16 de enero de 2016

Emily Brontë y la historia de un relación tempestuosa (1)

Varios rasgos notables tienen en común Charlotte, Emily y Anne Brontë además del hecho de ser hermanas. Las tres nacieron en una casa situada en el nº 74 de Market Street, una angosta callejuela de Thornton, pequeño pueblo del condado de West Yorkshire al norte de Inglaterra; las tres tuvieron una infancia signada por una rigurosa y disciplinada educación clerical; las tres fueron escritoras y publicaron en conjunto un libro de poemas bajo seudónimo masculino dados los prejuicios de la época victoriana en cuanto a que la literatura no era cosa de mujeres, y las tres fallecieron jóvenes víctimas de la tuberculosis. Pero tal vez el más llamativo de todos los sucesos que tuvieron en sus cortas vidas ocurrió en el año 1847: las tres publicaron una novela. En octubre Charlotte publicó “Jane Eyre” y en diciembre hicieron lo propio Anne con “Agnes Grey” y Emily con “Wuthering heights” (Cumbres borrascosas).
Publicada bajo el seudónimo de Currer Bell, “Jane Eyre” fue un éxito inmediato tanto para la crítica como para los lectores, y sería el reconocido escritor William Thackeray (1811-1863) -por entonces inmerso en la escritura de la mayor de sus obras, “Vanity fair” (La feria de las vanidades)- quien le diera el mayor espaldarazo. En cambio “Agnes Grey”, que apareció firmada por Acton Bell, tuvo una acogida apenas aceptable. La peor parte la llevó “Cumbres Borrascosas”, la que, rubricada por Ellis Bell, desconcertó desde el principio por su distancia con la narrativa victoriana de la época. Acusada de ser una novela violenta e inmoral, pronto fue prácticamente anatemizada por la implacable crítica decimonónica de entonces. Habría que esperar casi un siglo para que fuese reconocida como lo que realmente es: una novela realista que, escrita en una época marcada por grandes conmociones sociales, marcó el preludio de la novela inglesa postvictoriana que cuestionaría los valores tradicionales de las estructuras sociales no sólo de Inglaterra sino de la civilización occidental en general.
El espíritu de rebeldía de Emily Brontë anticipó las transformaciones estéticas y morales dadas a comienzos del siglo XX en cuanto al lugar que ocupa la mujer en la sociedad. La identidad de género como algo inalterable y absoluto fue puesta en duda en “Cumbres borrascosas”, donde la mujer tiene unos perfiles opuestos al decoro moral e ideológico de la época. Las mujeres en esta historia son fuertes, decididas y rebeldes; los atributos tradicionalmente asignados a la mujer (y también al hombre), se rompen ejemplarmente en “Cumbres borrascosas”. Allí, la novelista escapa, tal como señala la ensayista y crítica de arte británica Lynda Nead (1957) en “Myths of sexuality. Representations of women in victorian Britain” (Mitos de la sexualidad. La función de las mujeres en la Inglaterra victoriana), “de la metáfora victoriana del roble y la hiedra encarnados respectivamente en la figura del hombre y de la mujer, según la cual la hiedra necesita al roble para crecer”.
“Cumbres borrascosas” es la obra de una mujer joven que extrajo únicamente de sí misma la inspiración; está colocada en un plano poético donde alternan la ingenuidad y una extraordinaria intuición. Es una historia de amor, sí, pero también la de una pasión destructiva, la crónica íntima de una dependencia vivida hasta la desesperación, el relato que desvela los lazos de dos seres que están tan unidos que llegan a intercambiarse sus identidades y todas sus carencias fundamentales. Las tres características principales del amor: la sensación de que el otro posee lo que no encontramos en nosotros, el anhelo de permanecer juntos y la vitalidad para enfrentar el día a día, aparecen en “Cumbres borrascosas” como pasiones y sentimientos distorsionados. Es que una historia de amor también se da en la forma de vivirla, de mirarla, de contarla, y Emily Brontë fue muy original al hacerlo.


