19 de abril de 2015

Discretos apuntes acerca de la obra de René Descartes (2)

En 1947 Jean Paul Sartre (1905-1980) escribió en "La liberté cartésienne" (La libertad cartesiana): "Nadie antes de Descartes había puesto el acento sobre la relación del libre albedrío con la negatividad; nadie había mostrado que la libertad no viene del hombre en tanto que ‘es’, como un ser pleno de existencia entre otros en un mundo sin huecos, sino por el contrario en tanto que ‘no es’, como que es finito, limitado". Para el filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) la libertad -la máxima perfección del ser humano- consistía en la capacidad de elegir entre diversas opciones sin que ello significase indiferencia, dado que ésta conlleva la ignorancia. La libertad consiste en que la voluntad elija aquello que el entendimiento le presenta como verdadero y bueno: "la principal perfección del hombre consiste en tener libre albedrío, que es lo que le hace digno de alabanza o censura". Esto es, en definitiva, el sometimiento de la voluntad al entendimiento.
Es en concordancia con una moral estoica (en el sentido de la ética estrictamente materialista que propone vivir conforme a la naturaleza racional del ser humano) que Descartes definió de este modo a la libertad. Sólo se podrá ser libre si se elije la opción verdadera que dicta el propio entendimiento. Por lo tanto, la libertad es entendida como el sometimiento de la propia voluntad a la razón. Sin embargo, el margen de acción de la voluntad muchas veces supera al del entendimiento, generándose así acciones confusas, erróneas y no libres. En este sentido, cuando el hombre no es libre genera el error, y sólo podrá ser libre si se vincula con la verdad. Las pasiones humanas, los sentimientos y deseos materiales son fuentes del error, pues en ellos la voluntad desea cosas que están más allá del entendimiento, produciéndose un desequilibrio entre entendimiento y voluntad. Descartes pensaba que la libertad es una noción evidente de la cual no hay la menor duda, ya que sin ella no sería posible la elección. Definía la noción de libertad remitiéndose al testimonio de la conciencia; la propia experiencia del hombre bastaba para saberse libre. Es decir, se conoce la libertad por medio de la sola experiencia que de ella se tiene a partir de la conciencia o actividad del pensamiento.
Pero, en la filosofía cartesiana la noción de libertad era sumamente amplia y compleja y fue evolucionando en el transcurso de sus obras. En las "Meditationes de prima philosophia" (Meditaciones metafísicas), de 1641, Descartes concebía la libertad, en un sentido negativo, como ausencia de impedimentos. Desde esta perspectiva, señaló que la voluntad -o la libertad de arbitrio- consistía en que "obramos de manera que no nos sentimos constreñidos por ninguna fuerza exterior". En otras palabras, la voluntad da su asentimiento sin estar necesariamente sujeta a una compulsión externa. En su obra "Will, freedom and power" (La voluntad, la libertad y el poder), el filósofo inglés Anthony Kenny (1931), actual Presidente del Royal Institute of Philosophy, define a esta noción de libertad como "libertad de espontaneidad", en el sentido de que el hombre es libre para hacer algo si y sólo si lo hace porque lo quiere.
Descartes reconocía que en el hombre había una libertad de indiferencia negativa. En este contexto, la indiferencia negativa era el grado más bajo de la libertad, es decir, cuando al hombre le da lo mismo hacer una cosa o su contraria, cuando actúa sin ninguna razón. Descartes señalaba que la indiferencia negativa era el resultado de la ignorancia, pues, en la medida en que el hombre conoce lo bueno y lo verdadero,  no puede ser indiferente: "Esta indiferencia que siento, cuando no soy llevado hacia un lado más bien que hacia otro por el peso de alguna razón, es el grado más bajo de la libertad, y más bien manifiesta un defecto en el conocimiento que una perfección en la voluntad, pues si yo conociera siempre claramente lo que es verdadero y lo que es bueno, jamás me tomaría el trabajo de deliberar acerca de qué juicio debería formar y qué elección hacer; y, de ese modo, yo sería enteramente libre, sin ser jamás indiferente".
