 de enero de 1980: "Querido Onetti: Una vez más encontré todo ahí, todo lo que te hace diferente y único entre nosotros. La gran maravilla es que el reencuentro no supone la menor reiteración ni la menor monotonía. Parecería casi imposible después de la saturación que dejan en la memoria tus libros anteriores, pero es así: todo es otra vez nuevo bajo el sol, mal que le pese al viejo Eclesiastés. Con pocos escritores me ocurre eso. Los leo hasta un punto dado y después pienso, 'muchachos, sigan solos, yo me corto en la esquina'. Con los años, prefiero autores nuevos, probar otras marcas de whisky. Y... pasa que tu novela es eso, siempre whisky pero con un sabor que es el mismo y diferente. Pasa que una vez más has escrito un gran libro, y lo que parecía irrepetible se repite sin repetirse, si me perdonás esta jerga que busca abrirse paso y se enreda un poco. Qué tipo sos, Onetti". Antonio Muñoz Molina (1956), escritor español y académico de número de la Real Academia Española señala en "Sueños realizados. Invitación a los relatos de Juan Carlos Onetti" -texto que conforma el prólogo a la edición en 1994 de "Cuentos completos"- que "nada resulta tan simplista como tachar a Onetti de complicado". "Es cierto que sus cuentos requieren de una atención especial -sostiene el escritor y periodista mexicano Juan Villoro (1956) en "Adivine, equivóquese"-, pero ofrecen las claves para adquirirla. Todo autor que renueva la literatura propone una nueva manera de leer. Onetti frena el paso del tiempo, esa inasible sustancia que, según su opinión, sólo puede suceder en mayúscula, y coloca con paciencia sus exactos y magros objetos. En cuanto nos instalamos en su mundo, el sonido de un cerillo resulta inquietante. La precisión de ese universo no viene de fuera, es una forma acrecentada de la vida".


Liliana Díaz Mindurry (1953). Nacida en Buenos Aires, Argentina, se licenció en Derecho en la Universidad de Buenos Aires, donde ejerció la docencia en Filosofía del Derecho durante un par de años. Tras la llegada de la dictadura militar viajó a Francia y allí vivió hasta la restauración de la democracia en la Argentina. Desde entonces, se ha dedicado exclusivamente a la literatura. Su obra abarca la narrativa, la poesía y el ensayo, caracterizándose por ofrecer una visión existencialista de la realidad mediante la utilización de una escritura original de difícil clasificación. Ha publicado los libros de poemas "Sinfonía en llamas", "Paraíso en tinieblas", "Wonderland" y "Resplandor final"; los de cuentos "Buenos Aires ciudad de la magia y de la muerte", "La estancia del sur", "En el fin de las palabras", "Retratos de infelices" y "Ultimo tango en Malos Ayres"; los de ensayos "La maldición de la literatura" y "La voz múltiple y otros textos"; y las novelas "La resurrección de Zagreus", "A cierta hora", "Lo extraño", "Lo indecible", "Hace miedo aquí", "Pequeña música nocturna" y "Summertime". Coordinadora de diversos talleres literarios desde hace treinta años, ha obtenido múltiples premios, entre ellos el Municipal de Buenos Aires, el del Fondo Nacional de las Artes y el Juan Rulfo de cuento. "Onetti: La pasión de la des-gracia" apareció publicado en la revista "Gramma" nº 48, de octubre de 2011.


El simple decir es un mal-decir, una de las maldiciones bíblicas (espinas y abrojos te producirá), un decir de algo ajeno, filtrado en el lenguaje, una ambigüedad: no quiero decir lo que digo, digo lo otro. El lenguaje literario toma ese maldecir como un bien-decir, se nutre, precisamente del extrañamiento, de lo ajeno filtrado en el lenguaje, tratando de conseguir que se profundice aún más la fractura de la palabra, que se muestre el caos, el agujero de la comunicación, que ningún Logos pueda unificar o se abra al infinito las posibilidades de unidad y de significado. En definitiva, el decir literario es acentuar la mentira, acentuar la paradoja, acentuar la repetición, acentuar el malentendido, es ironizar (una forma de transmutación) las brutalidades de la maldición.