En “Cumbres borrascosas” no existe el sentimen­talismo de las lágrimas como en “Clarissa or the history of a young lady” (Clarissa o la historia de una joven dama) de Samuel Richardson (1689-1761) o en Julie ou la nouvelle Héloïse (Julia o la nueva Eloísa) de Jean Jacques Rousseau (1712-1778). Los retratos de Heathcliff y Catherine (protagonistas centrales de la novela) no son halagadores, los juicios son despiadados. Ellos mismos, a menudo hostiles, se en­cargan de que así sea: no son llevados ni a la cursilería ni al enceguecimiento. Consideran imparcialmente los extravíos del obje­to de su pasión. Mientras tanto, ningún juicio de va­lor se desprende de sus observaciones: cualidades y defectos competen a otra jurisdicción. Una luci­dez no complaciente, aunque sin reprobación, distingue a la vez a Heathcliff y a Catherine. Para ella su compañero es "una criatura en bruto, sin refinamiento, sin cultura; un árido desierto de espinas y grava. Es un hombre rudo, hosco, despiadado, un lobo". Para él, ella es “cruel y falsa”.
No obstante, la pasión entre ellos crece y se desarrolla a un ritmo frenético. Comienza con aquello que Sigmund Freud (1856-1939) llamara “identificación”, un concepto definido como el “proceso psicológico mediante el cual un sujeto asimila un aspecto, una propiedad, un atributo de otro y se transforma, total o parcialmente, sobre el modelo de éste”. Identificándose uno con el otro, Heathcliff y Catherine adquieren características en común al punto de pensar que son un mismo ser, una percepción que nos remite al antiguo mito griego de los seres andróginos que Aristófanes de Atenas (446-386 a.C.) narra en el célebre "Sympósion" (El banquete), la inmortal obra de Platón de Atenas (427-347 a.C.). En “Cumbres borrascosas” la identificación se convierte en nostalgia de la otra mitad y así lo reconoce Catherine: Sigo a Heathcliff no como un placer sino como a mi propio ser. Yo soy él, él está siempre en mi pensamiento como mi propio ser. Él es más, mucho más que yo misma. Sea cual sea la sustancia de que estén hechas nuestras almas, la suya y la mía son idénticas. Alienta en mi aliento y vibra en mis vibraciones. Es como si mi sangre formara la sangre de él”.


Heathcliff personifica también ante sus ojos a esa áspera naturaleza tan cercana a su corazón: “Mi amor por Heathcliff se asemeja a las rocas eternas que sobresalen profundamente enterradas en la tierra: son motivo de escaso goce para quien las contempla, pero al mismo tiempo son necesarias”. Y en otro párrafo: “Mis grandes sufrimientos en este mundo han sido los sufrimientos de Heathcliff, los he visto y sentido cada uno desde el principio. El gran pensamiento de mi vida es él. Si todo pereciera y él quedara, yo seguiría existiendo, y si todo quedara y él desapareciera, el mundo me sería del todo extraño, no parecería que soy parte de él”. Heathcliff también expresa sus sentimientos cuando dice: “He soñado que dormía al lado de ella mi último sueño, con la mejilla apoyada en la suya”. O cuando le recrimina “¿No basta a tu diabólico egoísmo el pensar que, cuando tú descanses en paz, yo me retorceré entre todas las torturas del infierno?”. La historia del amor entre ambos es, sin dudas, la historia de un amor envenenado por la identidad, el orgullo y el rencor hacia el ser amado que ignoró el sentimiento que los unía.
Más que de los infortunios del amor, que aquí son los comple­mentos de la felicidad, Brontë habla del infortunio de vivir sin amor, de no ser apto para las tibiezas de la edad adulta después de haber conocido las aguas revueltas de la infancia. Aquí prevalece la in­tensa nostalgia de la atemporalidad, de la desmesura ardiente. Catherine Earnshaw, toda vitalidad, insolencia e impulsividad, es el prototipo de las heroínas románticas, orgullosas e indomables, que aparecerían años más tarde en muchas novelas, desde la Stella de “Great expectations” (Grandes esperanzas) de Charles Dickens (1812-1870) hasta la Scarlett de “Gone with the wind” (Lo que el viento se llevó) de Margaret Mitchell (1900-1949). Sólo se distingue de ellas por la falta de cálculo, la sin­ceridad absoluta, sus “arrebatos de crueldad”, sus "feroces accesos de ternura" que al­ternan con un "furor de demente".


Heathcliff, aquel pobre chico sin hogar recogido de las sucias calles de Liverpool por el señor Earnshaw quien lo adopta y lo lleva a vivir a Cumbres borrascosas -su hacienda- para educarlo como a uno de sus propios hijos, será el causante del fin de la aparente armonía familiar. Para los hijos naturales del señor Earnshaw, Catherine y Hindley, su llegada despertará reacciones diferentes: en ella comprensión, en él odio. De ella se enamora con todo el ímpetu de su naturaleza pasional y violenta; hacía él alimenta la mayor de las animadversiones. Después de la muerte del señor Earnshaw, Hindley, que se había alejado de la hacienda presuntamente para ir a estudiar, desesperado al no poder tolerar la convivencia con el chico adoptado, regresa casado para hacerse cargo de la casa y decide humillar al joven Heathcliff convirtiéndolo en sirviente.