Según Descartes era evidente que de "una gran claridad del entendimiento se deriva una fuerte inclinación de la voluntad". Así, por ejemplo, cuando Descartes examinó sus creencias con el fin de encontrar alguna cierta, se percató de que había algo de lo cual no podía dudar, esto es, de que el propio sujeto piensa, pero si el sujeto piensa es porque existe. De esta manera, el filósofo llegó a la conclusión "pienso, luego existo". Para Descartes esta conclusión era verdadera porque "no podía dejar de juzgar que una cosa que concebía tan claramente fuera verdadera, no porque me encontrase forzado por alguna causa exterior, sino solamente porque de una gran claridad que había en mi entendimiento se deriva una gran inclinación de mi voluntad. Y he sido inclinado a creer con tanta libertad cuanto menor fue mi indiferencia". Por lo tanto, la indiferencia era el resultado de la ignorancia, pues, en la medida en que el hombre conocía lo bueno y lo verdadero no podía ser indiferente.


Sin embargo más adelante, en la correspondencia que mantuvo con el sacerdote misionero jesuita Denis Mesland (1615-1672), Descartes pasó de una libertad como "elección entre posibles" a lo que el sacerdote y filósofo español Guillermo Fraile (1909-1970) llamó en su "Historia de la Filosofía" una "libertad esclarecida", donde la elección estaba en función del conocimiento de la verdad o del bien: "Para ser libre, no es requisito necesario que me sean indiferentes los dos términos opuestos de mi elección; ocurre más bien que, cuanto más propendo a uno de ellos tanto más libremente escojo". En aquellas cartas (de 1644 y 1645), Descartes consideraba que había una indiferencia positiva que no estaba determinada por el conocimiento. "En mi parecer -escribió- la indiferencia significa propiamente aquel estado en que se halla la voluntad cuando no la impulsa hacia un lado más que otro ninguna percepción de lo verdadero o de lo bueno, y así la tomé cuando escribí que es el grado ínfimo de libertad con que nos determinamos a las cosas que nos son indiferentes. Pero quizás otros entienden por indiferencia la facultad positiva de determinarse a cualquiera de los dos contrarios, por ejemplo, a perseguir o huir, afirmar o negar. Pero no negué que esta facultad positiva existe en la voluntad. Antes bien, pienso que existe no sólo en relación a aquellos actos a los que no la impulsa hacia una parte más que a otra ninguna razón evidente, sino también en relación a todos los demás; de tal modo que cuando una razón muy evidente nos mueve hacia un lado, aunque, hablando moralmente, apenas podamos dirigirnos hacia el contrario, sin embargo, hablando absolutamente, podemos hacerlo. Pues siempre nos está permitido apartarnos de la persecución de un bien claramente conocido, o admitir una verdad clara únicamente, con tal que pensemos que es bueno atestiguar mediante esto la libertad de nuestro libre arbitrio".
Cuatro años después, en "Les passions de l'âme" (Las pasiones del alma), Descartes finalmente concibe la libertad en un sentido positivo, como completamente autónoma. Esto implicaba que la felicidad dependía exclusivamente del hombre y no requería del concurso divino de Dios. Se trataba de la libertad que poseía el hombre para autodeterminarse y hacer uso de su propia razón. Descartes consideraba entonces que "sólo hay en nosotros una cosa que puede autorizarnos a estimarnos, a saber, el uso de nuestro libre arbitrio y el dominio que tenemos sobre nuestras voliciones; pues sólo por las acciones que dependen de este libre arbitrio podemos ser alabados o censurados". Estas afirmaciones dieron lugar a fuertes controversias de fondo teológico y le causaron no pocos problemas con la Iglesia Católica, particularmente con los jesuitas. A pesar de que los temas fundamentales de su filosofía fueron la afirmación de la existencia de Dios y del espíritu humano y la distinción del alma y el cuerpo, cuestiones todas ellas de la máxima or­todoxia, fue acusado de ateísmo y de pelagianismo, aquella anti­gua teoría declarada herética que se basaba en la voluntad igualmente libre para elegir hacer el bien o el mal. Como corolario, en 1662, doce años después de su muerte, todas sus obras fueron incluidas en el funesto "Index librorum prohibitorum" (Índice de libros prohibidos), el catálogo editado por la Iglesia Católica entre 1564 y 1966 en el que se censuraban todos aquellos libros "perniciosos para la fe".