Onetti, en mi concepto, casi el paradigma del escritor o de lo literario, juega, especialmente a ese juego con especial empeño al llevar a extremos esas posibilidades de confusión. El hiperrealismo lo conduce casi hasta el solipsismo. El solipsismo de Borges y el de Onetti se acercan al viejo solipsismo de Berkeley "ser es ser percibido". No hay más ser que el de la percepción del sujeto. Las ironías de Borges llevan a cierto perfume similar al esnobismo postmoderno y su mentado giro lingüístico. Pero Onetti, mucho más arteramente, lo hace desde lo que suena a hiperrealidad, un verosímil absoluto. El solipsismo deja de acercarse al humor de Wilde para ser más esencial: la realidad en su paradojalidad constante, en ese trastorno de volver irreal lo más real, de sujetarse a la percepción de un narrador testigo o protagonista, a sus proyecciones, a su lente consciente o inconscientemente deformador, a su ambivalencia subrayada, a que los sucesos se presenten en principio desordenados, fragmentados, a que jamás existirán los hechos. O que en definitiva, como en "Matías el telegrafista", los hechos desunidos no significan nada. Lo que importa es lo que contienen o cargan; y después averiguar qué hay detrás de esto y detrás hasta el fondo definitivo que no tocaremos nunca. Entonces no hay significación y revolver hasta el fondo (mostrar el caos) es como decir "Maldito sea el suelo por tu causa (...) espinas y abrojos te producirá" (Génesis 3, 17-18). El caos, una vez mostrado, deberá ser ordenado por un lector, que aunque revuelva, sólo dará cuenta de su proyección y de su lente deformante sobre un testigo que, aunque revuelva, sólo dará cuenta de su proyección y de su lente deformante. O como en "Para una tumba sin nombre": explorar en la lengua todas las posibilidades de contar un cuento y descontarlo hasta el vacío.


Sabemos que Onetti devoraba novelas policiales, pero, al contrario de ellas, no creía en la verdad. Toda novela policial de corte clásico tiene una verdad reservada para el final: el juego es decir o no decir, presentar una información ajedrecística, esconder datos o presentar los indicios disfrazados o convenientemente ambiguos para desconcertar al lector con una revelación de la verdad que ya estaba, pero trampeada, camuflada. Onetti juega al mismo juego del desconcierto, pero sin revelar más que el brillo de la ambigüedad, lo posible y la polisemia. Muestra todas las facetas de la mentira: la mentira consciente, la automentira más o menos consciente, los hechos que aparecen como "mentirosos" desde un supuesto orden universal. Ante la espesura de los hechos, Sartre opone la náusea ante la mirada de los otros, Camus el absurdo de levantar una piedra sabiendo que va a volver a caer y Onetti la mentira. Dice Onetti: hay varias maneras de mentir, pero la más repugnante es decir la verdad, ocultando el alma de los hechos. ¿Qué debería entenderse por "el alma de los hechos"? Que todo hecho tiene un alma que es la del que lo percibe. Decir la verdad sería entonces una especie de fundamentalismo. Los hechos en sí son recipientes vacíos o no existen. Con respecto a la "desgracia", entiendo que forma parte de una desilusión fundamental que nace de comparar lo deseado, lo imaginado, con los hechos que responden a otras leyes desconocidas, que el sujeto no puede imponer, o sólo puede hacerlo por breve tiempo. El conocimiento es conocimiento de la falta de gracia y de bien-decir (bendición). Pero la desgracia una vez dicha es eso: dicha, lo que es posible mal-decir y transmutar.
¿Cómo es, entonces, el héroe onettiano? ¿Cuál es el portador de esa mentira verdadera, de esa verdad fundamentalista y tergiversada, de esa desgracia vuelta dicha al decirla, de ese mal-decir desenvuelto en todo el esplendor producido al desarmar cualquier andamiaje factual, para construir una nueva verdad paralela que es mentira? El héroe griego comete el pecado de desmesura y la Hybris lo purga para catarsis de todos. La transmutación se opera por la resignación del héroe, movimiento al que el cristianismo nos tiene acostumbrados. En Rulfo el héroe antiguo, el gran trágico es inocente, no puede comprender la injusticia o la comete sin saberlo con toda dulzura y mansedumbre. En Onetti el héroe trágico se resigna pero casi orgásmicamente. "Tan triste como ella" da una prueba perfecta de lo que quiero decir: el Smith and Wesson es saboreado en una exaltación tanática. La luna tiene bordes sanguinolentos y crece, la vida se vuelve valija vacía, el placer nace de la tristeza (deseo). La muerte es el gusto del hombre en la garganta (pasto fresco, felicidad y veraneo) y el cerebro deshecho es el orgasmo. Hay un pozo (no porque sí el primer libro de Onetti es "El pozo") y poceros relacionados directamente con la sexualidad. Cumplido el deseo nace un deseo "otro" (la tristeza del deseo infinito) que se relaciona con el amor, es decir con lo otro, lo que no es de este mundo, y ahí es un deseo de nada que no se sacia sino en la nada. Realizar un sueño cualquiera en su sentido literal: ponerlo en acción, en escena ("Un sueño realizado") produce un placer como el de la muerte.