Ya en 1629 Descartes habría escrito -sin terminarlo- un pequeño tratado de metafísica. Así lo anunció en sus cartas a los científicos Guillaume Gibieuf (1585-1650) el 18 de julio de 1629, y Marin Mersenne (1588-1648), el 27 de febrero de 1637. Pero, al haberse perdido, se desconoce su contenido, aunque puede presumirse que la preocupación meta­física en Descartes fue dominante y muy anterior a la elaboración de las "Meditaciones". Recién se harían patentes en 1637 con la cuarta parte del "Discurso del método", y en 1641, ya definitivamente, con las "Meditaciones metafísicas". No obstante, puede señalarse el año 1628 como punto de partida para ese tipo de reflexiones, originadas en su insatisfacción por los estudios que siguió en el célebre Collège Henri IV de La Flèche. En la biblioteca de aquel colegio jesuita no encontró más que incertidumbre, contradic­ciones y decepciones. Los libros de texto, acordes a la orientación filosófica escolástica que imperaba en la institución, no lograron saciar el ansia de conocimiento que ya entonces atormentaba al joven Descartes y que le acompañaría toda su vida a pesar de su permanen­te sometimiento a los dogmas de la religión.


Con las doctrinas religiosas Descartes se esforzaría en hallar una solución de compromiso que le librase de even­tuales acusaciones de heterodoxia que, en definitiva y a pesar de todo, no pudo evitar: el si­glo XVIII bárbaro, inquisitorial e intolerante se opuso al siglo XVII culto y progresista heredero del Renacimiento e iniciador de la nueva visión científica y triunfó sobre él. Descartes se movió durante toda su vida entre la aceptación de verdades eternas, previas, y la for­mulación estrictamente racional de una duda que le permitiese plantear la realidad haciendo borrón y cuenta nueva. Esta situación habrá ocasionado sin dudas innumerables conflictos y tormentos interiores y es dable deducir que su filosofía, teniendo en cuenta éstas y otras circuns­tancias, no brotó natural y espontáneamente sin tensiones ni dificultades. El caso de Descartes no es sino un ejemplo más del carácter esencial­mente contradictorio de su época.
Lo cierto es que fue un hecho de interés vital el que Descartes, con su proposición "pienso, luego existo", expresase la preponderancia del ser humano y por ello una nueva posición de éste al hacerlo responsable de establecer y evaluar toda certidumbre y toda verdad. Vale recordar, no obstante, aquello que el filósofo alemán Karl Marx (1818-1883), uno de los principales arquitectos de la ciencia social moderna, dijera en sus "Thesen über Feuerbach" (Tesis sobre Feuerbach): "La cuestión de si la verdad objetiva pertenece al pensamiento humano no es una cuestión teórica sino práctica. Es en la práctica donde el hombre debe probar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, lo terrenal de su pensamiento. La disputa sobre la realidad o no realidad del pensamiento aislado de la práctica es una cuestión puramente escolástica". En definitiva, al método analítico cartesiano se le debe el ascenso de la ciencia moderna en el siglo XVII, la Ilustración en el siglo XVIII, la Revolución Industrial en el siglo XIX, las computadoras en el siglo XX y el desciframiento del cerebro en el siglo XXI. Todos estos hitos científicos de la historia son, en mayor o menor medida, logros del cartesianismo.