Si decíamos que cualquier decir es mal-decir y que la literatura profundiza el mal-decir a modo de exorcismo, están aquí en la obra de Onetti dadas todas las pruebas visibles de la operación. No hay realidad, no hay paisaje sino el segregado (palabra muy usada por Onetti) por el héroe maldito por los dioses que no toleran la desmesura de cualquier ilusión, sueño ni unidad. El héroe se resigna de forma ambivalente (Larsen es un ejemplo: sabe del fracaso) pero su tristeza es un deseo incansable, ya resignado de su no consumación pero que abraza su maldición y su desgracia. Como en "Lo siniestro" de Freud hay una repetición de lo mismo que se ha vuelto extraño. Al ser extraña la repetición se resignifica, se vuelve siniestra. La maldición bíblica que en Borges es irónica: "un atributo de lo infernal es la irrealidad", aquí deviene en tristeza, es decir en deseo, en placer de muerte. Es cierto que ya de por sí la literatura es negación, o si se prefiere afirmación del mal-decir. Negación de vida primero, diría Blanchot, porque se escribe contra la vida. El movimiento negativo de la poesía es clásico: "esto no es una pipa", afirmaría el popular cuadro de Magritte. Lo que no se define por negación se define por paradoja, por múltiples imágenes: lo que es esto y a la vez lo otro parece que no es nada. ¿Cuál es, entonces, el aporte de Onetti? La tristeza produce deseo y el deseo es, en sí mismo, tristeza. Este movimiento de la tristeza, absolutamente libidinal, se transmuta en arte, es decir en maldición, es decir en trampa, es decir, en esa belleza mentada por Rimbaud, la que al sentirse amarga, se injuria.


"Lloverá siempre" (dice Onetti en "Cuando ya no importe"). ¿Como en Puerto Astillero? ¿Como en la cara de Kirsten del cuento "Esbjerg en la costa"? ¿Como en palabras que llueven en un continuo mal-decir, un malentendido que no refleja nada para la comunicación y todo para la literatura? ¿Como en un mundo aguado, barroso, sin la cristalina precisión de la unidad? ¿Como en la constante ambigüedad o el olvido que borra toda marca? ¿Como en un solipsismo donde lo único real son las propias lágrimas? ¿Como en el caos que abre toda obra de arte? ¿Como en los hechos vacíos y el alma llovida de palabras que tampoco significan ni son una verdad? ¿Como en la repetición de lo cotidiano hasta lo siniestro? ¿Como en un deseo que no puede satisfacerse?
Cuando leo a Onetti se me ocurre que no me convence casi nada de lo que se ha afirmado de su obra: ese pesimismo, esa condición de fracaso, lugares comunes de la crítica. Si los hechos son realmente recipientes vacíos como dice Onetti y como asevera la tradición desde Nietzsche: "No hay hechos sino interpretaciones", hasta el postmodernismo donde no hay hechos sino signos: "El creador es como el celoso, divino intérprete que vigila los signos en los que la verdad se traiciona" (Deleuze, 1972) me acuerdo de la filosofía de Badiou. Si todo es vano como el Eclesiastés, solo se sustrae la gracia, lo santo como diría Derrida. Lo que Badiou llama "acontecimiento" y que es del orden de lo inexplicable, ya sea el movimiento rectilíneo uniforme a partir de la física aristotélica, "la fuerza de trabajo no es una mercancía" a partir de la legalidad capitalista, "Cristo ha resucitado" a partir del pensamiento griego y judío de la época. Ese acontecimiento se sustrae de la Ley de la des-gracia y del hecho como cáscara sin contenido y de la presunta verdad o mentira. Fuera de la Ley. Para Onetti, a partir de la Ley de la des-gracia dicha, de la música y el ritmo de sus palabras, de la incesante creación tanto de sus imágenes como de sus vidas breves que no desdeñan todas las formas de la mentira, del inconsciente filtrado, y resonando como marca, se produce por contraposición inevitable la gracia. Y ese acontecimiento liberador de hechos y verdades es la creación, la catarsis y la bendición que siguen. Concretamente su obra, donde lloverá siempre y en su impacto emocional habrá siempre belleza. Amarga o no. Es lo que menos importa.